La pinta de Guinness
está fría. Así la prefiero, denominada Extra
Cold, más agradable a su paso por la lengua, el paladar y la garganta. Fría
y negra, como noche invernal allá en la bella y misteriosa Edimburgo. Fría,
negra y coronada por un dedo de blanquecina espuma, pálida corona que alivia el
amargo sabor, logrando una mezcla suave y agradable al cielo de la boca, un bálsamo
para el alma, un revulsivo para el corazón.
Hoy es veinte de febrero. Otro que tacho del almanaque. Ojalá
alcance muchos más. Cierro mis cansados ojos, tras horas de lectura de The Penguin Book of Scottish Short Stories
(J.F. Hendry) ̶
obsequio de despedida por parte
de mis queridos John y Jenny ̶ bebo
un pequeño sorbo, agarrando el alto vaso con ambas manos, concentrado en el
gesto, como cuando siendo crío pedía un vaso de agua fresca en el cercano bar,
junto a la plazoleta donde jugaba con los amigos, buscando aliviar la sed
provocada por tanta carrera tras el balón de cuero, de reglamento lo llamábamos con orgullo, enfundado con la merengue
camiseta, 9 a la espalda, como un enclenque, y rubio, Santillana, con gotas de
sudor recorriendo mi pequeño encendido rostro, aún ingenuo, inocente y puro; con
cuidado, centrado en la tarea, tratando de no derramar ni una gota del
refrigerio que casi rebosaba el borde, ante la sonrisa amable y tierna de la
señora Charo, dueña del establecimiento, la cual nos trataba como una madre.
Vuelvo
a dar otro pequeño trago, mantengo los párpados y los oídos sellados. ¡Va por
ustedes!, tal como diría el amigo Steban, allí abajo, en su añorada Sevilla. Va
por ustedes, repito en un susurro. Un nudo en la garganta dificulta el paso de
la cerveza. No deseo abrir los ojos, no quiero mostrar mis lágrimas, todavía
anónimas. No quiero contemplar el careto del camarero, tan español, tan
incongruente con mis pensamientos, con el sabor del líquido negro. Black gold, que lo apodarían los
siniestros personajes de Irvine Welsh, eternos perdedores con nada más que
perder. Fantasmas andantes, por su querido, asimismo repudiado, y peligroso
barrio de Leith, territorio de los
católicos Hibs. Oro negro, el veneno
más suave en su larga lista de vicios y toxinas. Por siempre yonquis,
delincuentes, almas perdidas, forever
Skagboys, los chicos del caballo. Los esclavos de la heroína. La cara fea
de una ciudad escaparate. La bella y la bestia, juntos, inseparables, indivisibles.
La vida misma.
Me
niego a abrir los ojos, los oídos, la mente, a este aburrido y predecible
presente. Huyo de la mera idea de vislumbrar el estúpido concurso que muestran
en la media docena de televisores, última generación, que abarrotan las paredes. No quiero escuchar
la salsa, el merengue, el reggeaton,
o lo que demonios sea esa empalagosa melodía, acompañada de insoportables
voces, que derrama almíbar a través de los bafles, desde las esquinas del techo
de este infame tugurio, que tiene la osadía de autocalificarse como Pub Irlandés.
¡Un carajo, pub irlandés! Deberían prohibirles tal denominación, reventarles
los grifos de caña, hacer rodar por una ladera sus barriles de cerveza. Ahorcarlos
en la plaza pública al amanecer, como hacían hace doscientos años con los
criminales (asesinos, brujas, ladrones de cadáveres) frente al edimburgués pub The Last Drop, en pleno Grassmarket. Menuda infamia, servir Guinness
en este cuchitril, mezcla de casino, discoteca latina y taberna de barrio. Tan
sólo hubiera faltado que me ofrecieran unas aceitunas para acompañar la oscura
birra.
Bebo
y bebo y vuelvo a beber, como los malditos peces en el revuelto río navideño,
de papel de aluminio. ¡Va por ustedes!, claro que sí. Va por ti, mi entrañable
y pícaro John, hermano mío. Va por ti, Jennifer, corazón inmenso. Var por todos
ellos, nombres ficticios o reales que atestan una interminable lista, grabada a
fuego en mi memoria y que cada noche puebla los recovecos de mis sueños.
Va
por ti, Koldo, mi irreductible vasco-navarro, el rey del reciclaje, futuro Lehendakari. Va por Cristina, ambición,
tesón y un corazoncito que no conseguía ocultar del todo, Marta, su dulzura
gallega y bondad, Luna, su frescura y su risa sensual; Erika, mi amor vikingo, kiwie e imposible; Sally ,mi dulce Sally, Tobbie, mi payaso
favorito, carcajadas compartidas, Juliette, romance, sueño, manta y Titanic;
Esmeralda, su coraje, su hambre de vida, Marina, lo que no pudo ser y el trenecito de juguete; David,
eterno David, Bea, mamá incansable a jornada completa, apoyo y cariño sinceros;
Álvaro, risas, carreteras secundarias, forito blanco; Lailai, exótica, tímida y
risueña, Rachel, mi querida Rachel, su sonrisa ladeada, diente mellado, y su
risotada de muchacho. Clara, su simétrico rostro, ojos de gata, sexy y
parlanchina, en su universo paralelo con aroma a Chanel; Hans, hola mi amigo, descansa, mein
freund, descansa. Vera, simpatía y lealtad a raudales, amistad sincera y duradera.
Va por todos ellos y tantos más, vivientes, finados, o imaginarios, que
cambiaron por siempre mi vida. Abrieron mi pueblerina mente, me descubrieron
mundos paralelos, pecaminosos placeres, me mostraron qué había más allá del pequeño
pueblo, más allá de la modesta región norteña. Colmaron mi corazón con su cariño,
vivencias, apoyo y compañía.
Veinte
de febrero, indeleble efemérides en mi invisible calendario interno. Tatuada a
fuego en el reverso del alma. Diecisiete años ya, desde aquella mágica fecha
capicúa 20/02/2002, cuando subí a
aquel enorme avión blanco, con la maleta abarrotada de ropas, sueños, viandas
del terruño, y algún kilo de miedo, que burló mi vigía y se coló adentro.
Veinte
de febrero, el cumple de la nena, de mi
bichito, que ya no es tan nena. Veintiún inviernos, ese especial
aniversario por aquellas verdes tierras (veo ahí mismo a Vicky, preciosa,
exultante, irradiando entusiasmo con su vestidito de Princesa de cuento rosa,
en la vieja Inglaterra). Felicidades, cariño, ojalá halles tu propio sueño, tu
camino, tu particular mágica y hermosa Escocia.
Y
va por ti, como no, Lucía, también cumpleañera. Mil besos, mil gracias por
aquella electrónica carta, tus animosas y consoladoras palabras, tus buenos
deseos y por las risas compartidas, ante heladas Heinecken en verde botella (con colorada servilleta de
papel rodeando el gollete), entre las paredes del piso superior del unediano Bar Parlamento, y por aquel cálido
y último abrazo, frente al café Junco, o quizás fue junto al bar Dominó, en
vísperas de la capicúa fecha, del viaje vespertino a bordo del autobús VIP
(cuero, azafata, prensa y café con pasiegos) a la capital del Reino (Madrid, la
de la canción de Sabina, la de mi equipo de infancia), en vísperas del emocionante vuelo a aquel, por
entonces para mí, lejano, romántico e incluso exótico país.
¡Va
por ustedes, queridos lectores!
¡Va
por ti, mi Bonnie Scotland!
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