miércoles, 22 de abril de 2020

F134 - El Abismo (I): ¡Aquella maldita farola! (noviembre 2005)


Esa maldita farola. Confieso que todavía la aborrezco. Sé que carece de sentido, pero los sentimientos están peleados con la razón.  Aún escupo su base, como si de sus pies se tratara, escupo mi desprecio al pasar a su lado, o le regalo una patadita con disimulo. Tampoco es cuestión de llamar la atención. Quedar como un majareta que va golpeando el alumbrado urbano. 

Esa maldita farola, junto a la parada de autobús al final de Lothian Road, antes de desembocar en la gran avenida de Princes Street. Recuerdo que en la mili, allá en otra vida, nos parecía absurdo que arrestaran a un mulo, por mal comportamiento. Incluso a una garita de vigilancia, por ser escenario de alguna desgracia. O pusieran bajo arresto  ̶ tras una tragedia acontecida  ̶  humillado, escondido en la oscuridad  al fondo de un viejo armero, a un fusil CETME (“el chopo”, como lo denominaban  los compañeros más veteranos). O al menos, eso nos contaban a los reclutas novatos. Quizás tan sólo se tratara de una leyenda. En el pueblo, los de la cuadrilla, solíamos arrestar de vez en cuando algún bar, debido al mal trato, o a algún desplante del camarero de turno; dejábamos de acudir a su barra, sin previo aviso, en nuestra ronda, durante unas semanas, hasta que se nos pasaba el disgusto, la ofensa caducaba o tan sólo añorábamos su ambiente, o su pinchos. Supongo que las costumbres militronchas nos empapaban el espíritu, e imitábamos sus absurdas reglas y extraño lenguaje y expresiones (no te escaquees; te voy a meter un puro; te queda más mili que al palo de la bandera; o mi favorita: aquí te vas a quedar, por tu puta mala cabeza). Nosotros, tan rebeldes, tan insumisos, tan punkis subidos a la mesa del merendero de la bodega de turno, tras copiosa cena a base de chuletas asadas al sarmiento, junto a choricillo de pueblo y lonchas de panceta, todo  bien regado con caldo riojano del año, mezclado con coca-cola – pecado de juventud  ̶  puño en alto berreando a Eskorbuto: “¡Nada más nacer / comienzan a corrompernos / eso nos demuestra / que somos anti-todo!“. Para después arrestar garitos, como si ejerciéramos el mando. La vida es pura contradicción.  

Y aquí me hallo yo, trece años después de licenciarme, con aquel canto a voz en grito, junto a mis compañeros de quinta, ya al otro lado del muro del viejo cuartel de Artillería de Murrieta – ¡Me verás con la blanca en la mano, vestido de paisano y entonando está canción, adiós amigos, adiós, adiós, se va el civil, se va el civil, se va, se vaaa!  ̶  Aquí, en un país extranjero, como antaño arrestando a una farola de por vida, con abuso físico y humillación incluidos. Despreciando a un grueso tubo de metal, con una lámpara ambarina de sombrero. Castigando con escupitajos y tímidas pataditas a un indefenso e inocente farol.

Aquella maldita farola marcaba el punto exacto donde él se detuvo. Incluso llegó a rozarla con la palma de su mano, tal vez buscando un apoyo para mantener el equilibrio debido a su estado de semiembriaguez, mientras con la otra mano alcanzaba el móvil para responder a una llamada. La llamada. Lo sorprendí sin buscarlo, ni siquiera desearlo, desde mi ventajosa posición en la acera de enfrente. A la espera del autobús que me llevaría a casa, en el sentido contrario.

 La llamada. 

Su llamada. Lo supe como se sabe que las uñas crecen, cada nanosegundo, aunque no lo notes. Lo supe como se sabe que estamos aquí cuatro días y al quinto dentro de un oscuro y húmedo nicho. Ella le estaba llamando, justo en ese instante. Ella, Erika. Mi Erika, que ya hace días no era mía. En realidad nunca fue mi Erika, tan sólo la protagonista de un espejismo, que yo mismo construí a pico y pala, en el desierto que ahora atravesaba, cegado por una ilusión utópica, de espaldas a la lógica y a los diversos avisos a navegantes. Estúpidamente creyendo que querer es poder. El mayor bulo jamás difundido por la humanidad.

Me encuentro al otro lado de la casi desierta carretera (tan sólo un par de taxis, enormes, de formas redondeadas, como de película antigua, pero a su vez modernos, uno negro como coche fúnebre, el otro, una mezcla multicolor la cual chilla su protesta a la noche) testigo mudo y sordo y casi ciego, testigo involuntario de aquella llamada trasnochada. No pude intercalar palabra, escuchar sus voces, casi ni lograba distinguir las facciones de él en la distancia, al otro lado de los carriles. Mas de él se trataba. Esbelta figura, abrigo largo, botas puntiagudas, cabello rubio y frondoso al viento.

Se detuvo unos instantes, teléfono en mano, una borrosa sonrisa desdibujada en su rostro, más intuida por mí que propiamente divisada. Permaneció quieto, gesto desenfadado, celular al oído, la otra mano en el bolsillo del grueso chaquetón. Yo conocía el contenido de aquel diálogo en la distancia, aunque no pudiera escucharlo, ni siquiera podía leer aquellos labios entre sonrisa y sonrisa: “Vente. Ya marchó a casa. No nos verá juntos. Ya su corazón no sufrirá ante sus ojos invidentes. Ven, dame calor en esta gélida noche. Él está a salvo, reposando su cabeza cuasi-ebria en el cristal del autobús camino de su propio calor, de su hogar. Vente ya, con él ciego y sordo no sufriré. No te demores, no permitas que mi cuerpo permanezca fío. Enciéndeme, y olvidemos el pasado. No pensemos en el futuro incierto, siempre caprichoso. Ven, y disfrutemos de este presente, de esta madrugada de luna llena. Acude, y recorre con tus manos, con tus ojos, con tu lengua, cada poro de mi blanca piel. No me hagas esperar. Ven”.

Entonces, tal y como yo lo había previsto en mi mente minutos antes, él giró sobre sus talones, y guardando el teléfono en el bolsillo interior de su abrigo, aceleró el paso en dirección a Princes Street.

Quedé petrificado durante unos segundos, aunque los creí horas. A continuación, de manera absurda e irracional – de nuevo la pelea a garrotazos entre sentimiento y razón ̶  eché a andar lo más rápido que pude. Mis ojos fijos en aquella silueta que rasgaba las sombras de la noche por la acera de enfrente. A mitad de la gran avenida, se paró y, nuevamente a remolque de lo ya contemplado por mi imaginación, subió al autobús nocturno número 22. Directo al barrio de Leith. Directo a su morada. Un disparo a bocajarro, directo a mi corazón.

… (continuará)

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