lunes, 8 de abril de 2019

F108 - De madrastras y jovencitas (marzo 2005)


Estrujo mis neuronas, una y otra vez, mas se hacen las distraídas, dándome la espalda, buscando cualquier otra conexión no solicitada. Se burlan de mis intentonas por recordar, rencorosas,  echándome en cara los litros de cerveza, vino en calimocho y ron de cubatita, que regaron mis jóvenes venas, allá en otro tiempo, en otra vida. O tal vez tan sólo obedezcan unas reglas, consistentes en que únicamente recordemos lo deseado, lo que nos causó entusiasmo en su día, aquello que nos desató curiosidad, dejando así que el enorme rodillo del olvido aplaste lo no apreciado, lo aburrido, lo mordido por la rutina y la desidia.

Estrujo mis neuronas, pero no logro materializar aquellas lecciones, los consejos de las profesoras, apenas acaso los rostros de alguno de mis compañeros y algún que otro nombre. Únicamente alcanzo a visualizar aquella mesa grande y absurda, alrededor de la cual nos sentábamos, ocho, diez, o quizás doce personas, la mayoría femenina, la juventud también prevalecía. Fueron clases sin brillo, carentes de misterio. Clases llenas de folios y más folios, repartidos para su posterior lectura, estudio y olvido. Clases con algún que otro vídeo soporífero, insulsa presentación o power point plano, a dos colores, sin pegada, sin alma. Para colmo, todo ello bajo la tiranía de aquella señora. Nuestra tutora y profesora de varias asignaturas: Angela, la Dama de Hielo.

Edad difícil de estimar, los cincuenta le quedaron atrás hace tiempo. De cabello rubio ajado, ojos fríos y azules, de océano abierto. Maquillaje discreto, siempre trajeada, o al menos chaqueta y pantalón. Espalda recta, como si le hubieran enseñado a caminar con un grueso libro sobre la cabeza. Postura regia. Altísima, más larga que un día sin pan, la describirían en mi pueblo. Seria, rozando la arrogancia, su fuerte acento delata su origen germánico. Su metodología trazada con regla y cartabón, cuadriculada como apunta el tópico: esto se realiza de dos posibles maneras: a la mía, o como yo os indique. Una clásica, un eslabón perdido de la vieja escuela. Ignoro cómo se traducirá al alemán el dicho tan nuestro: cuando seas padre, comerás huevos, o el despótico: porque yo lo digo, y punto. Todo un ejemplo de mentalidad abierta para las nuevas generaciones.

Sus métodos pasados de moda, sus maneras enquistadas, ridículas y obsoletas. Todos nosotros mayores de edad, algunos con canas en las patillas. Pasando lista a diario (tan sólo a falta de ponernos en pie y exclamar: ¡Presente!), marcando faltas –con consecuencias- por no haber podido completar los deberes (en un país donde la mayoría estudia y trabaja, e incluso cuidan de sus hijos –muchas single mums–). Llamando asimismo la atención, indicando la postura adecuada para sentarnos. Un regreso absurdo a la tierna infancia. A parvulitos, donde Sor Escolástica agarraba con firmeza mi pequeña mano, guiándome en el trazo de mis primeras letras: “la m, tres montañitas, una, dos y tres; la o, un circulo, desde arriba hacia abajo, otra vez para arriba, y un lacito como sombrerito; así, muy bien Jorge”. Todo un tanto absurdo en el año que corría, en aquel país, en ese moderno College.


¡Por fin es viernes!, solían vociferar, en mis tiempos mozos, los locutores de Los 40 Principales, banda sonora machacona, sosa e impuesta en numerosos comercios, bares y empresas. Aquí también lo he escuchado: At last it´s Friday!, y maquinalmente vino a mi mente, provocando de inmediato una cansada sonrisa en mi cara. Semana larga, agotadora.

Viernes, última hora de la mañana. Antesala del fin de semana, ante la propia normativa del curso de no impartir lecciones la última tarde. La Dama de Hielo, como la bauticé en mi cabeza, con mucho cariño, repite su monserga con tono hiriente para nuestros cansados oídos. ¿No callará ya esta mujer? Nadie osa hablar, ni siquiera levantar la mano para interrumpir. Bajo la batuta de la futura Madrastra de Frozen, las jovenzuelas escocesas, tan altivas e independientes en otros frentes, agachan la cabeza, se autoimponen el modo silencio, y prefieren contenerse las ganas de cambiar el agua al canario, a base de apretar las piernas, aguantando hasta el borde del desmayo, antes que pedir permiso para ir al servicio. Temerosas, quizás, de que la madrastra malvada saque por sorpresa, de su cajón, un pequeño semáforo de cartón, con su lado pintado de rojo, opuesto al otro verde, para ser colgado de la manecilla de la puerta, indicador de la presencia de un niño haciendo sus cositas –lado rojo– en el baño.

Viernes eterno. Todos escuchamos su perorata, o fingimos hacerlo. Observo a las alumnas que tengo frente a mí, al otro lado de la mesa de merendero pijo. Se trata de dos amigas íntimas, inseparables, best pals, que dicen por estos lares. Apenas cuentan con veinte años. Qué envidiable edad. Escocesas, acento cerrado, propio del barrio donde residen: Wester Hailes, territorio comanche, palabras mayores. Lucen maquillaje excesivo, uñas postizas largas y de colores llamativos, peinados con moño alto, emulando a las famosas que ven en las revistas y en los reality shows televisivos (estilo absurdo y ridículo a mis ojos tradicionales, que las hace parecer jóvenes viejas). Una de ellas, su nombre se me escapa, madre soltera, miles de fotos de su retoño guardadas en su móvil de última generación, que muestra a menudo, llena de orgullo maternal. 

Ambas amigas, sentadas muy juntas, siempre parlanchinas incansables, apenas se atreven a mirarse entre sí, no con esta señora de sargento de guardia. Katie, recuerdo el nombre de la segunda, se muestra más distraída que el resto de nosotros. Mira a la profe, sin verla. Su joven mente hace planes y cábalas con el número de horas de libertad, ocio, misterio y aventura que quedan por delante. Tal vez piense que ya va siendo hora de que Callum, ese pelirrojo con cara de golfo que vive en la otra torre gris, frente a la suya gemela, se decida a lanzarse y le susurre “ojos verdes tienes, rubia”. Si no, lo hará ella. “De este finde no pasa. Me lo cepillo”, piensa divertida, algo acalorada, hermosa como nunca. Absorta en sus ensimismamientos, no cae en la cuenta de que sus dedos balancean el bolígrafo, una y otra vez, golpeando la mesa con un rítmico y constante toc toc toc.

Angela calla de repente.

La secuencia ocurre muy rápido, como si una mano invisible hubiera presionado el botón de acelerar hacia adelante el video. En dos grandes zancadas, se coloca detrás de la joven soñadora, asoma su largo brazo por encima del hombro de ésta, y arrebata el díscolo bolígrafo de sus manos, dejándolo con fuerza sobre la mesa, plof, frente al enésimo taco de folios repartido, en perfecta línea paralela con el extremo superior de éste. “¡El bolígrafo, o lapicero, deben colocarse así, cuando no sean utilizados!”, exclama, elevando la voz más de lo deseado.

El silencio es absoluto.

Katie mira a un extremo y al otro, fugazmente cruza su angustiada mirada con la mía. Su joven rostro, más aniñado todavía, colorado a juego con su boca. No responde, no se mueve, no se atreve. Conoce cómo se las gasta la bruja nazi (tal como la apodan ellas), y necesita ese maldito título para lograrse un futuro, tal vez de guía turística  ̶ labia no me falta ̶  en uno de esos autobuses rojos descapotables, tan chulos, que circulan despacio por la ciudad, allá lejos del barrio, lejos de las torres, de la miseria. Tan sólo alcanza a mover sus mudos labios, húmedos y brillantes, de intenso carmesí. Desde el otro lado de la mesa, parapetado tras mi correspondiente taco de folios, leo sin dificultad en ellos:

̶ What the fuck!

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