Esta mañana
la bolita aterrizó en rojo y par. El sol luce orgulloso, casi ufano, y arroja
con desdén sus escasos rayos sobre la ciudad festiva. Pasen a cobrar su premio
por ventanilla. El tiempo en Agosto, en la vieja Edimburgo, es una enorme
ruleta de la fortuna: lluvia, sol, viento, nieve, granizo. Hagan juego señores.
Todo depende de la casilla donde pare la bolita caprichosa.
Por fin, alcanzo la gran avenida, Princes Street. Mi paseo de regreso
desde mi café bar favorito, en Nicolson
Street, se convirtió en un auténtico calvario. Atravesar North Bridge fue
como tratar de cruzar el mar Rojo a saco, sin la ayuda de Moisés y su cayado
mágico, o divino. Decenas, cientos, miles, millones de personas abarrotan las
aceras, la calzada, incluso hacen extraños equilibrios sobre el murete del
puente. Algún día la desgracia se hará viral en ese engendro del maligno, recién
creado, llamado yutub. Decenas,
cientos, miles, millones de turistas y una docena de lugareños recorren cada
metro cuadrado de la milla de oro, la Royal
Mile. Fotos, risas, gritos, teatrillos de calle, magia en directo,
tragedias en diferido. Es el Festival, damas y caballeros, niños y niñas.
Edimburgo está de fiesta. Acudan al gran espectáculo. Visítennos desde
cualquier lugar del mundo, por remoto que quede. Si nuestras aceras no dan abasto,
no se preocupen, invadan la calzada, escalen el castillo, súbanse a las barras
de nuestros pubs, caminen entre los estancados coches.
¡Váyanse ya a su puñetero país!
Sí, lo sé,
resulta curioso, un guiri, un extranjero, un inmigrante gritando a pleno pulmón
a la marabunta humana que regrese ya a sus respectivos hormigueros de origen.
Al menos, gritándolo con el megáfono mental. Harto ya de tanta gente. De tanta
risa. De tanto grito. De tanto teatro de calle. De tanta cámara de fotos con
patas.
¡Quiero tomar un café, sin pasar dos
horas de pie esperando turno, en mi bar preferido!
Ya agotado,
tras una mañana festiva, un sábado de asueto, lejos del gran supermercado, decido
visitar al bueno de John. Su casa en el barrio Broomhouse, más allá de las líneas del mapa turístico. En el cuarto
oscuro de la ciudad famosa. Fuera incluso de la contraportada de los magacines
propagandísticos, llenos de fotos de gaiteros, pubs tradicionales, bellas
escocesas con generoso escote y enormes jarras de cerveza y vacas peludas de
largos cuernos y mirada aburrida.
Otra fila, la enésima cola a guardar
en la acera izquierda de Princes Street.
A la espera del autobús número 3, que me dejará frente al pequeño Scotmid, junto al paso subterráneo que
cruza la circunvalación colindante con Stevenson
College.
Ella llamó mi atención de inmediato.
Una mujer de edad indefinida. No es ninguna jovencita,
tampoco una señora de mediana edad. Se mueve constantemente. Mueve los labios,
sin emitir sonido alguno, como si hablara para sí misma. Ríe. Se pone seria.
Vuelve a reír. Viste extraño, una blusa de un color rosa estridente, fucsia
eléctrico. Una minifalda ajustada, pasada de moda, de tela vaquera ajada.
Zapatos de tacón bajo. Una especie de pañuelo multicolor sujeta su cabello
enmarañado. Rizado, oscuro, y por su aspecto, temeroso del agua. Su muñeca
derecha, cubierta por un sinfín de pulseras ligeras, metálicas, que emiten un
desagradable tintineo. Un sonajero oxidado. Una puerta de tienda de antigüedades
que se abre ante su único cliente de la década. Unas gafas de sol oscuras, tipo
las Ray-Ban que usaba Sonny Crockett cuando cazaba malos en
Miami Beach, rematan el retrato robot.
Llamó mi atención al instante.
Problemas,
Jorge. Cuanto más lejos, mejor.
Rebusco, sin ganas, mi tarjeta de Lothian Buses. Al fin la localizo, entre unos papelajos en el bolsillo trasero de mis pantalones piratas. Tengo a
dos personas por delante, esperando su turno para pagar el fare al conductor. Éste los mira de soslayo, distraído. Quizás
cansado, o aburrido, de tanto saludo, de tanto pasajero, de tanto kilómetro
repetido. No presta demasiada atención. La mayoría pagamos mediante el Pase
Mensual, o tarjeta. El resto introduce el importe justo en una pequeña caja
metálica, fea y obsoleta, de color rojo. Moneda metida, moneda que ya no puedes
recuperar. Ni siquiera el chofer tiene acceso al artilugio recaudatorio.
Importe exacto, no se dan cambios. Numerosos carteles advierten del asunto. Si
el ticket cuesta una libra cincuenta y tan sólo posees una moneda de dos
libras. La empresa autobusera se embolsa tu generosa propina involuntaria de
cincuenta céntimos, sin pestañear. Cada año obtiene ganancias asombrosas
gracias a este simple, sencillo y ruin sistema de atraco al ciudadano.
Ya sólo me precede un tipo. Busca monedas sueltas en su
bolsillo. Habla solo, o quizás con el chofer que mira absorto algo en el
salpicadero. Quizás el reloj, cuyos números se declararon en huelga, haciendo
una sentada de protesta. No se mueven, los jodidos. Piensa el pobre hombre. En
estas, la chica-señorita-señora nos hace un adelantamiento por la derecha, sin
intermitentes ni nada, que ni el mismísimo Fernando Alonso en sus tiempos en
Renault. Pasa estirada, mirando hacia adelante, como si todo aquello no fuera
con ella. No hace amago de echar mano al monedero. Carece de bolso. No muestra
ningún day-ticket, ninguna Tarjeta
Mensual. Vamos, que la agente de Anticorrupción de Miami se ha hecho un sin-pa en toda regla. El conductor sigue
empujando el minutero mentalmente. La telequinesia no funciona. Es una patraña
novelera del cara-loco ése de Stephen King, piensa con desánimo.
La señorita extraña sube al piso superior del vehículo. Paso
mi Tarjeta por el lector y, venciendo un primer impulso de ascender por las
escaleras, descanso mis posaderas en un asiento cerca del conductor, en la
parte izquierda, junto a la ventanilla. Problemas, Jorge, cuanto más lejos,
mejor. Saco un libro de mi mochila.
La puerta se
cierra, emitiendo un quejido, como si el chofer hiciera sus pinitos de ventrílocuo
y aquella fuera su muñeco parlanchín.
El vehículo
rueda. Alcanza ya cierta velocidad.
Trato de sumergirme en la historia que cuenta, con maestría, el viejo loco de Maine. No recuerdo el título de la novela. Disculpen, no siempre recuerdo todo, no siempre me lo invento todo. No lo consigo. No me centro. No soy capaz de ver y sentir a los personajes, de situarme en el escenario. De oler la sangre. De sentir el miedo. De temblar ante el monstruo. De reír con risa enajenada, cual protagonista del Resplandor. Quizás fuera ese título. Tal vez no.
Algo impide
mi concentración. Un presentimiento. Una espera acordada. Un algo va a ocurrir. Un hormigueo en el
estómago. Una corazonada negra, espesa, viscosa.
Regreso al
párrafo anterior. Lo releo por tercera vez, sin éxito.
Se escuchan voces altas.
Provienen del piso de arriba.
Un vocerío
incomprensible, al menos para mí. Es una voz de mujer. Casi un grito.
Al instante,
la chica de las gafas de sol baja de dos en dos la empinada escalera. No se
despeña, a pesar de la torpeza de sus pasos. Grita al conductor. Le dice que
pare. Que esa era su parada. Todavía continuamos en la larguísima Princes Street. Alcanza la cabina de
conducción. El chofer, tranquilo, le explica el funcionamiento básico del
asunto. Usted, debe pulsar el botoncito rojo para solicitar su parada con la
suficiente antelación para que el que conduce pueda reaccionar y detener el
autobús a tiempo. Lo dice del tirón, en un inglés lo más estándar posible, pese
al marcado acento escocés, de Fife, si mi oído no me engaña. Ella no oye, no
escucha. Se adivina una mirada perdida tras los oscuros cristales. Balbucea
palabras ininteligibles, inconexas.
Lo que
sucede a continuación lo observo como si ocurriera a cámara lenta. Mas todo
transcurre en unos segundos.
La chica se
gira. Levanta su brazo derecho, de puntillas. Con la mano alcanza un tirador de
emergencia. Las puertas se abren. El conductor la contempla de reojo,
escandalizado. Trata de reducir un poco la velocidad del gran vehículo, pero
sin dar un frenazo en medio del tráfico rodado. Vamos bastante rápido. La
corriente de aire entra por asalto en el autobús, removiendo las páginas de mi
libro.
̶ Are you
mad!? ̶ ¿Estás loca? Grita
el conductor, más asustado que enfadado.
La
señorita de edad indefinida salta.
Más que saltar, baja del autobús. Da
un paso con su pie derecho hacia la distante acera…
Miro hacia la izquierda. Un maniquí,
con forma de mujer de edad indefinida, pasa volando al otro lado de la
ventanilla. En una postura rara, horizontal, la cabeza por delante. El
conductor da un frenazo. Abre la portezuela. Está blanco como una hoja virgen.
̶ Por favor, que alguien me diga que ha sido
testigo de esto ̶ suplica.
Varios pasajeros se levantan, avanzan
por el pasillo, para sosiego del driver.
Una joven pasajera, traje pantalón
gris marengo, maquillaje discreto, cabello rubio recogido en un moño abultado,
saca un móvil enorme. Llama al número de emergencias.
Las
risas, los gritos, la música procedente del escenario de los jardines de Princes, se cuelan en el interior del
autobús. La brisa trae olor a verano. La bolita aterrizó en rojo y par. Hace
calor en el interior del enorme vehículo.
¡Damas y caballeros. Niños y niñas.
Bienvenidos sean todos al mejor Festival de Arte Callejero del mundo!
Me encanta cómo cuentas las cosas, como de tan «poco sacas tanto» :-)
ResponderEliminarBesos.
Hola devoradora. Pues muchas gracias. El recuerdo es un pequeño retazo en mi mente. Luego se convierte en borrador sobre la pantalla. Y más tarde en un modesto paisaje.
ResponderEliminarGracias. Lo digo siempre, ese tipo de comentarios me anima a seguir buscando recuerdos entre la niebla de mi memoria, a seguir juntando letras.
Buenas tardes,
ResponderEliminarNo está nada mal, bien currada la historia.
Yo tuve la ocasión cuando vivía allí, de comprobar la fauna que había en los autobuses, de lo mas variopinta oigan.
Que tengas un feliz 2020.
Antxon.
Gracias Antxon.
ResponderEliminarIgualmente. The best for 2020!
¡Qué señora más extraña!
ResponderEliminarBuenísima la historia.
viki
Hola viki,
ResponderEliminarSí que lo era. Yo creo que iba puesta de algo. El incidente fue muy impactante, de ahí que lo recuerde con detalle.
Gracias por comentar.