Esa maldita
farola. Confieso que todavía la aborrezco. Sé que carece de sentido, pero los
sentimientos están peleados con la razón. Aún escupo su base, como si de sus pies se
tratara, escupo mi desprecio al pasar a su lado, o le regalo una patadita con
disimulo. Tampoco es cuestión de llamar la atención. Quedar como un majareta
que va golpeando el alumbrado urbano.
Esa maldita
farola, junto a la parada de autobús al final de Lothian Road, antes de desembocar en la gran avenida de Princes Street. Recuerdo que en la mili, allá en otra vida, nos parecía
absurdo que arrestaran a un mulo, por mal comportamiento. Incluso a una garita
de vigilancia, por ser escenario de alguna desgracia. O pusieran bajo arresto ̶ tras una tragedia acontecida ̶ humillado, escondido en la oscuridad al fondo de un viejo armero, a un fusil CETME (“el chopo”, como lo denominaban los compañeros más veteranos). O al menos, eso
nos contaban a los reclutas novatos. Quizás tan sólo se tratara de una leyenda.
En el pueblo, los de la cuadrilla, solíamos arrestar de vez en cuando algún
bar, debido al mal trato, o a algún desplante del camarero de turno; dejábamos
de acudir a su barra, sin previo aviso, en nuestra ronda, durante unas semanas,
hasta que se nos pasaba el disgusto, la ofensa caducaba o tan sólo añorábamos
su ambiente, o su pinchos. Supongo que las costumbres militronchas nos empapaban el espíritu, e imitábamos sus absurdas reglas
y extraño lenguaje y expresiones (no te
escaquees; te voy a meter un puro;
te queda más mili que al palo de la bandera; o mi favorita: aquí
te vas a quedar, por tu puta mala cabeza). Nosotros, tan rebeldes, tan
insumisos, tan punkis subidos a la mesa del merendero de la bodega de turno,
tras copiosa cena a base de chuletas asadas al sarmiento, junto a choricillo de
pueblo y lonchas de panceta, todo bien
regado con caldo riojano del año, mezclado con coca-cola – pecado de juventud ̶ puño en alto berreando a Eskorbuto: “¡Nada más nacer / comienzan a corrompernos /
eso nos demuestra / que somos anti-todo!“. Para después arrestar garitos,
como si ejerciéramos el mando. La vida es pura contradicción.
Y aquí me hallo
yo, trece años después de licenciarme, con aquel canto a voz en grito, junto a
mis compañeros de quinta, ya al otro lado del muro del viejo cuartel de
Artillería de Murrieta – “¡Me verás con la blanca en la mano, vestido de
paisano y entonando está canción, adiós amigos, adiós, adiós, se va el civil,
se va el civil, se va, se vaaa! “ ̶ Aquí, en un país
extranjero, como antaño arrestando a una farola de por vida, con abuso físico y
humillación incluidos. Despreciando a un grueso tubo de metal, con una lámpara
ambarina de sombrero. Castigando con escupitajos y tímidas pataditas a un
indefenso e inocente farol.
Aquella
maldita farola marcaba el punto exacto donde él se detuvo. Incluso llegó a
rozarla con la palma de su mano, tal vez buscando un apoyo para mantener el
equilibrio debido a su estado de semiembriaguez, mientras con la otra mano
alcanzaba el móvil para responder a una llamada. La llamada. Lo sorprendí sin
buscarlo, ni siquiera desearlo, desde mi ventajosa posición en la acera de enfrente.
A la espera del autobús que me llevaría a casa, en el sentido contrario.
La llamada.
Su llamada. Lo supe como se sabe que las uñas crecen,
cada nanosegundo, aunque no lo notes. Lo supe como se sabe que estamos aquí
cuatro días y al quinto dentro de un oscuro y húmedo nicho. Ella le estaba
llamando, justo en ese instante. Ella, Erika. Mi Erika, que ya hace días no era
mía. En realidad nunca fue mi Erika, tan sólo la protagonista de un
espejismo, que yo mismo construí a pico y pala, en el desierto que ahora
atravesaba, cegado por una ilusión utópica, de espaldas a la lógica y a los
diversos avisos a navegantes. Estúpidamente creyendo que querer es poder. El
mayor bulo jamás difundido por la humanidad.
Me encuentro
al otro lado de la casi desierta carretera (tan sólo un par de taxis, enormes,
de formas redondeadas, como de película antigua, pero a su vez modernos, uno negro
como coche fúnebre, el otro, una mezcla multicolor la cual chilla su protesta a
la noche) testigo mudo y sordo y casi ciego, testigo involuntario de aquella
llamada trasnochada. No pude intercalar palabra, escuchar sus voces, casi ni
lograba distinguir las facciones de él en la distancia, al otro lado de los
carriles. Mas de él se trataba. Esbelta figura, abrigo largo, botas puntiagudas,
cabello rubio y frondoso al viento.
Se detuvo
unos instantes, teléfono en mano, una borrosa sonrisa desdibujada en su rostro,
más intuida por mí que propiamente divisada. Permaneció quieto, gesto
desenfadado, celular al oído, la otra mano en el bolsillo del grueso chaquetón.
Yo conocía el contenido de aquel diálogo en la distancia, aunque no pudiera
escucharlo, ni siquiera podía leer aquellos labios entre sonrisa y sonrisa: “Vente. Ya marchó a casa. No nos verá juntos.
Ya su corazón no sufrirá ante sus ojos invidentes. Ven, dame calor en esta gélida
noche. Él está a salvo, reposando su cabeza cuasi-ebria en el cristal del autobús
camino de su propio calor, de su hogar. Vente ya, con él ciego y sordo no
sufriré. No te demores, no permitas que mi cuerpo permanezca fío. Enciéndeme, y
olvidemos el pasado. No pensemos en el futuro incierto, siempre caprichoso. Ven,
y disfrutemos de este presente, de esta madrugada de luna llena. Acude, y
recorre con tus manos, con tus ojos, con tu lengua, cada poro de mi blanca
piel. No me hagas esperar. Ven”.
Entonces,
tal y como yo lo había previsto en mi mente minutos antes, él giró sobre sus
talones, y guardando el teléfono en el bolsillo interior de su abrigo, aceleró
el paso en dirección a Princes Street.
Quedé
petrificado durante unos segundos, aunque los creí horas. A continuación, de
manera absurda e irracional – de nuevo la pelea a garrotazos entre sentimiento
y razón ̶ eché a andar lo más
rápido que pude. Mis ojos fijos en aquella silueta que rasgaba las sombras de
la noche por la acera de enfrente. A mitad de la gran avenida, se paró y, nuevamente
a remolque de lo ya contemplado por mi imaginación, subió al autobús nocturno
número 22. Directo al barrio de Leith. Directo a su morada. Un disparo a bocajarro, directo a mi corazón.
…
(continuará)
Espero la continuación entonces.
ResponderEliminarBesos.
Aquí la tienes.
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