Los últimos días de enero la nieve cedió su cetro a la lluvia. Una lluvia
constante, con paciencia, sin prisa. Un eterno sirimiri que calaba tus huesos y
empapaba el alma. Las calles de Edimburgo, envueltas en una bruma húmeda y gris,
se mostraban más desapacibles que nunca, y a su vez más misteriosas, románticas
y atrayentes.
Cristina y yo no acostumbrábamos mucho a salir en esas tardes que eran
noches. Mejor optábamos por apretujarnos en el sofá, suave manta sobre nuestras
rodillas, cálidas tazas de café en nuestras manos. Absortos ante la pequeña
televisión, en el sofá del living, contemplando
las bravuconadas, poses chulescas y frases lapidarias del gran Horacio, en si-es-ai, el CSI de toda la vida, o
viejas y horribles películas donde el bueno de Steven Seagal se liaba a
mamporros, dejando a doce o veinte pobres hombres malheridos, y a continuación
pronunciaba su monólogo en favor de la paz mundial, los indios aborígenes y el
buen rollito, provocando nuestras incontenibles carcajadas. Todo ello en el
idioma de Shakespeare, con los consiguientes subtítulos que nos echaban un
cable cuando nuestras cansadas neuronas encendían el piloto rojo de emergencia.
Incluso quedábamos abismados, tratando de averiguar quién era esta vez el vil
asesino que había dado matarile a la víctima de turno, sin salir de un salón de
té, en presencia de una docena de personas, aprovechando los diez segundos que
duró un misterioso apagón de luz. Nos mirábamos a los ojos, abiertos de par en
par, y libreta y lápiz en mano nos lanzábamos a resolver el misterio con la
intención de adelantarnos a la Señorita Fletcher. Ante lo complicado de la
tarea y ya rendidos, Cris concluía el ejercicio con otra de sus frases y su
cantarín tono montañés:
̶ ¡Pero bueno, esta dulce señora
no cae en la cuenta de que allá donde va se muere alguien alrededor? ̶ , y regresaban las risas, los lapiceros caían
al suelo y el canal cambiaba de número.
Mas no siempre nos recluíamos de aquella manera. Hubo tardes, como en la
ocasión que voy a referir, en las que nos acicalábamos ante el espejo,
vestíamos nuestras mejores ropas, nos ungíamos con potingues de guerra, lápiz de
ojos y carmín, ella; yo gomina y colonia
barata, y acudíamos a fiestas, cenas, pelis, orgías ̶ platónicas ̶
bailes, o bombardeos.
̶ Jorge, ¿tienes plan para el
viernes? Celia nos ha invitado a cenar en su casa ̶ me dijo a principio de semana.
Celia era una amiga en común, pero con Cris compartía la procedencia de sus
parejas, ambos eran rusos, aunque el mozo de mi compañera de piso residía en su
país. Inmigrante veterana, camarera de garito nocturno, Celia empeñaba sus
ratos libres en la búsqueda de un empleo estable, digno, que le permitiese dejar
la barra del bar para siempre, o al menos pasarse al otro lado y limitarse a
pedir copas y bebérselas. Natural de Tarragona, se instaló en Edimburgo tras
probar suerte primero en una pequeña localidad del sur de Inglaterra, donde tan
sólo encontró clientes rapados, obesos y tatuados, gritándole obscenidades
entre consumición y consumición, e inglesitas chonis igual de maleducadas que sus hombretones, o peor, luciendo
vestiditos de verano en lo más crudo del invierno, combatiendo la hipotermia a
base de alcohol, en un continuo concurso de a
ver quién muestra más piel blancuzca por centímetro cuadrado. Hasta que una
noche, su príncipe azul aparcó en doble fila su caballo blanco, entró en aquel
antro empujando con fuerza las puertas batientes, la sacó en volandas de detrás
de aquella infame barra y, con una sonrisa Profidén, le dijo ojoss nekros teness, en un español,
áspero y duro, aprendido en una academia
en su originaria San Petersburgo. Akim, un mocetón rubio de ojos azules,
metro ochenta y cinco y espaldas de nadador de travesía.
Celia levitaba en su sueño, compartiendo con su Boris una pequeña buhardilla en
Stenhouse, aunque continuase sirviendo pintas, shots de vodka y cubatas azules y amarillos, prefabricados y en
botella.
Aquel vienes, Celia deseaba presentar en sociedad a su
Iván Drago particular. Así que organizó una cena casera, a base de picoteo ibérico,
espagueti a la boloñesa, vino de Rioja y tiramisú de la línea delicatessen del Asda. Compartiríamos
mesa un total de seis personas, la pareja anfitriona, dos chicas escocesas a
las cuales conocía de vista de otras celebraciones ̶ durante las que no se me escaparon sus
continuos arrumacos y carantoñas ̶ y
nosotros dos.
Caminábamos apresurados por la acera que ascendía por Morrison Street, pasando el Haymarket
Pub. Era estrecha, con un alto muro bordeando su lado derecho. Íbamos con
algo de retraso porque nos habíamos entretenido en exceso con nuestros ungüentos
y vestimentas. Apenas lloviznaba ya, pero la calle y la acera conservaban una
capa de agua. Por delante de nosotros, a escasos cincuenta metros, andaba otra
pareja, cogidos del brazo, cobijándose bajo un amplio paraguas de un rojo
intenso, salteado de corazones amarillos.
Un ruido fortísimo nos detuvo en seco. Encogidos, en posición defensiva.
Un rugido ensordecedor, acompañado de otro sonido de fricción. Un coche a
toda velocidad trataba de girar hacia la derecha, procedente del semáforo de Torphichen Place, a la altura del Diane´s Pool Hall. Lo habría atravesado
en ámbar, a punto de cambiar, o quizás ya en rojo. Era un BMW deportivo, negro
como la noche, aunque sólo alcanzamos a ver sus faros delanteros. El motor
rugiendo, con la aguja del cuentarevoluciones en un ángulo imposible. Los
neumáticos derrapando, incapaces de adherirse al asfalto mojado.
Un golpe sordo. Un grito.
El vehículo no logró completar la cerrada curva. Sus ruedas brincaron,
invadiendo la acera. Nuestra acera. Vimos saltar hacia un lado a la pareja que
nos precedía. El BMW regresó a la calzada. Quedó parado. Cruzado en la mitad de
ambos carriles. La rueda delantera izquierda reventada, extrañamente doblada.
El capó dejaba escapar un humo blanquecino.
Corrimos hacia ellos, hacia nuestros compañeros de acera.
̶ Are you ok?
Temblaban como cachorros abandonados. Se abrazaban junto a la pared. Ella
lloraba sin consuelo, todavía asustada, sabiéndose afortunada. Él trataba de
darle consuelo, a modo de susurros, caricias y besos. Sí, estaban bien. No
llegó a rozarles. Tan sólo el susto, el momento helador, su vida reproducida a
cámara rápida en la mini-pantalla de sus cerebros.
̶ We´re just married ̶ dijo ella, todavía tiritando, con voz
temblorosa y acento irlandés, a duras penas sonriendo, mirándonos con la
dulzura que aporta la ilusión todavía sin mancha, virgen, pura.
̶ Congratulations! ̶
respondimos, algo confusos, al unísono, yo rocé su antebrazo, a modo de
consuelo por el susto, enhorabuena por el grato anuncio, y despedida.
El sonido de las sirenas nos aportó tranquilidad y cierto sosiego. Los tres
chavales, muy jóvenes, que ocupaban el coche, salían de él, cabizbajos,
resignados, sin ninguna intención de huír. Sabedores de que la noche había
echado la persiana para ellos.
Ya alrededor de la mesa, a los postres, decidimos animar la reunión,
secuestrada en gran parte por nuestra tensa experiencia previa , relatando anécdotas divertidas, confidencias misteriosas, avistamientos OVNI.
Vamos, cualquier cosa. Conversábamos en inglés, pues las chicas escocesas no
conocían otro idioma. Entonces, Akim, con la carga ya algo ladeada, debido a
los numerosos chupitos de vodka con los que había acompañado el postre
italiano, contó como hace unas semanas, en un pub de Leith, acodado en la barra
con su pinta de cerveza, entabló conversación con un chico muy simpático y
hablador, poseedor de un fuerte acento de Fife, el cual, en un momento dado, le
pidió amablemente un beso en los labios.
̶ ¿Cómo que te pidió un beso en la
boca? ¿No se lo darías? ̶ le interrumpió Celia, con un gesto en su
rostro, más mueca que sonrisa. Temiendo, agorera, la respuesta.
̶ Sí, claro ̶ se
limitó a decir él. Mirándola, entre preocupado y extrañado. Temiendo el futuro
inmediato. El regreso al hogar compartido.
Todos quedamos en silencio. Las cucharillas de postre a medio camino de
nuestras bocas. Miradas encontradas, ojos muy abiertos. Cris y yo, de soslayo,
con asombro e incredulidad: ¿has
entendido lo mismo que yo?, la misma pregunta, por ambos gritada, sin
palabras. Las chavalas escocesas, cómplices, divertidas, encariñadas.
̶ ¡Ya hablaremos, tú y yo, en casa! ̶ zanjó
la catalana, algo azorada.
Y supimos que la velada llegaba a su fin. El telón, en ausencia de
aplausos, al suelo bajaba. El melodrama continuaría en el interior de una
pequeña buhardilla, en una apacible calle de Stenhouse.
Una noche completa!! jajaja.
ResponderEliminarPues la verdad es que sí.
ResponderEliminarGracias por comentar. Me dan vidilla vuestros comentarios, pues sientes que hay ahí fuera alguién que lee tus tonterías.
Un saludo