La llamaron Dominica.
Su nombre era Dominica y me miraba como nadie lo hizo nunca.
Me miraba dulce, misteriosa, con velada admiración por alguna heroica hazaña
que no me constaba haber consumado.
Pero comencemos por el principio. El polideportivo, que hacía
las veces de gigantesca sala conferencias, estaba abarrotado. Alumnos de los
diversos cursos esperábamos, pacientes y distraídos, nuestro turno para ser fotografiados,
rellenar solicitudes varias y obtener las correspondientes acreditaciones. Una
vez superado dicho protocolo, debíamos permanecer en el salón para escuchar el
discurso de bienvenida, por parte de la directora del Instituto (College, lo denominan por estos lares).
Tras obtener mi tarjeta de identificación, pasada la prueba
de fuego de ser retratado deprisa y corriendo, con incómodos testigos, y sin
calentamiento previo, regresé a las hileras de sillas (colocadas a modo de
anfiteatro, abajo el escenario donde estaban las mesas con el papeleo, los
fotógrafos, tutores, etc.). Me mostraba apurado, aún carente del valor
necesario para echar un vistazo a aquella horrible instantánea plastificada en
mi carné, la cual años más tarde, y miles de kilómetros más lejos, provocaría
en mí nostálgicas carcajadas.
Los asientos, de plástico blanco, sujetos al suelo, no
estaban asignados, cada uno ocupaba el primero que encontrase libre en un
ajetreado ir y venir, al plató, a los servicios, a la grada. Al alcanzar el que
había sido mi sitio, antes de bajar a realizar el trámite de matriculación, lo
encontré ocupado por una señora, de edad indefinida, concentrada tras sus gafas
bifocales, leyendo uno de los folletos sobre los estudios a elegir en aquel
colegio. Eso me encanta de este país, pensé, no reparan en edad ni condición a
la hora de aceptar alumnos. Ni siquiera lo preguntan.
Alcé la vista, algo apurado, tratando de localizar algún
hueco entre todo aquel vociferante gentío.
Entonces la vi.
Dos filas más arriba, una chica me observaba, divertida ante
mi apuro. Me hizo una seña, indicando el asiento a su izquierda donde reposaba
una pequeña mochila. “Está libre”, adiviné en sus labios.
Subí aquellos escasos cuatro peldaños sin apenas rozarlos.
Aquellos ojos grandes, profundos, llenos de misterio, tiraban de mí con una
mezcla de dulzura y firmeza imposibles de eludir. Me sentí polilla volando hacia
una bombilla incandescente, volando hacia el paraíso, o hacia la muerte. Mi
voluntad anulada, mis levitantes pasos programados por un ente desconocido, mi
mente abducida por un ser superior.
Tras una rápida presentación, “Hola, me llamo Dominica, voy a
estudiar Medios y Comunicación
Audiovisual, y tú?”. Comenzamos a charlar como si nos reencontrásemos tras
haber sido separados, tiempo atrás, por un maligno conjuro preparado por algún
brujo vil, ruin y envidioso.
Su voz cálida, melosa, con un tono de gravedad que
acrecentaba su sensualidad. Sus ojos oscuros, con ese brillo que refleja la
ilusión tan sólo provocada por la juventud o por un sueño largamente
perseguido. Su sonrisa, tímida y limpia, desperezaba pequeños hoyuelos en sus
mejillas. Suaves hendiduras que aparecían y se ocultaban, cual meandros de un
Guadiana que atravesara su hermoso rostro.
Sentado a su vera, mi corazón latía cual potro salvaje,
gritándome que acariciara sus cercanos dedos, me hundiera en sus acuosos ojos
color miel ecológica y susurrara a su oído: llévame contigo, adonde quieras.
Ráptame y gastémonos el dinero del rescate en recorrer el mundo.
No es de aquí. Deduje casi de inmediato. A pesar de su
encantador acento escocés, esta chavala no es de aquí. Ese encanto, ese hablar
sosegado, como perezoso. Esa naturalidad con un extraño, sin alcohol de por
medio. Ese exótico nombre. Su piel morena, de guerrera Siux. Su cabellera
negra, lisa, de interminable longitud. No, no es de aquí.
Nunca, en toda mi vida, he deseado con tanto ímpetu el poder
borrar quince años de mi deneí. Aquella moceta tendría la edad de Kelly cuando
me incorporé a mi primer trabajo, habiendo acumulado yo otros tres años en mi
particular marcador.
De madre caribeña y padre irlandés, Dominica era
la menor de siete hermanos, el resto varones. Acostumbrada a reír, jugar,
pelear y subirse a los árboles con ellos. Me contó más adelante, cuando café
tras café, la confianza creció entre nosotros. Sus carcajadas, sinceras, sin
doblez, resonaban entre las paredes de aquella cantina colegial. Mi historia de
huída y misterio, mi extraño acento y mi supuesta veteranía en este tinglado
que llamamos vida, despertaban su curiosidad. Yo trataba de aderezar aquellos
pequeños breaks, de café en vasito de
plástico y confidencias, con tonterías y anécdotas, arrancando sus risotadas
sin camuflaje, como las que soltó tras mi pregunta al escuchar su relato de
familia numerosa: “¿Siete hermanos, tus padres no tenían televisión, o qué?
Risas de muchacha traviesa, fingiendo sonrojo y escándalo. Risas de abismo y
perdición.
Me explicó que eran creyentes. Que su familia pertenecía a
una rama de los Testigos de Jehová, o los Hermanos de Javéh, o los Mormones del
Señor, o algo parecido. Que Dios decidía sobre nuestros destinos, allanaba
nuestros caminos y nos bendecía con hijos. Que no celebraban bautizos, ni
bodas, ni cumpleaños. Festejar su nacimiento reflejaría una falta de modestia,
supondría un pecado, una ofensa al Creador. Por toda respuesta, yo ofrecía una
sonrisa respetuosa pero triste. Encogía los hombros, tratando de restar
importancia a semejante declaración. En aquel instante, le hubiera regalado una
veintena de globos enormes, rojos, amarillos, violetas, rosas,… cada uno con su
número correspondiente, le hubiera comprado una enorme tarta de veinte pisos,
llena de chocolate, nata y crema de yema, hubiera llenado su cuarto de flores,
velas, bengalas, champán y fresas, tratando de arrojar un poco de luz, e
ilusión, sobre tantos aniversarios
encerrados en las sombras de un armario, cuya llave custodiaba un dios lúgubre,
aburrido, egoísta y arcaico.
Jamás disfruté tanto de aquel brebaje parduzco, de máquina
expendedora en vasito de plástico, al que denominaban café en esa luminosa y
escandalosa cantina de Instituto. De los intervalos entre clases, siempre tan
breves, aderezados de confidencias, silencios y señales. Veladas tentaciones,
más allá de las tartas de chocolate, bizcochos y pasteles de zanahoria,
sugerentes y suculentos en el expositor cristalino sobre el mostrador.
Aquellos deliciosos cafés con Dominica.
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