"Todo empezó
Una mañana toledana
Llegó a su puerta
Y picó el botón
Del piso al que llamaba
Tembló una voz
Y le sobraron las palabras”
Y se hizo el Silencio. Con mayúscula. Desapareció el bip bip de sus mensajes de texto. El na na ná de Kylie Minogue ya no significaba su voz inmediata, su risa de niña traviesa, sus bromas, su hola guappo que hacía temblar mis piernas.
Una mañana toledana
Llegó a su puerta
Y picó el botón
Del piso al que llamaba
Tembló una voz
Y le sobraron las palabras”
Y se hizo el Silencio. Con mayúscula. Desapareció el bip bip de sus mensajes de texto. El na na ná de Kylie Minogue ya no significaba su voz inmediata, su risa de niña traviesa, sus bromas, su hola guappo que hacía temblar mis piernas.
Y se hizo el
Silencio. Fui extraído de su entorno como el aire de un sobre de jamón ibérico
al vacío. Sin contemplaciones, sin piedad. De un tirón, como quien retira una
vieja tirita. Con la intención de no dañar. Sólo que la herida aún sangraba.
Tan fresca, tan reciente.
“You mean the
world to me”. Dijo, sus grandes ojos verdes abnegados de lágrimas, tornando
castaños, quizás por pena, por la tristeza provocada, por la flecha disparada.
Lo significas todo para mí; fue su frase de despedida, la lápida sobre una
fugaz relación, el final del cuento de hadas montado en 3D por mi estúpida
imaginación. “You mean the world to me, pero lo que no
puede ser, no puede ser, y además es imposible”, habría añadido si su español hubiera
madurado en barrica riojana.
̶
Pásate el sábado por la mañana. ¿A las once? ¿Está bueno para ti?
Así acordamos
mi última visita a su casa. Recoger mis cuatro cosas. Dejar aquello de manera
civilizada. Quizás un último abrazo. Tal vez un beso fugaz. Aspirar su cabello.
Ahogarme en sus pozuelos de líquida esmeralda. Rozar su mejilla con la yema de
mis dedos.
Y el sábado,
ante mí, se abrió el Abismo.
̶ Soy yo.
̶ Ah, Jorge, ehh, sí, ¿ya viniste?, sube, sube ("no te quedes ahí parado").
Aquella
escena, ante el portal de su casa, pulsando el botoncito del portero
automático, marcó como una cuchillada uno
de los temas de Estopa. Lo encadenó para siempre dentro de mi alma. Condenándolo,
sin remedio, a su recuerdo, a su voz, sus atropelladas palabras. La asociación
era falsa. No hubo engaño. No hubo traición. Aquella fatídica noche ya no estábamos juntos. Mas el corazón enamorado no
entiende de hojas de calendario.
“Ella
le invitó a subir
Diciendo entra
No te quedes ahí parado
Y él se dio cuenta”
Diciendo entra
No te quedes ahí parado
Y él se dio cuenta”
Un
desagradable prrr franqueó mi acceso
al edificio. La luz iluminó el zaguán por arte de magia, más bien por algún
tipo de detector de movimiento. Los buzones abrían sus fauces, riendo a
carcajadas, señalándome con sus pequeñas cerraduras. Subí aquellos tramos de
escalera más despacio que nunca. Esta vez sin la intención de saborear el
momento, tan sólo retrasar lo inaplazable. Mis pies gritaban de dolor. Las
piernas, pesadas como si en lugar de vaqueros vistiese unos pantalones de
montaña, con mosquetones, piqueta, pala y otros artilugios colgando del
cinturón. Mi mano, carente de tacto,
dormida, un ejército de hormigas recorriendo sus dedos, ¿congelada por la
gelidez de la escalada?, se apoyaba en la barandilla metálica. Sólo faltaba el
casco, que me protegiera, me aislara de una realidad imposible de ocultar.
Subía, escalón a escalón, respirando despacio, como si estuviera ascendiendo el
Aconcagua, en vez de al segundo izquierda.
Abrió la puerta
casi al instante de que hollara la cima. Como si hubiera intuido mi presencia,
escuchado mis lúgubres pisadas, mi áspera respiración, o quizás observara mi
borrosa imagen tras la mirilla.
"Que
estaba mintiendo
Que le había engañado
Que estaba mintiendo
Que le había engañado”
Que le había engañado
Que estaba mintiendo
Que le había engañado”
Tenía el
cabello húmedo, suelto. Lucía una camiseta de andar por casa, junto a unos
pantalones ajados que ya nunca verían la calle. Iba descalza. No pude evitar
reparar en sus pequeños dedos separados. Siempre llamaron mi atención. Hubiera matado por acariciarlos.
̶ Pasa, estoy secando pelo. ¿Quieres tomar algo, un vaso de agua?
Eso dijo. Así
lo pronunció, con esa mínima incorrección, ese pequeño secuestro de vocablos
que me volvía loco. Y aquello fue lo que me ofreció, un vaso de agua. Tal vez
deseaba recompensar mi escalada, quizás intuyó que me ahogaba, que el oxígeno
no alcanzaba mis pulmones por más que lo intentara.
̶ No, gracias ̶ contestó la estupidez en forma de orgullo.
Entonces lo
noté, por primera vez. La forma de mirarme. Sus ojos se encontraban con los
míos, huían, se lanzaban a través de la ventana, regresaban y volvían a
encontrar mi mirada. Se movía a pasitos pequeños. Manejaba el secador con manos
temblorosas. Lo apagó, dejándolo sobre el edredón. Absurdamente pensé en advertirle
del riesgo que ello entrañaba. Mis labios no se abrieron. No pude más. Aquello
me estaba rompiendo por dentro. Su distancia, el escudo invisible e
impenetrable, sus brazos pegados al cuerpo y, sin embargo, extendidos hacia mí
con un mudo alarido: ¡no te acerques, no me toques!
Y al fin, lo
comprendo.
Es miedo.
Temor físico por mi masculina presencia. Y me quiero morir. Deseo saltar dentro
del agujero negro de ese puto Abismo que se ha abierto ante mí, perderme en la
profundidad de su ojo oscuro, camino de la nada.
No puedo más.
No lo soporto. Abismo. Oscuridad. Perdición.
̶ Erika. Soy yo eh. Soy Jorge. No voy a hacerte nada. Jamás te haría daño.
̶ Lo sé. Lo sé. Perdona. De verdad. Estoy nerviosa. Es difícil para mí. Tú no creas.
Silencio.
Unos segundos disfrazados de horas.
Lo rompe una
sintonía de teléfono móvil. Corta. Por duplicado. Desde su móvil.
Se agacha
para cogerlo. Reposa sobre la mesita de noche, a su alcance. Echa un rápido
vistazo a la pequeña pantalla que permanece iluminada, sin tiempo a apagarse.
Teclea con dedos hábiles. Apenas unos segundos.
Ante su
sorpresa, y la mía propia, sonrío. Recordando. Cuando le dije por teléfono que
sabía que Mr. Farola la había visitado aquella noche. Que yo tenía la certeza
de que él era más que un amigo, Erika
quedó asombrada. Casi pude ver su boca abierta a través de la línea invisible
de nuestros móviles. Los españoles sois algo brujos. Dijo. Veis cosas sin
verlas. Concluyó.
Una vez más,
mi instinto lo dice a gritos. Leo, sin alcanzar a verlo, el intercambio de esemeses como si estuviera escrito con
tiza, a gruesos trazos, sobre un gigantesco encerado detrás de nosotros:
(Mr. Farola): ̶ ¿Todo ok? ̶ teclea agazapado tras el volante de su coche, abajo, en el aparcamiento.
(Erika): ̶ Sí, ok.
Se lo hago saber a ella. Trato de
mostrarme tranquilo, sonrío. Las manos en los bolsillos. Nuevamente se
sorprende. Su ingenuidad kiwi me
enternece, una vez más.
̶ Dile que esté tranquilo. Ya me voy.
…
… … …
…
Ha
sido una experiencia difícil para mí, recordar todo aquello. Tantos y tantos
años después. La exageración, junto al humor e imaginación, a menudo fieles
escuderos, han tratado de ayudarme. Erika siguió en mi vida, de una forma u
otra. Incluso me acompañó a España, conoció a mi familia. Maravilló, con
aquella dulzura, a mi padre, unos pocos meses antes de que él se fuera para siempre, dejándome
solo ante el mundo. Velando por mí, ya junto a mi madre, desde allá arriba, en
un aula celestial repleta de alumnos que tendrán seis años de edad eternamente.
Erika
persistió en mi existencia. Nunca la abandonó. Tiempo, silencios, distancia,
otros amores, alegrías, desgracias. Nada la borró del recuerdo de aquel 2005. Y
wassap, invento del Maligno, obra el
milagro de la continuidad.
Erika, si algún día te ves reflejada
en estas humildes líneas: gracias por tu vida.
Sabía que iba a sufrir, pero no esperaba que fuese tanto 😢
ResponderEliminarMe gusta mucho cómo escribes y describes las cosas, los sentimientos, las situaciones, a las personas...
Besos.
Gracias, siempre, por tus palabras. Hay temas que me tocan más que otros. Supongo que eso sale a relucir también en mi escritura.
ResponderEliminarEl blog, los recuerdos,estas batallitas a las que denomino Fargaditas (por mi nickname, Fargo) me ayudan a evadirme de las cosas negativas del día a día, especialmente en estos duros tiempos de pandemia. Cierro los ojos, me veo allá solo, caminando bajo el chirimiri, contra el viento, a través de North Bridge, contemplando el castillo de Edimburgo a mi derecha. Y por unos instantes estoy allá realmente. Y soy feliz.
Gracias por seguir ahí.
Un abrazo
Es bonito y beneficioso tener recueros que nos hagan felices, que nos transporten a otro lugar o situación con solo cerrar los ojos.
EliminarBesos.