jueves, 21 de marzo de 2019

F107 - Soñando matar vegetarianos (marzo 2005)


Tras unos breves instantes de meditación, abrí los ojos y contemplé aquel gran almacén. Dos cámaras enormes   ̶  una de ellas a gélida temperatura  ̶  comunicantes, a través de un portalón con anchas tiras de grueso plástico translúcido, colgando a modo de cortina. Dos cuartos abarrotados de mercancía, numerosos palés cargados al borde del colapso, jaulas con paquetes de cartón de diferentes productos, más cajas y cajas por todas partes, de fruta, verduras, hortalizas… “Tranquilo, Jorge, tienes toda la noche por delante”, traté de infundirme ánimo.

Me otorgaron el puesto. Acabó la pesada incertidumbre. Terminó aquel agobio que acechaba mi cama, cada madrugada: amanece un nuevo día, se acerca la fecha de pago del alquiler, continúo sin trabajo, el cerdito-hucha comienza a darme evasivas, gruñendo enfadado y famélico.

Quizás no fuera un puesto para tirar cohetes, que dicen en mi pueblo. Carecía de glamur, de excelencia, de atractivo, pero lo afronté con entusiasmo. Me coloqué la careta de la ilusión y procuré acudir cada noche a aquel gigantesco pabellón con una sonrisa en el rostro, la mente abierta y el alma ligera. Traté con todas mis fuerzas de revivir el espíritu con el que aterricé en la bella Edimburgo. Si fui capaz de disfrutar fregando platos, puliendo suelos, preparando tostadas y tés a destajo, también podré mostrar júbilo cargando cajas, colocando frutas y verduras por doquier, atendiendo a los pocos clientes nocturnos en busca del producto perdido. Tan sólo necesitaba creerlo firmemente, meterme en el papel que me habían adjudicado. Sentir aquel uniforme verdinegro como si fuera mi vieja e infantil vestimenta merengue: saltar a este nuevo campo y darlo todo por el equipo. Si toda esta motivación simplona fallaba, siempre quedaba el manido recurso: piensa en el cheque semanal, another day, another dollar, como bien me repetía cada noche el jefe de cocina en mis comienzos migratorios.

El contrato era a tiempo parcial y de jornadas nocturnas. A la hora de firmarlo no di saltos de alegría. Las noches se hicieron para dormir, o salir de copas, u otros menesteres igual de placenteros, o más, como comer chocolate, digo. Sin embargo, tanto tiempo en el dique seco laboral convirtió mi inicial apatía en ligero entusiasmo. Por otro lado, dispondría de días libres para acudir al instituto, donde continuaría mis turísticos e italianos estudios, las presentaciones en inglés (cámara de Gran Marrano presente), las quedadas en tiempo de asueto, los cafés con Dominica.

Craig se convirtió en mi sombra durante las primeras noches de trabajo. Veinteañero, escocés, alto y delgado como un modelo de Primark. De cabello rubio, luciendo una cresta con mechas verdosas, al puro estilo Beckham. Mirada hambrienta de cocodrilo con ojos esmeralda. Los achinaba ligeramente cuando flirteaba con alguna compañera, o con las clientas jovenzuelas. Ellas quedaban paralizadas en el sitio, sonrisa tontuna, ligero temblor de labios. Si en aquel momento les hubiera hecho un guiño, o lanzado un volador beso, habrían caído desmayadas o, en el más leve de los casos, el cierre de sus sostenes habría saltado plof, como por arte de magia. ¡Vamos, ni el mismísimo Mago Pop, hoy en día!

La tarea carecía de misterio. No era necesario poseer un máster en Ingeniería Aeronaútica para llevarla a cabo, pero cada labor esconde sus truquillos. Ahí entraba el bueno de Craig. Él fue el encargado de mostrarme la pista de despegue, con sus lucecitas, sus líneas, señales, dirección y fuerza del viento. Craig se convirtió en mi guía de iniciación, mi instructor de vuelo, mi buddy que dicen por estos lares (incluso para enseñarte a fregar suelos te asignan uno). Con su compañía, la faena resultaba amena, entretenida, posible. Poseía un carácter afable, siempre sonriente; mostraba curiosidad por mi persona, mi país, mi idioma… por las jovencitas de Ibiza (le costó asimilar que la isla perteneciera a España).

̶  Ye´re riidy ta fly alaine, Jorge!  ̶  dijo un buen día, más bien madrugada, con aquel escocés cerrado. ¿Preparado para volar solo?, pensé en voz alta, entre las blancas paredes de aquel vasto cuarto frigorífico, a la noche siguiente, tras abrir los párpados y contemplar todos aquellos palés. Me calcé los guantes, apreté la hebilla del cinturón, tragué saliva, y exclamé: ¡Vamos, al toro!

El idilio duró poco más de tres años. Dos de ellos reponiendo tomates, pepinos, ensaladas envasadas; construyendo montañas de brócoli, berzas, zanahorias y plátanos (bananas, las denominan aquí, mientras que a la banana caribeña de importación la llaman plantain, tan sólo por darse importancia. ¿Pero que cabe esperar de esta gente que circula por el sentido contrario, e instala en sus baños la grifería de agua fría/caliente de manera inversa?) . Dos años de acarrear, levantar y distribuir cientos, miles de cajas de manzanas, naranjas, peras, melones, patatas, y un sinfín de productos vegetales. A punto estuve de convertirme en el primer asesino en serie de veganos. Frente al espejo de los Servicios, contemplaba con dureza e indignación a aquel sujeto de ridículo uniforme, y apuntándole con el dedo índice, a modo de pistolón del 45, le gritaba: ¿Hablas conmigo, maldito comehierbas? A veces peregrinaba a la sección de carnicería (la de pescado era de una tristeza desoladora) y permanecía de pie, frente al expositor acristalado, la mirada fija en los grandes lomos de cerdo dispuestos para ser fileteados, y dos lagrimones recorrían mis pálidas mejillas. Del cerdo, hasta los andares, pensaba, retornando a mi triste reino vegetariano. Dos años de sudor y dolores musculares. Mas asimismo de diversión, camaradería, ilusión y felicidad.

Sí, fui feliz en el Tesda. Aquel mega-hiper-mercado con nombre de Unidad Policial de Explosivos. Tras mi periplo por el mundillo vegetal, los últimos doce meses me pusieron galones en las hombreras y fui ascendido a Cajero a tiempo completo. El summum del éxito para un reponedor guiri de pueblo. Horas y horas de monótono y soporífero escaneo: biip, biip, biip, de calentar el asiento de aquel incómodo taburete acolchado, de saludar, sonreír, agradecer, ofrecer bolsas y ofertas.

Tras tres años de relación, el amor se fue diluyendo en el oscuro líquido de la rutina. Se avistaban nubarrones en el futuro cercano. Surgió la suspicacia, el reproche y alguna que otra bajeza. La diversión y el buen rollito se ocultaron tras las cortinas de la desconfianza. Así que un buen día, inflé mi pecho con el aire del orgullo, di la mano a mi jefa, entregué la misiva de renuncia al Jefe Mayor del Reino, y les espeté: señores, ha sido un placer, me muestro encantado de haber formado parte de esta Gran Familia, y henchido de orgullo y satisfacción (en plan Rey Emérito) de haber sido un miembro más del mejor supermercado de toda Escocia, Reino Unido y de todo el mundo mundial. Mas mi atolondrada mente me indica que he de volar a nuevos pastos. Ahí se quedan ustedes, agur, Ben-Hur.  De nuevo al frío de la calle, a la incertidumbre, a las noches en vela, a la búsqueda.

Pero todavía queda mucho por relatar hasta la llegada de aquella fatídica fecha. No abandonen, ni se me duerman.

2 comentarios:

  1. Pues si que aguantaste, tres años!!! uffff

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  2. Bueno. Lo duro fue durante los primeros meses. Luego cambiaron las condiciones, horario, etc. Pero no puedo adelantarte más.

    Gracias por estar siempre ahí, y además comentar.

    Un saludo

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