Estrujo mis neuronas, una y otra
vez, mas se hacen las distraídas, dándome la espalda, buscando cualquier otra
conexión no solicitada. Se burlan de mis intentonas por recordar,
rencorosas, echándome en cara los litros
de cerveza, vino en calimocho y ron de cubatita,
que regaron mis jóvenes venas, allá en otro tiempo, en otra vida. O tal vez tan
sólo obedezcan unas reglas, consistentes en que únicamente recordemos lo
deseado, lo que nos causó entusiasmo en su día, aquello que nos desató
curiosidad, dejando así que el enorme rodillo del olvido aplaste lo no
apreciado, lo aburrido, lo mordido por la rutina y la desidia.
Estrujo mis neuronas, pero no logro
materializar aquellas lecciones, los consejos de las profesoras, apenas acaso
los rostros de alguno de mis compañeros y algún que otro nombre. Únicamente alcanzo
a visualizar aquella mesa grande y absurda, alrededor de la cual nos
sentábamos, ocho, diez, o quizás doce personas, la mayoría femenina, la
juventud también prevalecía. Fueron clases sin brillo, carentes de misterio.
Clases llenas de folios y más folios, repartidos para su posterior lectura,
estudio y olvido. Clases con algún que otro vídeo soporífero, insulsa presentación
o power point plano, a dos colores,
sin pegada, sin alma. Para colmo, todo ello bajo la tiranía de aquella señora.
Nuestra tutora y profesora de varias asignaturas: Angela, la Dama de Hielo.
Edad difícil de estimar, los
cincuenta le quedaron atrás hace tiempo. De cabello rubio ajado, ojos fríos y
azules, de océano abierto. Maquillaje discreto, siempre trajeada, o al menos
chaqueta y pantalón. Espalda recta, como si le hubieran enseñado a caminar con
un grueso libro sobre la cabeza. Postura regia. Altísima, más larga que un día sin pan, la
describirían en mi pueblo. Seria, rozando la arrogancia, su fuerte acento
delata su origen germánico. Su metodología trazada con regla y cartabón,
cuadriculada como apunta el tópico: esto se realiza de dos posibles maneras: a
la mía, o como yo os indique. Una clásica, un eslabón perdido de la vieja escuela.
Ignoro cómo se traducirá al alemán el dicho tan nuestro: cuando seas padre, comerás huevos, o el despótico: porque yo lo digo, y punto. Todo un
ejemplo de mentalidad abierta para las nuevas generaciones.
Sus métodos pasados de moda, sus
maneras enquistadas, ridículas y obsoletas. Todos nosotros mayores de edad,
algunos con canas en las patillas. Pasando lista a diario (tan sólo a falta de
ponernos en pie y exclamar: ¡Presente!),
marcando faltas –con consecuencias- por no haber podido completar los deberes
(en un país donde la mayoría estudia y trabaja, e incluso cuidan de sus hijos –muchas
single mums–). Llamando asimismo la
atención, indicando la postura adecuada para sentarnos. Un regreso absurdo a la
tierna infancia. A parvulitos, donde Sor Escolástica agarraba con firmeza mi
pequeña mano, guiándome en el trazo de mis primeras letras: “la m, tres montañitas, una, dos y tres; la o, un circulo, desde arriba hacia abajo,
otra vez para arriba, y un lacito como sombrerito; así, muy bien Jorge”. Todo
un tanto absurdo en el año que corría, en aquel país, en ese moderno College.
…
¡Por fin es viernes!, solían
vociferar, en mis tiempos mozos, los locutores de Los 40 Principales, banda
sonora machacona, sosa e impuesta en numerosos comercios, bares y empresas.
Aquí también lo he escuchado: At last
it´s Friday!, y maquinalmente vino a mi mente, provocando de inmediato una
cansada sonrisa en mi cara. Semana larga, agotadora.
Viernes, última hora de la mañana.
Antesala del fin de semana, ante la propia normativa del curso de no impartir
lecciones la última tarde. La Dama de Hielo, como la bauticé en mi cabeza, con
mucho cariño, repite su monserga con tono hiriente para nuestros cansados oídos.
¿No callará ya esta mujer? Nadie osa hablar, ni siquiera levantar la mano para
interrumpir. Bajo la batuta de la futura Madrastra de Frozen, las jovenzuelas
escocesas, tan altivas e independientes en otros frentes, agachan la cabeza, se
autoimponen el modo silencio, y prefieren contenerse las ganas de cambiar el
agua al canario, a base de apretar las piernas, aguantando hasta el borde del
desmayo, antes que pedir permiso para ir al servicio. Temerosas, quizás, de que
la madrastra malvada saque por sorpresa, de su cajón, un pequeño semáforo de
cartón, con su lado pintado de rojo, opuesto al otro verde, para ser colgado de
la manecilla de la puerta, indicador de la presencia de un niño haciendo sus
cositas –lado rojo– en el baño.
Viernes eterno. Todos escuchamos su
perorata, o fingimos hacerlo. Observo a las alumnas que tengo frente a mí, al
otro lado de la mesa de merendero pijo. Se trata de dos amigas íntimas,
inseparables, best pals, que dicen
por estos lares. Apenas cuentan con veinte años. Qué envidiable edad.
Escocesas, acento cerrado, propio del barrio donde residen: Wester Hailes, territorio comanche,
palabras mayores. Lucen maquillaje excesivo, uñas postizas largas y de colores
llamativos, peinados con moño alto, emulando a las famosas que ven en las
revistas y en los reality shows
televisivos (estilo absurdo y ridículo a mis ojos tradicionales, que las hace
parecer jóvenes viejas). Una de ellas, su nombre se me escapa, madre soltera,
miles de fotos de su retoño guardadas en su móvil de última generación, que
muestra a menudo, llena de orgullo maternal.
Ambas amigas, sentadas muy juntas,
siempre parlanchinas incansables, apenas se atreven a mirarse entre sí, no con
esta señora de sargento de guardia. Katie, recuerdo el nombre de la segunda, se
muestra más distraída que el resto de nosotros. Mira a la profe, sin verla. Su
joven mente hace planes y cábalas con el número de horas de libertad, ocio,
misterio y aventura que quedan por delante. Tal vez piense que ya va siendo
hora de que Callum, ese pelirrojo con cara de golfo que vive en la otra torre
gris, frente a la suya gemela, se decida a lanzarse y le susurre “ojos verdes
tienes, rubia”. Si no, lo hará ella. “De
este finde no pasa. Me lo cepillo”, piensa divertida, algo acalorada,
hermosa como nunca. Absorta en sus ensimismamientos, no cae en la cuenta de que
sus dedos balancean el bolígrafo, una y otra vez, golpeando la mesa con un
rítmico y constante toc toc toc.
Angela calla de repente.
La secuencia ocurre muy rápido,
como si una mano invisible hubiera presionado el botón de acelerar hacia
adelante el video. En dos grandes zancadas, se coloca detrás de la joven
soñadora, asoma su largo brazo por encima del hombro de ésta, y arrebata el díscolo
bolígrafo de sus manos, dejándolo con fuerza sobre la mesa, plof, frente al enésimo taco de folios
repartido, en perfecta línea paralela con el extremo superior de éste. “¡El bolígrafo, o lapicero, deben colocarse
así, cuando no sean utilizados!”, exclama, elevando la voz más de lo
deseado.
El silencio es absoluto.
Katie mira a un extremo y al otro,
fugazmente cruza su angustiada mirada con la mía. Su joven rostro, más aniñado
todavía, colorado a juego con su boca. No responde, no se mueve, no se atreve.
Conoce cómo se las gasta la bruja nazi
(tal como la apodan ellas), y necesita ese maldito título para lograrse un
futuro, tal vez de guía turística ̶ labia no me falta ̶ en uno de esos autobuses rojos descapotables,
tan chulos, que circulan despacio por la ciudad, allá lejos del barrio, lejos
de las torres, de la miseria. Tan sólo alcanza a mover sus mudos labios,
húmedos y brillantes, de intenso carmesí. Desde el otro lado de la mesa,
parapetado tras mi correspondiente taco de folios, leo sin dificultad en ellos:
̶ What the fuck!
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