Me paro a
cavilar y descubro que pasé media vida en un autobús. Dentro de alguno de
aquellos mastodónticos vehículos con carrocería de color vino, doble altura y
grandes ruedas. Colegio, trabajo, viajes, misiones de reconocimiento. No
importaba el motivo, ni el destino. Incluso en ocasiones subía a bordo por el mero
placer de hacerlo. A modo de exploración
del territorio. Todo ello a expensas del pase mensual que abonaba
religiosamente. Dejándome llevar hasta el último punto del recorrido, bajar y
tomar otro bus de retorno. Un poco a la manera que Sheldon Cooper hace con sus
adorados trenes.
Aquella
tarde fue una de estas ocasiones. Una expedición sin destino concreto. Una ruta
sorpresa, al igual que una de esas sesiones cinematográficas en las cuales ignoras
la película que van a emitir.
El día
invitaba a ello. A pesar de rondar la mitad de octubre, la temperatura se
mantenía agradable. Además no llovía, que siempre es un plus para estos
cometidos quijotescos. Callejeé un buen rato, por el centro de Edimburgo y sus calles
adyacentes. Sin fijarme demasiado, para así desorientarme un poco. No tuve que
esforzarme en exceso, debido a mi carencia de GPS interno. Así, una vez hube
alcanzado el objetivo —una travesía desconocida—me dirigí a la primera
marquesina que encontré. Debía pertenecer a la empresa Lothian, para poder usar
la tarjeta ilimitada (sus vehículos se diferencian de los de la otra compañía —First—
por los vistosos colores que decoran sus carrocerías, aunque los clásicos
siguen vistiendo el tono de la casa: sobrio granate).
Saludé cordial
al chofer, posé el carnet electrónico sobre el lector, la fotografía hacia
arriba, y me encaminé hacia la escalera de caracol. Lo interesante siempre
sucedía en el piso superior. Las mejores anécdotas acontecían en la última fila
de asientos. La de los chicos malotes, como la denomina el bueno de John. Una
hilera continua cuyos asientos no respetan la separación del pasillo.
Solía llevar
conmigo una pequeña mochila. Lo suficientemente discreta para evitar la apariencia
de turista ingenuo y desubicado. Poco a poco se aprenden estos truquillos (¡nunca
despliegues un callejero en pleno centro de Niddrie!). En su interior, lo
habitual: un libro, un cuaderno y bolígrafo, la botella de agua, y alguna
chocolatina por si mi cuerpo entra en barrena de glucosa por vena.
Observaba
pasajeros, anotaba paradas, minutos, barrios, lugares interesantes. Si alguno
de estos sitios llamaba a gritos mi atención, me levantaba de un salto, pulsaba
el botoncito rojo e interrumpía el trayecto para indagar de cerca. Sin embargo,
lo normal era seguir el plan. Alcanzar la meta, el destino final, el último apeadero.
Saber hasta dónde llegaba aquella línea. Recordemos que vivía tiempos de mapas
y guías sobre papel, con sus colorines, escalas y páginas replegadas, nada de San Guguelmaps ni Tontotoms. Mi Nokia se mostraba tan sencillo cuan vanidoso por su
identidad analógica.
Aquel número
cuarenta y cuatro me llevó hasta Balerno.
Un lugar
perdido de la mano de Dios, pensé. Aún así exploré aquel nuevo planeta de mi
constelación edimburguesa. Pateé sus cuatro calles, visité un pub local. Caté
una de sus cervezas autóctonas. Poco más, no había mucho que ver. Asomaba el
atardecer y la vida rural desaparecía tras puertas y postigos.
El viaje de
regreso siempre resulta más sosegado y veloz. La relatividad del tiempo,
supongo. Al conocer el camino, se te hace más corto, a pesar de ser idéntico.
Me limité a descansar, la mirada perdida en el paisaje exterior, difuminado
tras el cristal empañado de la ventana. Había elegido, esta vez, uno de los
asientos de la penúltima fila. El piso superior iba casi vacío. Tan sólo un par
de adolescentes, acomodado tras el hueco de la escalerilla: un enredo de brazos,
lenguas y piernas. La parejita y yo mismo. Nadie más.
O eso creía.
Hasta que
escuché un chistar. Éste no procedía de la tórrida pareja. Provenía de atrás.
De la última fila, la cual habría jurado desierta.
̶ Chst,
chst, hey, mate!
La
curiosidad mató al orgullo. No soy un chucho, pensé, sin embargo miré hacia
atrás. Un joven gesticulaba desde el otro extremo de la última hilera de
asientos. Debió de subir en la última parada sin percatarme de ello. Lo supuse
de procedencia inglesa, o quizás australiana. Pronunció ‘mait’, en lugar de la manera escocesa ‘meit,’ o de su equivalente más probable por estos lares: ‘pal‘.
Se le veía
un tipo normal. En sus treinta y tantos. Arreglado de aspecto: corte de pelo a
la última moda —cuidadosamente despeinado—, vaqueros tan desgarrados como
nuevos, camisa blanca por fuera de los pantalones. Incluso emanaba una tenue
fragancia varonil de perfume caro. Lucía un tatuaje en el brazo izquierdo, a la
altura del bíceps: un alambre espino alrededor del músculo. Mi mente absurda lo
asoció con una corona de espinas destocada.
Me pidió,
con educación, un cigarrillo. Le ofrecí la usual negativa, añadiendo la
innecesaria disculpa: perdón, no fumo. El omnipresente ‘sorry’ no podía faltar. Me limité a eso. Libré una batalla interior
con el objeto de mantener cerrada la bocaza —que más de un disgusto me ha dado—,
y no recordarle la consabida prohibición de fumar a bordo. Justo en aquel
instante, el autocar se detuvo y la pareja de tortolitos descendió por la
escalerilla, cortando en seco el amago de levantarse de mi interlocutor para
solicitar el ansiado pitillo. No le dio tiempo ni a incorporarse del todo.
Aquel tipo
me pidió tabaco y me regaló conversación.
Desvariaba
un tanto. Hablaba de esto y de lo otro. Sin orden ni concierto. Más monólogo
que conversación. Trataba yo de introducir alguna que otra cuña publicitaria,
con escaso acierto. Debo admitir que también yo perdía información, se
evaporaba en el aire debido a mi flojo ‘listening’.
No terminaba de pillarle el acento. ¿Birmingham? ¿Manchester? Ni pajolera idea.
Estos ingleses pronuncian todo muy raro, me dije. Parloteó sobre las pibas de Glasgow, así lo expresó ‘the Glasgow´s birds’, sobre la caballerosidad
del rugby frente a la bajeza futbolera; relató con fervor etapas de su vuelta al mundo que llevó a cabo
mochila al hombro, cuando fue joven. Eso dijo, aquel sujeto que no llegaría a
los treinta y cinco. Casi de mi quinta. Me sentí un viejo a su lado. Esta es tu
vuelta al mundo, me dije con injusta dureza. Edimburgo y sus alrededores. Sin
embargo, reflexioné, si no hubiera osado escapar, continuaría estancado en mi
pueblo, acudiendo a la pequeña capital riojana a trabajar, beber y llorar, y de
regreso al pueblo para soñar. Semana tras semana. Y en cambio, aquí me
encontraba, charlando con un caballero de
las Inglaterras, que parecía tan perdido como yo mismo.
Sobra decir
que supo mi condición de extranjero desde el minuto cero de la conversación. Mas
el muchacho era amable, y prosiguió el intercambio de vocablos sin darle
importancia. No obstante, la tentación debió de ser feroz, y al final sucumbió,
arrancando un mordisco a la manzana con la pregunta obligada:
̶ Where are you from, mate?
̶ I´m from
Spain.
Entonces
hizo algo que me dejó en fuera de juego posicional. Más que sus gestos, las
palabras que pronunció a continuación. Abrió mucho los ojos, hizo un movimiento
extraño con los brazos (quizá trataba de imitar un baile flamenco, no podría
jurarlo pero rogué a Dios que no fuera así), permaneció callado durante un par
de segundos, ceño fruncido y punta de la lengua asomando entre los labios, como
un mocete que trata de recordar la lección… para disparar a bocajarro, en
correcto castellano con fina capa de barniz guiri:
̶
¡Viva España; sí; servessa por
favor; Despeñaperros!
Tan sólo le
faltó el olé.
Sin dar
tiempo a recomponerme, disparó el tiro de gracia:
̶ ¡Por los klavos
de Kristo!
Y visualicé,
otra vez, la corona de espinas.
Jo! un antes y un después el ir por el mundo sin internet.
ResponderEliminarYo sólo conocí los buses dobles de Londres de cuando iba a visitar a una amiga, me encantaba subirme arriba y verlo todo. A veces hacía tiempo esperándola a que saliese de su interminable turno (hostelería) y me subía a alguna línea por curiosidad, más de una vez la llamé porque intentaba volver pero acababa en la parte contraria del mapa del punto de salida. El metro se me daba mejor pero me agobiaba lo canijo que era con tanta gente.
Estos ingleses, con 18 ya se toman año sabático "para decidir" qué camino escoger y esas cosicas tan banales. A algunos nos lleva toda la vida decidir y ni aún así acertamos, sigue esa vocecilla ahí como Pepito Grillo.
Sí que fuiste algo injusto contigo mismo con eso de tu vuelta al mundo (pueblo Rioja>Edimburgo), es más una situación o momento personal en particular donde te sientes en otro mundo, capaz de todo, "brand new", sin ataduras o complejos que te lastren. Hay gente que no le hace falta irse lejos para cambiar el chip, cuestión de actitud, como todo en la vida supongo.
Take care!
Eva
Hola Eva,
EliminarYo también lo hacía a menudo. Lo de sentarme arriba en primera fila "sin chofer" y seguir visualmente todo el trayecto. Es ideal si buscas una dirección en concreto. Y en la fila de atrás es donde están "los problemas" habitualmente.
Lo de año sabático para viajar a los 18 es algo muy anglosajón. Los más lanzados creo que son los aussies y kiwies. Esos nacen con mochila, como los canguros.
Ya sabes que me gusta exagerar. Estoy muy orgulloso de mi "vuelta al mundo". De hecho, os la estoy contando por fascículos.
Gracias por tu super comentario.
You too!
A mí eso de los paseos sin rumbo me cuesta un mundo.
ResponderEliminarAhora empiezo a «hacer más larga la vuelta a casa» cuando dejo al niño en el colegio, a coger el camino largo simplemente por pasear, pero cuando me doy cuenta vuelvo al ritmo rápido de cuanto antes llegue a casa mejor.
Besos.
Hola Devo,
ResponderEliminarA veces el problema es el tiempo y las circunstancias de cada uno. No es lo mismo tener unos hijos a los que hacer la comida o recoger del cole que disponer de todo el día para ti.
Por aquellos años conocí la plena libertad. Y eso marca mucho. Sigo echándolo en falta. De ahí estas modestas batallitas o anécdotas.
Gracias por leer y comentar.
Un abrazo
Sobre los paseos por la ciudad, a mí me dijeron, o lo leí, que ir mirando a los tejados es como descubrir otra ciudad, por mucho que la conocieras. Y es verdad, hay figuras, detalles artísticos, canalones decorados y muchas más curiosidades, es otra perspectiva que nos pasa desapercibida.
ResponderEliminarY eso en cierta forma también se puede aplicar al comentario de Eva (que quizás me equivoque, pero me suenas un montón :) con el que estoy muy de acuerdo, de lo relativo de la vuelta al mundo, que es más una actitud o situación.
Saludos a todos,
viki
Cachis! cazada ;)
EliminarHola viki,
EliminarNo me siena haber leído tal reflexión pero es cierto. A veces me sorprendo mirando las gárgolas y otros detalles. En Escocia me alucinaban las cúpulas verdes y doradas.
Yo tengo claro que aquella escapada fue mi vuelta al mundo. Eso sí, los problemas los llevas contigo en la mochila y sueles traerlos de vuelta.
Un saludo.
Eva, querida, te han pillao bacalao.
ResponderEliminarEs lo que pasa cuando te extiendes en los comentarios.
Lol
Yo encantado de que te explayes eh.
Qué va, y en corto. Si ya hace tiempo que me lo parecía pero por prudencia no se lo decía. Hoy con el "quizás me equivoque" pues se lo he soltao :D
Eliminarv
Vaya.. si es que lo de ser comedida no va conmigo ��
ResponderEliminarBuena tarde!
.. y no me va lo de poner iconos de caritas :(
ResponderEliminarEva, saludos :))
ResponderEliminarPor cierto, Jorge, qué jartura de buscar semáforos y palmeras para comentar, he tenido que salir y volver a entrar :)
v
¿Sí? viki, ¿y cómo se quita eso? ¡Si no puse ningún filtro se seguridad!
ResponderEliminarNo, no, mejor no lo quites, lo que pasa es que a veces entra en bucle y venga una pantalla tras otra de verificación que es lo que me pasaba. No sé si es mi caso solo. Total, borro cookies, que no sé si tiene algo que ver pero funciona, y andando.
Eliminarviki
Lo hará Blogger por defecto, supongo. Publicando como "anónimo" a mí la mayoría de veces sólo me sale el mensaje de clicar en "No soy un robot", y unas pocas lo de señalar imágenes.
ResponderEliminarNo sé, no lo veo descabellado, vaya a ser que te encuentres después con 20 comentarios de rusas vendiendo Viagra.
Algún entendido por ahí?
Algun día subiré en uno de esos buses...
ResponderEliminarSaludos, Fargo.
Hola Andrómeda,
ResponderEliminarYa me dirás si visitas Edimburgo y alrededores.
Cuídate.
Un saludo
Me siento identificado con esas vueltas en los autobuses rojos en la parte de arriba.
ResponderEliminarEsta modalidad la practicaba yo mucho en Londres en la década de los 70 durante los diez años que vivi allí.
Como Londres es tan grande,habian recorridos que duraban tres horas o mas. Otra cosa que hacia mucho era salir del centro en una dirección y andar horas y horas, me fascinaban esas vueltas sin rumbo definido.
Un saludo
Hola Comodus,
ResponderEliminarYo creo que a todos nos llaman la atención esos autobuses "sin chofer" arriba. Para ver la ciudad son geniales.Y para explorar los barrios lejanos.
Lo de caminar sin rumbo también lo hacía. Casi lo prefería a seguir el malita en papel (que lo tenía destrozado de tanto uso, también). Si me perdía, al principio, pues tiraba del callejero, claro.
Esas cosillas echo de menos.
Un saludo
Corrijo: mapita.
ResponderEliminarLa ventaja que yo tengo, es que mi sentido de la orientación es muy bueno y eso ayuda mucho cundo te aventuras por una ciudad que no conoces.Asi y todo, mas de una vez me he perdido.
ResponderEliminarRecuerdo una vez, que fui del centro de Londres hacia el este,despues de dos horas de autobus,cuando baje en la ultima parada,creia que me encontraba en la India,pues el único europeo era yo. Me volví loco para volverán aquella ocasión,me fallo el GPS interno.
Saludos!
corrijo: "Me volvi loco para volver"
ResponderEliminarYo ya sabes que mi GPS interno salió defectuoso de fábrica.
ResponderEliminarLo de aparecer en Londres en barrio donde eres el único europeo ya lo viví también jaja. No sé si recordarás la Fargadita aquella. En un Starbucks mirando a un grupo de chicas árabes.
Me acaba de cascar el sistema de comentarios (fantástico): te había dejado un comentario glorioso donde empezaba diciendo que la mochila o el mapa es "nivel fácil" para saber que alguien es turista.
ResponderEliminarNivel medio es que una persona que no es del lugar observa los edificios (la mirada al caminar está ligeramente más elevada que una persona que vive ahí).
El nivel superior es simplemente, por la forma de caminar, si es guiri o no (y, en mi caso, te contaba que estoy especializado en encontrar a españoles, sin escucharles, ojo: sólo por cómo se mueven).
Un abrazote (a ver si me publica éste: ya van 4 veces y me acabo de cepillar cookies, cache y la madre que lo parió :-))
Hola Paquito,
ResponderEliminarSiento lo de tus problemas informáticos. Ni idea de por qué sucede eso. Hay lectores que no pueden comentar, lo cual me entristece pero no sé arreglar. Tú eres el experto jaja.
Yo soy de los que miran los edificios de mitad para arriba, incluso aquí de regreso. Me lo han dicho otros. Eternamente guiri, me temo.
Veo que estuviste de ronda jeje.
Gracias.
Next time: escribe primero el comentario original en Word (yo así hago con las entradas) o copialo en portapapeles antes de dar a publicar.