No olvidé mi compromiso de relatar algunas
de las anécdotas sucedidas a bordo de aquellos enormes autobuses. No colorados,
como los londinenses, o los de la canción infantil “A big red bus, a big red bus”, sino multicolores, o con un tono
marrón-morado, una tonalidad de vino tinto, como la coloración del uniforme de
los Hearts of Midlothian, equipo de
fútbol de mi zona, el favorito del detective John Rebus.
Las hubo bravas, con tintes
heroicos, atrevidas, algo inconscientes, o incluso insensatas. Quién no soñó
alguna vez con aparecer sobre un blanco corcel, espada al cinto, escudo en mano
y lanza en ristre, para defender el honor de una asustada damisela en apuros
(Cuando las damas aún permitían, y deseaban, ser rescatadas. En otros tiempos.
En otra época, por desgracia).
Sí, hubo batallitas osadas, de
guerrero justiciero, como la aquí contada. Mas también acontecieron otras,
acobardadas, de mirada al suelo, tristes y huidizas, como la próxima venidera.
Llovía mucho. A cántaros caía el
agua. Tal como dicen por estos lares: it was raining cats and dogs. Sonrío al
escribir estas líneas, evocando las palabras de una vieja profesora en un curso
de Educación Especial Infantil: “si mencionáis esta expresión, frente a un
grupo de niños con autismo o síndrome de Asperger, de cualquier edad, más de
uno se acercará a la ventana, curioso, preocupado, con cierto resquemor,
esperando (incluso temiendo) ver cachorritos y tiernos mininos cayendo del
cielo, debido a su falta de comprensión de los dobles sentidos, las metáforas,
las ironías. Para ellos, lo escuchado es la verdad última y absoluta. Algo
inapelable, que creerán a pies juntillas, en su literalidad aplastante". Pero esa
entrañable profe todavía no se
encontraba en mi vida, en mi presente. No adelantemos demasiado el curso de los
acontecimientos, en años venideros.
Llovía a mares. Las grandes
ventanas del bus anegadas. Ríos verticales. Opacas y líquidas cortinas. Apenas
alcanzábamos a ver nuestro trayecto. Pobre chofer, en el piso inferior, pensé.
Me encontraba sentado en la penúltima hilera, junto a la ventanilla derecha.
Libro en mano, mis ojos recorrían sus mágicas líneas. Mi mente, perdida por
otras calles de Edimburgo, por sus bajos fondos, tenebrosos y temibles, donde
Ian Rankin mueve sus atravesados personajes, mejor que nadie.
Los gritos me trajeron de vuelta.
No pude evitar levantar el rostro,
y girarme. El tumulto procedía de atrás, de la última fila. “La zona de los
malotes”, la denominaba el bueno de John. Tan sólo una pareja ocupaba los asientos
del extremo izquierdo. Él, junto a la ventana, ella cerca del pasillo. Ambos
rondaban la treintena. Vestían de manera casual: vaqueros nuevos, jersey,
chubasquero. Nada en ellos llamaba la atención. Nada escapaba a la normalidad
en su aspecto. Tan sólo los voceríos del hombre, los sollozos de la mujer.
En un momento dado, el tipo se
levantó, con su mano abierta en alto. Mano diestra, mano amenazante. Ella,
asustada, se deslizó dos puestos hacia el centro, más cerca del pasillo
salvador.
Me levanté, libro sostenido, como
un resorte.
̶ Hey man, stop it! ̶ dije, con
firmeza. Lo
espeté sin pensarlo, directo desde el estómago a la boca, sin parada de boxes en el cerebro.
En seguida, su cara cambió de posición. Sus
ojos iracundos se clavaron en mí. Me encontraba solo, en el piso superior de un
trolebús repleto de gente. Solo, en compañía de unas cuarenta personas.
Cuarenta almas que leían el Metro,
jugaban con su móvil último modelo, dormitaban, o cabeceaban, siguiendo el
ritmo de la música que sus minúsculos auriculares derramaban en sus oídos.
Yo no existía. La pareja no existía.
Todo se detuvo un infinito instante. Un segundo
eterno. Eramos tres figuritas en el interior de una bola de cristal. Esos
horteras souvenirs que los agitas y la nieve interna lo inunda todo. Nuestra
burbuja de vidrio no contenía falsos copos de nieve, tan sólo hielo. Una gélida
micro-atmósfera, la cual requería de picador metálico para ser quebrada.
La lluvia retornó, con su incansable
repiqueteo. O, tal vez, nunca se fue.
̶ ¡Es
mi novia, tú no te metas! ̶ dijo.
̶ No en
mi presencia ̶ salió sola. Una frase absurda en inglés,
incompleta. La solté como un hierro ardiendo, antes de que me quemara.
̶ No la
vas a tocar, en mi presencia ̶ aclaré,
con presteza, anticipándome al miedo que
todo lo embarga, y paraliza la lengua y bloquea las cuerdas vocales.
Me hallaba de pie, en mitad del pasillo, mi
vista contra el sentido de la marcha. No recordaba haberme incorporado. Mi mano
libre agarraba el respaldo ̶ la otra sujetaba el grueso libro ̶ para
no perder el equilibrio, en caso de curva cerrada, acelerón, o brusco frenazo.
Más silencio humano. Tan sólo las lágrimas de
alguna diosa rebotaban, ruidosas, sobre el techo, con fuerza, con rabia, con
tristeza.
La chica aprovechó el desconcierto creado y se
alejó al extremo opuesto.
Lo ocurrido a continuación le sucedió a otra
persona, a algún actor secundario de western
barato, a un robot programado, a un ente extraño, con forma humana, ropajes de
hombre y mi propia apariencia, clonada.
El sujeto amenazador dio dos pasos laterales ̶
dificultoso, el moverse entre asientos ̶ tras
ella, a su caza o a su vera. Novela en mano salté hacia adelante, en dos
zancadas. Tomé asiento en el centro, encarando el corredor, bloqueando su
aproximamiento, cual improvisada barricada humana.
̶ Calm down! ̶ tranquilízate,
le dije, mostrando la palma de mi mano libre, moviéndola, despacio, hacia
abajo.
Entonces se detuvo, dejándose caer en el
asiento contiguo. Su pierna rozando la mía, su rostro inclinado, sujetado por
sus manos. Codos sobre las rodillas, algo inclinado hacia adelante. De pronto
dócil, sosegado, casi relajado.
̶ I love her to bits, man, you know? ̶ eso
dijo, la quiero un montón. La quiero a morir, continuó ̶ I´d kill for her… ̶
mataría por ella, añadió, su mirada antes azul casi transparente, ahora
gris acero.
Retornó el silencio. Un silencio sepulcral. Ya
no diluviaba. El resto de viajeros continuaba inmerso en su propio mundo.
̶ That´s
our stop, love! ̶ dijo, dirigiéndose a ella, que ahora, desde
la distancia, nos observaba.
La muchacha se levantó primero, pasó junto a
mí mirando de soslayo. Creí (y deseé) apreciar un tímido Thanks tras sus húmedos ojos. Él la imitó, estirando sus largas
piernas (tan alto, de cerca), presionó el botoncito rojo, para solicitar parada,
en la barra más cercana.
̶ Excuse me! ̶
dijo, pidiendo paso para alcanzar el pasillo.
̶ Tal
vez debieras amarla un poquito menos ̶ dije, al fin, en el inglés más claro del que
fui capaz.
̶ …
Torné ambas piernas al unísono, hacia el lado
derecho, proveyéndole de suficiente espacio para que saliera.
La joven encara el largo pasillo, camino de
las escaleras que comunican con el piso inferior, el individuo la sigue, a
escasos metros. Entonces se vuelve sobre sí mismo, por última vez, sus ojos de
un azul limpio nuevamente, fijos en los míos… y me lanza un guiño.
̶ Cheers, mate! ̶
se despide, y aligera el paso, tras ella que ya alcanzó las escaleras.
No respondo. No sonrío. No devuelvo guiño
alguno. Tan sólo pienso, confuso, perdido, elucubro de modo absurdo: ¿Cheers, mate, como en: ¡Gracias, colega!, o como en: ¡Adios, pringado!?
Abro la novela, y ruego al inspector Rebus
que, por una vez, ceda a su lado oscuro y se cargue al malo, a poder ser, con
sus propias manos.
Mataría por ella, y la mataré cuando me deje...
ResponderEliminarEsa es una buena lectura entre líneas. Pero las hay que no lo ven o no lo quieren ver.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.