Allí estaba
de nuevo. No era la primera vez que lo veía, ni la tercera. Tampoco sería la
última. Sin embargo, su presencia resultaba extraordinaria, más allá de la
rutina de la zona, lejos de ser algo habitual. Cuando tropezaba con su visión, las
dudas acudían al asalto. ¿Lo verán los demás también? ¿Será una aparición, una
especie de espectro que tan sólo yo puedo contemplar? ¿Estaré perdiendo la
chaveta? Dichas sospechas se desvanecían al instante, gracias a los pitidos de
los vehículos, algún grito o quizás un juramento lanzado al viento viciado con
humo de tubo de escape.
Ante la
sorpresa inicial, tras tropezar con el personaje, detengo mi marcha, e
incrédulo, observo: Esquiva los coches con gracia de torero joven. Mirando al
frente, altivo, gira sobre sí mismo, ejecutando chicuelinas de cara al tendido,
y torna sus ojos claros al cielo gris, que clemente, deja pasar un hilo de sol.
¡Va por ustedes!, parecía decir.
Se trataba
de un tipo peculiar. Hubiera llamado la atención de cualquier manera. Mediante
su actitud, su mirada, su tamaño. Habría reparado en él aunque lo encontrase
sentado sobre el bordillo, pidiendo, como cualquier homeless. Mas el muchacho no pertenece al grupo de los sin techo. No
reclama dinero. Tampoco muestra carencia alguna. Se limita a caminar entre el
tráfico, charlar consigo mismo y amenizar el día a los curritos, oficinistas
con prisa y café para llevar, chavales ociosos y algún que otro mirón
vocacional, como yo mismo.
Todo ello,
semidesnudo.
Grados
centígrados, Fahrenheit u hoja del calendario carecen de importancia. Su look
permanecía invariable. Torso desnudo, pantaloncitos vaqueros cortos y
apretados. Pies descalzos.
Los tatuajes
brillaban por su ausencia. Me sentía defraudado. Siempre lo hubiera imaginado
con algún grabado corporal de carácter presidiario, tono azul ajado, de trazo
grueso y zafio. Describirlo como un hombre fuerte no le hace justicia. Era un
superhéroe atravesando una mala racha, antifaz y mallas cedidos al prestamista
o quizás un vendedor de enciclopedias a domicilio, con el termostato interno
averiado, quien presa de un insomnio atroz ̶
debido a la invasión barbárica de Wikipedia ̶ se machaca noche tras noche en su pequeño
apartamento, donde los obsoletos tomos de la Britannica y Larousse disputan su
espacio con pesas, mancuernas y potros de auto-castigo.
Rozaría el metro noventa. De hombro a hombro
un largo trayecto. Pectorales cuasi obscenos de tan voluminosos. Tableta para
lavar ropa a mano por abdomen, un ‘six
pack’ lo denominan por estos lares (emulando al paquete de seis birras). Popeye tosería el humo de su
pipa al contemplar aquellos bíceps de acero para barcos de Bilbao. El mismísimo
Roberto Carlos ̶ véanse anales del
Real Madrid ̶ borraría su sempiterna
sonrisa envidiando los muslos del chicarrón. Sin esfuerzo, pude visualizarlo: a
cuatro patas, una gruesa maroma entre los dientes, su tenso cuello de toro a
punto de reventar, arrastrando un Scania
dieciocho ruedas.
Caminaba
medio en pelotas. A su bola, como si la carretera, las aceras, conductores y
peatones no existieran. Todo a su alrededor, un moderno decorado de cartón
piedra mejorado. La gente, meros figurantes de a cuarenta libras la jornada.
Él, protagonista absoluto de aquel largometraje eterno, llamado vida, con su
monólogo improvisado, la banda sonora atronando dentro de la cabeza y alguna
melodía nostálgica que huía de su armónica, buscando quizás llegar a oídos de
una Olivia tan delgada como cuerda.
Así es, dos
objetos permanentes ocupan sus enormes manos: una armónica que sustrae rayos al
sol y una gran botella de plástico con dos litros de agua a medio consumir. De
vez en cuando, da largos tragos al recipiente. Bebe como un chiquillo sediento tras
una pachanga futbolera. El líquido transparente desborda por las comisuras de
sus labios. Yo lo observaba atónito, y rezaba por que aquello no fuera agua de
fuego camuflada en recipiente de apariencia inofensiva, vamos, el vodka de toda
la vida.
No se
trataba de alcohol. Tan sólo agua, quizás del propio grifo. El gigante
refrigeraba así su maquinaria muscular. Un tipo sano, saltaba a la vista. Tal
vez, su cuadro de mandos mostraba el cuentarrevoluciones algo pasado de
vueltas, mas se notaba inofensivo. De esos que ayudan a una ancianita cruzar la
carretera.
Su recuerdo
lo asocio con el Cowboy estadounidense. Un señor con perilla que pasea en tanga
y sombrero su vieja guitarra, animando las gélidas mañanas a los neoyorkinos.
Sin embargo, nuestro vaquero particular tenía aspecto de provenir de algún país
del Este de Europa. Un rostro que refleja dureza aniñada. Ojos de un azul deslavado.
Ningún sombrero protegiendo su cabello rapado, el cual se adivina rubio
canario. Las botas camperas debió de venderlas para comprar el reluciente
instrumento.
Una
cuadrilla de adolescentes autóctonas ̶ moños altos,
maquillaje de a kilo, botas rodilleras, grandes aros plateados por
pendientes ̶ atraviesan la acera,
a lo Alejandro Sanz, pisando fuerteee, pisando fueerte; cargan amplias
bolsas de papel semivacías pero con el todopoderoso logo de la tienda de moda.
Silban, vitorean, gritan al frío viento vocablos para mí indescifrables, versos
de periferia cargados de voluptuosidad. Ye´re
so hot! Alcanzo a entender. Continúan su camino, risitas nerviosas, brazos
entrelazados, el pavimento les pertenece, juegan a ser las chicas de ‘Sex and the City’, todo glamur y bolsos Chimmi Chu, tratando de olvidar que al
anochecer, cual modernas Cenicientas, subirán a la carroza granate número 16
con destino a Oxgangs, donde les espera la soledad en penumbra, cena al
microondas y un capítulo de EastEnders.
El cowboy descamisado sigue un ritual en su
libro de texto. Recorre uno de los lados de North Bridge, el que asoma al
Castillo, en dirección sur. Alcanza la altura del Hotel Carlton, cruza la
carretera. Esquiva los coches cual promesa del toreo bielorruso. Frente a la
fonda de renombre, da un largo trago y toca una melodía que rebosa melancolía.
Quizás su particular Olivia escapó de sus brazos, pienso, y buscó refugio en
una lujosa habitación. Entonces mi mente hace un clic, salta hacia adelante en el tiempo un puñado de años, y me
contemplo paseando frente a la fastuosa pensión, manos enlazadas, luna lechosa por
testigo, con ella, una ex-recepcionista de ojos melancólicos, quien raptará mi
alma para llevarla consigo a orillas de un viejo Mediterráneo cuyas aguas
concibieron su nombre, Marina. Entonces, el ucraniano mira al frente, en mi
dirección, detiene su melodía, sonríe, de alguna forma conocedor del futuro que
me espera, alza su poderosa testa al cielo, mano derecha levantando la botella, cual simbólica montera:
̶
¡Va por ustedes, mi arma!,
parece exclamar, el Chiquito del Volga.
"Chiquito del Volga".. ja, ja! Y el personaje echó raíces en la ciudad o era nómada? Yo cerca del trabajo tengo uno que me pide un bocadillo o directamente un carajillo de ron. El tuyo era abstemio y soñador, viviendo en su propio mundo, feliz, seguro.
ResponderEliminarQué es exactamente una "dulzaina"
Buena tarde!
Eva
Hola Eva.
ResponderEliminarPerdona, tenía pendiente contestarte. Gracias por avisarme de lo otro. Aquí en clave tipo Bond, James Bond jaja.
Pues no sé. Ya sabes que la exageración es marca de la casa. Era un tipo bastante normal del que ha nacido un personaje. No todo va ser fidedigno, tal y como se advierte en la cabecera.
Espero que dulzaina sea una armónica, pues es el único sinónimo que hallé, por aquello de evitar un exceso de repetición.
Un carajillo es siempre de agradecer para alguien de la calle.
El mío tan sólo era un culturista flipado (debajo de ese hotel había un gym... al que acudía en su día Erika, by the way) (Marina trabajó en el hotel).
Gracias.
Un saludo
"Dulzaina", a mí me suena a un tipo de oboe-flautilla que tocan por Cataluña y Com. Valenciana.
ResponderEliminarLos flipados, una especie universal..
A cuidarse!
Eva
Corregido.
ResponderEliminarMuchas gracias, Eva.
Me gusta la crítica constructiva.
Un colgadillo que está de buen ver.
ResponderEliminarSí que hay gente, poca, la verdad, que resulta un tanto atractiva, en el sentido que llama la atención o curiosidad por algo. Cuántas historias habrá detrás.
Feliz lunes,
viki
Hola viki,
ResponderEliminarAsí es. Llaman nuestra atención porque rompen una rutina. Se salen de la "normalidad" diaria. Además en este caso era muy de vez en cuando. No era un fijo del lugar.
Feliz semana.
Me recuerda al Cowboy de Nueva York, con su guitarra y con un aspecto físico envidiable :-))
ResponderEliminarEstos personajes siempre le dejan a uno pensativo: no sabemos, como tu, el por qué del acto, pero ahí están, desafiando lo imposible, haciendo lo que, supongo, consideran que es lo que quieren hacer.
Envidiable... Muy envidiable :-))
Hola Paquito.
ResponderEliminarAsí es. Yo lo asocié de inmediato. Es más, descubrí primero al de Edimburgo y cuando vi (años más tarde) al NY Cowboy lo recordé.
Luego se me ocurrió el relato. Obviamente exagerado y adornado. Ni siquiera tocaba instrumento alguno.
Gracias por la visita.