Tras unos breves instantes de meditación, abrí los ojos y
contemplé aquel gran almacén. Dos cámaras enormes ̶ una de ellas a gélida temperatura ̶
comunicantes, a través de un portalón con anchas tiras de grueso
plástico translúcido, colgando a modo de cortina. Dos cuartos abarrotados de
mercancía, numerosos palés cargados al borde del colapso, jaulas con paquetes
de cartón de diferentes productos, más cajas y cajas por todas partes, de
fruta, verduras, hortalizas… “Tranquilo, Jorge, tienes toda la noche por
delante”, traté de infundirme ánimo.
Me
otorgaron el puesto. Acabó la pesada incertidumbre. Terminó aquel agobio que
acechaba mi cama, cada madrugada: amanece un nuevo día, se acerca la fecha de
pago del alquiler, continúo sin trabajo, el cerdito-hucha comienza a darme
evasivas, gruñendo enfadado y famélico.
Quizás
no fuera un puesto para tirar cohetes, que dicen en mi pueblo. Carecía de glamur,
de excelencia, de atractivo, pero lo afronté con entusiasmo. Me coloqué la
careta de la ilusión y procuré acudir cada noche a aquel gigantesco pabellón
con una sonrisa en el rostro, la mente abierta y el alma ligera. Traté con
todas mis fuerzas de revivir el espíritu con el que aterricé en la bella
Edimburgo. Si fui capaz de disfrutar fregando platos, puliendo suelos,
preparando tostadas y tés a destajo, también podré mostrar júbilo cargando
cajas, colocando frutas y verduras por doquier, atendiendo a los pocos clientes
nocturnos en busca del producto perdido. Tan sólo necesitaba creerlo
firmemente, meterme en el papel que me habían adjudicado. Sentir aquel uniforme
verdinegro como si fuera mi vieja e infantil vestimenta merengue: saltar a este
nuevo campo y darlo todo por el equipo. Si toda esta motivación simplona
fallaba, siempre quedaba el manido recurso: piensa en el cheque semanal, another day, another dollar, como bien
me repetía cada noche el jefe de cocina en mis comienzos migratorios.
El
contrato era a tiempo parcial y de jornadas nocturnas. A la hora de firmarlo no
di saltos de alegría. Las noches se hicieron para dormir, o salir de copas, u
otros menesteres igual de placenteros, o más, como comer chocolate, digo. Sin
embargo, tanto tiempo en el dique seco laboral convirtió mi inicial apatía en
ligero entusiasmo. Por otro lado, dispondría de días libres para acudir al
instituto, donde continuaría mis turísticos e italianos estudios, las
presentaciones en inglés (cámara de Gran Marrano presente), las quedadas en
tiempo de asueto, los cafés con Dominica.
Craig
se convirtió en mi sombra durante las primeras noches de trabajo. Veinteañero,
escocés, alto y delgado como un modelo de Primark. De cabello rubio, luciendo una
cresta con mechas verdosas, al puro estilo Beckham. Mirada hambrienta de
cocodrilo con ojos esmeralda. Los achinaba ligeramente cuando flirteaba con
alguna compañera, o con las clientas jovenzuelas. Ellas quedaban paralizadas en
el sitio, sonrisa tontuna, ligero temblor de labios. Si en aquel momento les
hubiera hecho un guiño, o lanzado un volador beso, habrían caído desmayadas o,
en el más leve de los casos, el cierre de sus sostenes habría saltado plof, como por arte de magia. ¡Vamos, ni
el mismísimo Mago Pop, hoy en día!
La
tarea carecía de misterio. No era necesario poseer un máster en Ingeniería
Aeronaútica para llevarla a cabo, pero cada labor esconde sus truquillos. Ahí
entraba el bueno de Craig. Él fue el encargado de mostrarme la pista de despegue,
con sus lucecitas, sus líneas, señales, dirección y fuerza del viento. Craig se
convirtió en mi guía de iniciación, mi instructor de vuelo, mi buddy que dicen por estos lares (incluso
para enseñarte a fregar suelos te asignan uno). Con su compañía, la faena
resultaba amena, entretenida, posible. Poseía un carácter afable, siempre
sonriente; mostraba curiosidad por mi persona, mi país, mi idioma… por las
jovencitas de Ibiza (le costó asimilar que la isla perteneciera a España).
̶ Ye´re
riidy ta fly alaine, Jorge! ̶ dijo
un buen día, más bien madrugada, con aquel escocés cerrado. ¿Preparado para
volar solo?, pensé en voz alta, entre las blancas paredes de aquel vasto cuarto
frigorífico, a la noche siguiente, tras abrir los párpados y contemplar todos aquellos
palés. Me calcé los guantes, apreté la hebilla del cinturón, tragué saliva, y
exclamé: ¡Vamos, al toro!
El
idilio duró poco más de tres años. Dos de ellos reponiendo tomates, pepinos,
ensaladas envasadas; construyendo montañas de brócoli, berzas, zanahorias y
plátanos (bananas, las denominan
aquí, mientras que a la banana caribeña de importación la llaman plantain, tan sólo por darse
importancia. ¿Pero que cabe esperar de esta gente que circula por el sentido
contrario, e instala en sus baños la grifería de agua fría/caliente de manera
inversa?) . Dos años de acarrear, levantar y distribuir cientos, miles de cajas
de manzanas, naranjas, peras, melones, patatas, y un sinfín de productos
vegetales. A punto estuve de convertirme en el primer asesino en serie de
veganos. Frente al espejo de los Servicios, contemplaba con dureza e
indignación a aquel sujeto de ridículo uniforme, y apuntándole con el dedo
índice, a modo de pistolón del 45, le gritaba: ¿Hablas conmigo, maldito comehierbas? A veces peregrinaba a la
sección de carnicería (la de pescado era de una tristeza desoladora) y
permanecía de pie, frente al expositor acristalado, la mirada fija en los
grandes lomos de cerdo dispuestos para ser fileteados, y dos lagrimones
recorrían mis pálidas mejillas. Del cerdo, hasta los andares, pensaba,
retornando a mi triste reino vegetariano. Dos años de sudor y dolores
musculares. Mas asimismo de diversión, camaradería, ilusión y felicidad.
Sí,
fui feliz en el Tesda. Aquel mega-hiper-mercado con nombre de Unidad Policial de
Explosivos. Tras mi periplo por el mundillo vegetal, los últimos doce meses me
pusieron galones en las hombreras y fui ascendido a Cajero a tiempo completo.
El summum del éxito para un reponedor guiri de pueblo. Horas y horas de monótono
y soporífero escaneo: biip, biip, biip,
de calentar el asiento de aquel incómodo taburete acolchado, de saludar,
sonreír, agradecer, ofrecer bolsas y ofertas.
Tras
tres años de relación, el amor se fue diluyendo en el oscuro líquido de la
rutina. Se avistaban nubarrones en el futuro cercano. Surgió la suspicacia,
el reproche y alguna que otra bajeza. La diversión y el buen rollito se
ocultaron tras las cortinas de la desconfianza. Así que un buen día, inflé mi
pecho con el aire del orgullo, di la mano a mi jefa, entregué la misiva de
renuncia al Jefe Mayor del Reino, y les espeté: señores, ha sido un placer, me
muestro encantado de haber formado parte de esta Gran Familia, y henchido de
orgullo y satisfacción (en plan Rey Emérito) de haber sido un miembro más del
mejor supermercado de toda Escocia, Reino Unido y de todo el mundo mundial. Mas mi atolondrada mente me
indica que he de volar a nuevos pastos. Ahí se quedan ustedes, agur, Ben-Hur. De nuevo al frío de la calle, a la
incertidumbre, a las noches en vela, a la búsqueda.
Pero
todavía queda mucho por relatar hasta la llegada de aquella fatídica fecha. No
abandonen, ni se me duerman.
Pues si que aguantaste, tres años!!! uffff
ResponderEliminarBueno. Lo duro fue durante los primeros meses. Luego cambiaron las condiciones, horario, etc. Pero no puedo adelantarte más.
ResponderEliminarGracias por estar siempre ahí, y además comentar.
Un saludo