lunes, 23 de diciembre de 2019

F125 - A Big Red Bus (IV) (agosto 2005)


Esta mañana la bolita aterrizó en rojo y par. El sol luce orgulloso, casi ufano, y arroja con desdén sus escasos rayos sobre la ciudad festiva. Pasen a cobrar su premio por ventanilla. El tiempo en Agosto, en la vieja Edimburgo, es una enorme ruleta de la fortuna: lluvia, sol, viento, nieve, granizo. Hagan juego señores. Todo depende de la casilla donde pare la bolita caprichosa.

            Por fin, alcanzo la gran avenida, Princes Street. Mi paseo de regreso desde mi café bar favorito, en Nicolson Street, se convirtió en un auténtico calvario. Atravesar North Bridge fue como tratar de cruzar el mar Rojo a saco, sin la ayuda de Moisés y su cayado mágico, o divino. Decenas, cientos, miles, millones de personas abarrotan las aceras, la calzada, incluso hacen extraños equilibrios sobre el murete del puente. Algún día la desgracia se hará viral en ese engendro del maligno, recién creado, llamado yutub. Decenas, cientos, miles, millones de turistas y una docena de lugareños recorren cada metro cuadrado de la milla de oro, la Royal Mile. Fotos, risas, gritos, teatrillos de calle, magia en directo, tragedias en diferido. Es el Festival, damas y caballeros, niños y niñas. Edimburgo está de fiesta. Acudan al gran espectáculo. Visítennos desde cualquier lugar del mundo, por remoto que quede. Si nuestras aceras no dan abasto, no se preocupen, invadan la calzada, escalen el castillo, súbanse a las barras de nuestros pubs, caminen entre los estancados coches.

            ¡Váyanse ya a su puñetero país!

Sí, lo sé, resulta curioso, un guiri, un extranjero, un inmigrante gritando a pleno pulmón a la marabunta humana que regrese ya a sus respectivos hormigueros de origen. Al menos, gritándolo con el megáfono mental. Harto ya de tanta gente. De tanta risa. De tanto grito. De tanto teatro de calle. De tanta cámara de fotos con patas.

            ¡Quiero tomar un café, sin pasar dos horas de pie esperando turno, en mi bar preferido!

Ya agotado, tras una mañana festiva, un sábado de asueto, lejos del gran supermercado, decido visitar al bueno de John. Su casa en el barrio Broomhouse, más allá de las líneas del mapa turístico. En el cuarto oscuro de la ciudad famosa. Fuera incluso de la contraportada de los magacines propagandísticos, llenos de fotos de gaiteros, pubs tradicionales, bellas escocesas con generoso escote y enormes jarras de cerveza y vacas peludas de largos cuernos y mirada aburrida.

            Otra fila, la enésima cola a guardar en la acera izquierda de Princes Street. A la espera del autobús número 3, que me dejará frente al pequeño Scotmid, junto al paso subterráneo que cruza la circunvalación colindante con Stevenson College

Ella llamó mi atención de inmediato.

Una mujer de edad indefinida. No es ninguna jovencita, tampoco una señora de mediana edad. Se mueve constantemente. Mueve los labios, sin emitir sonido alguno, como si hablara para sí misma. Ríe. Se pone seria. Vuelve a reír. Viste extraño, una blusa de un color rosa estridente, fucsia eléctrico. Una minifalda ajustada, pasada de moda, de tela vaquera ajada. Zapatos de tacón bajo. Una especie de pañuelo multicolor sujeta su cabello enmarañado. Rizado, oscuro, y por su aspecto, temeroso del agua. Su muñeca derecha, cubierta por un sinfín de pulseras ligeras, metálicas, que emiten un desagradable tintineo. Un sonajero oxidado. Una puerta de tienda de antigüedades que se abre ante su único cliente de la década. Unas gafas de sol oscuras, tipo las Ray-Ban que usaba Sonny Crockett cuando cazaba malos en Miami Beach, rematan el retrato robot.

Llamó mi atención al instante.

           Problemas, Jorge. Cuanto más lejos, mejor.

Rebusco, sin ganas, mi tarjeta de Lothian Buses. Al fin la localizo, entre unos papelajos en el bolsillo trasero de mis pantalones piratas. Tengo a dos personas por delante, esperando su turno para pagar el fare al conductor. Éste los mira de soslayo, distraído. Quizás cansado, o aburrido, de tanto saludo, de tanto pasajero, de tanto kilómetro repetido. No presta demasiada atención. La mayoría pagamos mediante el Pase Mensual, o tarjeta. El resto introduce el importe justo en una pequeña caja metálica, fea y obsoleta, de color rojo. Moneda metida, moneda que ya no puedes recuperar. Ni siquiera el chofer tiene acceso al artilugio recaudatorio. Importe exacto, no se dan cambios. Numerosos carteles advierten del asunto. Si el ticket cuesta una libra cincuenta y tan sólo posees una moneda de dos libras. La empresa autobusera se embolsa tu generosa propina involuntaria de cincuenta céntimos, sin pestañear. Cada año obtiene ganancias asombrosas gracias a este simple, sencillo y ruin sistema de atraco al ciudadano.

Ya sólo me precede un tipo. Busca monedas sueltas en su bolsillo. Habla solo, o quizás con el chofer que mira absorto algo en el salpicadero. Quizás el reloj, cuyos números se declararon en huelga, haciendo una sentada de protesta. No se mueven, los jodidos. Piensa el pobre hombre. En estas, la chica-señorita-señora nos hace un adelantamiento por la derecha, sin intermitentes ni nada, que ni el mismísimo Fernando Alonso en sus tiempos en Renault. Pasa estirada, mirando hacia adelante, como si todo aquello no fuera con ella. No hace amago de echar mano al monedero. Carece de bolso. No muestra ningún day-ticket, ninguna Tarjeta Mensual. Vamos, que la agente de Anticorrupción de Miami se ha hecho un sin-pa en toda regla. El conductor sigue empujando el minutero mentalmente. La telequinesia no funciona. Es una patraña novelera del cara-loco ése de Stephen King, piensa con desánimo.

La señorita extraña sube al piso superior del vehículo. Paso mi Tarjeta por el lector y, venciendo un primer impulso de ascender por las escaleras, descanso mis posaderas en un asiento cerca del conductor, en la parte izquierda, junto a la ventanilla. Problemas, Jorge, cuanto más lejos, mejor. Saco un libro de mi mochila.

La puerta se cierra, emitiendo un quejido, como si el chofer hiciera sus pinitos de ventrílocuo y aquella fuera su muñeco parlanchín. 

           El vehículo rueda. Alcanza ya cierta velocidad.

           Trato de sumergirme en la historia que cuenta, con maestría, el viejo loco de Maine. No recuerdo el título de la novela. Disculpen, no siempre recuerdo todo, no siempre me lo invento todo. No lo consigo. No me centro. No soy capaz de ver y sentir a los personajes, de situarme en el escenario. De oler la sangre. De sentir el miedo. De temblar ante el monstruo. De reír con risa enajenada, cual protagonista del Resplandor. Quizás fuera ese título. Tal vez no.

Algo impide mi concentración. Un presentimiento. Una espera acordada. Un algo va a ocurrir. Un hormigueo en el estómago. Una corazonada negra, espesa, viscosa.
Regreso al párrafo anterior. Lo releo por tercera vez, sin éxito.

Se escuchan voces altas.
Provienen del piso de arriba.

Un vocerío incomprensible, al menos para mí. Es una voz de mujer. Casi un grito.

Al instante, la chica de las gafas de sol baja de dos en dos la empinada escalera. No se despeña, a pesar de la torpeza de sus pasos. Grita al conductor. Le dice que pare. Que esa era su parada. Todavía continuamos en la larguísima Princes Street. Alcanza la cabina de conducción. El chofer, tranquilo, le explica el funcionamiento básico del asunto. Usted, debe pulsar el botoncito rojo para solicitar su parada con la suficiente antelación para que el que conduce pueda reaccionar y detener el autobús a tiempo. Lo dice del tirón, en un inglés lo más estándar posible, pese al marcado acento escocés, de Fife, si mi oído no me engaña. Ella no oye, no escucha. Se adivina una mirada perdida tras los oscuros cristales. Balbucea palabras ininteligibles, inconexas.

Lo que sucede a continuación lo observo como si ocurriera a cámara lenta. Mas todo transcurre en unos segundos.

La chica se gira. Levanta su brazo derecho, de puntillas. Con la mano alcanza un tirador de emergencia. Las puertas se abren. El conductor la contempla de reojo, escandalizado. Trata de reducir un poco la velocidad del gran vehículo, pero sin dar un frenazo en medio del tráfico rodado. Vamos bastante rápido. La corriente de aire entra por asalto en el autobús, removiendo las páginas de mi libro.
            ̶  Are you mad!?  ̶  ¿Estás loca? Grita el conductor, más asustado que enfadado.

La señorita de edad indefinida salta.

Más que saltar, baja del autobús. Da un paso con su pie derecho hacia la distante acera…
Miro hacia la izquierda. Un maniquí, con forma de mujer de edad indefinida, pasa volando al otro lado de la ventanilla. En una postura rara, horizontal, la cabeza por delante. El conductor da un frenazo. Abre la portezuela. Está blanco como una hoja virgen. 

            ̶  Por favor, que alguien me diga que ha sido testigo de esto  ̶  suplica.

Varios pasajeros se levantan, avanzan por el pasillo, para sosiego del driver.
Una joven pasajera, traje pantalón gris marengo, maquillaje discreto, cabello rubio recogido en un moño abultado, saca un móvil enorme. Llama al número de emergencias.

Las risas, los gritos, la música procedente del escenario de los jardines de Princes, se cuelan en el interior del autobús. La brisa trae olor a verano. La bolita aterrizó en rojo y par. Hace calor en el interior del enorme vehículo.

¡Damas y caballeros. Niños y niñas. Bienvenidos sean todos al mejor Festival de Arte Callejero del mundo!










6 comentarios:

  1. Me encanta cómo cuentas las cosas, como de tan «poco sacas tanto» :-)

    Besos.

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  2. Hola devoradora. Pues muchas gracias. El recuerdo es un pequeño retazo en mi mente. Luego se convierte en borrador sobre la pantalla. Y más tarde en un modesto paisaje.
    Gracias. Lo digo siempre, ese tipo de comentarios me anima a seguir buscando recuerdos entre la niebla de mi memoria, a seguir juntando letras.

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  3. Buenas tardes,

    No está nada mal, bien currada la historia.

    Yo tuve la ocasión cuando vivía allí, de comprobar la fauna que había en los autobuses, de lo mas variopinta oigan.

    Que tengas un feliz 2020.

    Antxon.

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  4. Gracias Antxon.

    Igualmente. The best for 2020!

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  5. ¡Qué señora más extraña!

    Buenísima la historia.

    viki

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  6. Hola viki,

    Sí que lo era. Yo creo que iba puesta de algo. El incidente fue muy impactante, de ahí que lo recuerde con detalle.

    Gracias por comentar.

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