Trato de
caminar de regreso. Los pies no obedecen las órdenes de mi cerebro. Me acerco a
un banco, derrumbándome sobre su asiento, humedecido por el relente de la
madrugada. Hace frío pero apenas lo noto. La acera huele a hamburguesa, vodka y
vómito ajeno. Me fundo con la penumbra de la noche, acurrucado, la cabeza entre
las piernas. A mi espalda, una chica joven camina descalza, pisando los
charcos, con minúscula falda y amplio escote. Va dando tumbos combatiendo la
gélida noche con la ayuda del alcohol ingerido, combustible de su calefacción
central. La muchacha no repara en mi presencia, su abotagada mente en piloto
automático rumbo a casa. Escucho a un grupo de adolescentes borrachos, que
desde la acera de enfrente, tan amplia, con decenas de lujosos escaparates, se
gritan como posesos entre sí, con mucho ‘fuck’
intercalado en cada frase, con bravuconería, creyéndose los dueños de la noche,
tal vez retrasando su regreso al hogar donde no son nada, bajo el yugo de un
padre borracho, o quizás tan sólo en compañía de una madre sola e indiferente.
Un dolor sordo me sube desde el
mismo centro del estómago, atraviesa el pecho, alcanza mi cerebro. Es como si
un ente perverso hubiera perforado mi vientre, y hubiese extraído mi estómago
cucharada a cucharada, con un cubierto herrumbroso.
¡Erika, Erika
por qué me has abandonado! Blasfemo en voz alta buscando la ira de Dios. Con un
poco de suerte le cogeré estresado, de mala leche, con su omnipresente mente en
mil y un sitios diferentes y arrojará, con indiferencia, un rayo mortífero que
me fulmine en el acto, acabando con mi particular calvario.
La caída al
vacío comenzó dos semanas antes.
“Tenemos
que hablar”. Eso dijo. Con una pronunciación perfecta, como si fuera de
Valladolid en lugar de Christchurch.
Como si hubiera estado ensayando, cada mañana, frente al espejo. Cada sílaba,
cada vocablo, hasta lograr su perfección. Tenemos que hablar. Lo soltó
girándose en la cama, dándome ya la espalda. Su gesto proclamaba más que sus
palabras. Su gesto era una tesis doctoral. Tenemos que hablar. Nunca tres
palabras provocaron en mí tanta tristeza, frustración, e incertidumbre, tanto
temblor, insomnio comprimido, frío y miedo. Tenemos que hablar, exclamaba su
espalda, blanquecina, salpicada de pecas y lunares que conocía de memoria.
Constelaciones oscurecidas sobre la luminosidad translúcida de su piel. Sus
negras trenzas deshechas, larga cascada oscura que se desparramaba sobre el
blancor de la almohada. Cuán hermosa imagen, de no ser tan cruel. Tres palabras
que me aislaron cual Robinsón recién escupido por la marea, que me arrinconaron
al otro lado del océano que ahora era su cama, hecho un ovillo, temiendo la
conversación venidera al desayuno, acurrucado como un niño pequeño, sabiendo lo
que aquellas palabras significaban. Conociendo de antemano el desenlace del bonito
cuento para niños en el que yo había caído, donde quise fundirme con sus
viñetas coloridas, junto con sus personajes dibujados con trazos amables y
formas redondeadas, todo sonrisas y bellas palabras, ante cada ilustración.
Ya venía de lejos. Mas no lo supe
ver. No lo quise ver. Me calcé las orejeras de burrico – como decía el Santi,
nuestro profesor de matemáticas en el colegio perdido del valle navarro ̶ y fijé la vista al
final de aquel túnel engañoso, fraudulento. Traté de alcanzar la luz que se
avistaba al fondo, mi única salida. Una luz inventada. Eludiendo la realidad
que se perdía en tramos oscuros a mi alrededor.
Sus sonrisas
ya distintas, profesionales, de anuncio de colonia. Sonrisas que no alcanzan el
verdor de sus ojos, tornándolos grises, cual si anunciaran tormentas. Los
besos, apenas un roce de labios, disfrutados a cuentagotas. Como si en cada uno
de ellos transvasáramos un delicado y prohibido elixir. Como si ella sospechara
que yo anotaba en mi vieja libreta cada uno de ellos, con el fin de echárselos
en cara durante aquel desayuno, tras aquellas tres palabras oscuras como la
noche en la que serian pronunciadas, desayuno que ya flotaba en su agenda
mental, siempre con siglos de anticipación respecto a la mía.
No ayudó mi sonrisa bobalicona,
llena de entusiasmo, mientras agitaba ̶ como un niño chico uno de sus Airgam boys ̶ el folleto en mi mano. Quizás, al contrario,
fue la gota que desbordó aquel vaso lleno hasta el borde de ingenuidad y
autoengaño.
̶ Mira, he estado en tu consulado, me han dado este panfleto donde explican todos los requisitos para la obtención de visados, permisos de trabajo, patrocinio, etc.
Supongo que
aquellas hojas coloridas, grapadas en un pequeño librillo, le hicieron saltar
todas las alarmas. Su cuadro de mandos mental al borde del cortocircuito,
abarrotado de luces intermitentes rojas, ámbar, amarillas acompañadas de
sonoros pip, pip avisando de una colisión inminente y la ensordecedora alarma de
fondo chillando: ¡Sálvese quien pueda, abandonen la nave!
Los cereales con trocitos de fresa,
que Erika siempre cortaba con tanta delicadeza, con aquellas manos suaves y
amables. Los cereales de aquel desayuno, regados con leche fresca, fueron mi
último deseo gastronómico. Mi última comida antes de la ejecución. Antes del
Abismo.
Días después acudiríamos juntos a una
cena de despedida. Ya en modo just
friends (jamás hubo mayor odiosa expresión), para decir adiós a un amigo
común que regresaba a su país de origen. Acudí sin gran entusiasmo, todavía
aturdido, enfurruñado. Mas la idea de poder compartir mesa y mantel con ella
era una fuerza poderosa todavía. Gravitacional. Ella era la madre Tierra, yo la
Luna.
A los
postres me presentó a un amigo. Y entonces lo supe de inmediato. Lo leí, sin
esfuerzo, en los carteles luminosos de su mutuo lenguaje corporal. Sus miradas,
sus roces distanciados, sus sonrisas. Traté de sosegarme, ante la visión
cristalina de mi sustituto. Abogué por la diplomacia. Saqué a empujones al
caballero español agazapado en mi interior. Acepté aquella mano grande y
blancuzca. La apreté con vigor y algo de repulsa, su tacto blando y húmedo.
Sonreí estúpidamente mientras mi estómago me pedía darle un cabezazo en las
narices, aunque tuviera que dar un saltito para lograrlo. Para a continuación
patearle los riñones, con urgencia, sin remilgos.
Tras unas copas, bailes y risas los
comensales se fueron dispersando. Discotecas, hogares o largos paseos, fueron
las alternativas elegidas. Nosotros tres nos despedimos con premura, incómodos,
con ademán nervioso. Tomamos una dirección diferente cada uno. Traté de no
pensar. El alcohol no es buen amigo del intelecto. Enfilé la acera que bordea
los jardines de Princes Street. Al
fondo, majestuoso, en la penumbra, vigía poderoso, el Castillo de Edimburgo
sobre su atalaya de roca volcánica. Doblé al fondo, a la izquierda, por Lothian Road. Allí estaba la parada de
autobús que me llevaría a casa, a dormirla y olvidar. Enterrarme bajo el
edredón y soñar que todo fue un sueño.
Somnoliento
y exhausto alcé la cabeza.
Y allí
estaba. Su figura esbelta, abrigo largo, botas puntiagudas. Allí estaba él,
bajo aquella maldita farola.
(…
continuará)
Seguiré pendiente 😉
ResponderEliminarBesos.