sábado, 18 de julio de 2020

F142 - La historia que no contaré (febrero 2006)


Febrero comenzaba a abrir los ojos. Febrero, un mes de celebraciones, el cual con el tiempo se convertiría en el mes de la nostalgia. En unas pocas semanas se juntarían tres aniversarios en un solo día. Tres efemérides que marcarían a fuego el día veinte en lo más profundo de mi memoria. Una de las pequeñajas cumpliría ocho añazos, a mi amiga, y unediana, Lucía le caerían unas cuantas castañas más (festejadas quizás en el piso superior del Parlamento, botella helada de Heineken en mano, compartiendo su alocada risa con otro, un vulgar sustituto; ojalá fuera así; Dios quiera que no), y yo mismo alcanzaría la barrera de los cuatro años en Edimburgo, a partir de la cual empezaba la locura, según palabras del bueno de Koldo.

Sin embargo, febrero tan sólo desperezaba...

Algunas veces, escribir estas líneas, volcar sobre el blanco de la pantalla mis recuerdos, provoca dolor. Más que dolor, digamos ansiedad, duda, incluso un sentimiento de culpa anticipada. ¿Qué decir, qué callar? ¿Hasta dónde relatar? ¿Quién me dio autorización para revelar ciertos secretos? ¿Cuánto tormento pudiera causar? Por eso me concedo la licencia de trastocar hechos, disfrazar personajes, manipular fechas, mudar lugares. Tan sólo espero, deseo, que estos torpes filtros amortigüen el golpe si alguno de los protagonistas salta del folio luminoso a la vida real.

Aquel febrero...

Una sensación de caída al vacío hace que abra los ojos. Trato de reponerme del sobresalto. Estiro  los brazos, bostezando de forma ruidosa. La fina manta resbala hasta el suelo. Me incorporo despacio, quedando sentado en el sofá de cuero. Frente a mí, el plasma del televisor exhibe un concurso de dardos; en una de las esquinas superiores, el símbolo de volumen apagado. Stevie no se encuentra en casa.

Suena el móvil, que descansa sobre la mesita de café. Se desplaza, despacio, haciendo vibrar el cristal de la superficie. Lo cojo de manera automática, sin comprobar la pantalla, todavía bajo el sopor del sueño.

̶  Hola Jorge.
Reconozco de inmediato la voz. No es necesario que se presente. Pertenece a una persona cercana, a su vez tan lejana. Una voz del pasado. Un fantasma que acude a visitar al jefe. Mas yo no soy jefe. No soy nada. Sin embargo me telefonea a mí. Acude a mi persona antes que a sus padres, hermanos, amigos, pareja. No soy nadie. Lo soy todo en ese instante.

Es una llamada incómoda. Una de esas que nunca deseas recibir, ni emitir. A su vez es grata. Me hace sentir mal y bien al mismo tiempo. Es una llamada extraña. Una persona, a quien has querido, a la cual sigues estimando, se acuerda de ti en la distancia. Alguien que ha sufrido un trauma, una experiencia nefasta. Alguien que ha conocido el horror de primera mano. Un terror anónimo. Una locura sin firma. Su voz llega, de forma milagrosa, desde un universo paralelo, desde el otro lado del túnel. Una llamada del más acá. Adivinas lágrimas ya enjugadas. Intuyes el pánico del momento, el pavor a sucumbir a la obscuridad, el desamparo en soledad. Darías tu alma por haber podido estar allí. Abrazando, dando consuelo, siendo escudo y lanza. Defendiendo, quizás peleando. Tal vez, incluso matando.

La impotencia te oprime, agarrota tu mano que oprime el teléfono haciéndolo crujir. Sin embargo, no permites que la rabia contagie tu ánimo. Debes silenciar tus pensamientos inmediatos, candentes, peligrosos, temerarios. Debes escuchar esa voz afligida, temerosa, valiente. Esa voz que a punto estuvo de no ser.

Las mejores historias son aquellas que no se pueden contar. Tan sólo puedes mostrarlas de refilón. Su recuerdo trae pena, su relato esconde angustia bajo las teclas. Sufro viendo unas imágenes que nunca observé. Me siento culpable al destapar un malestar ya olvidado.

̶  Cuando todo acabó, al dejar aquello atrás, y en la seguridad del hogar, me acordé de ti. Fuiste la primera persona que asomó a mi mente. No me preguntes el porqué.
̶  ¿De mí? Pero…
̶  Gracias por estar ahí, Jorge
Colgó y el silencio se hizo atronador. Delante de mí, un obeso lanzador de dardos apuntaba a la diana, concentrado, con un ojo entornado, asomando la punta de su lengua entre los labios.
La vida continuaba sin inmutarse, ajena al horror, ignorante de la aflicción.

Las mejores historias son aquellas que no se pueden contar.


6 comentarios:

  1. No es fácil saber cuánto hay que trastocar un texto para que se reconozca lo menos posible la verdad.

    Besos.

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  2. Así es. Relatar pedacitos de tu vida, a veces implica contar trozos de la vida de otros.

    Pero, también podría ser todo mentira...

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  3. Me ha encantado.

    Qué bueno lo del fantasma que acude al jefe pero no eres el jefe (no me permite copiar el párrafo).

    Tiene mucho sentido, a veces por cierto puede ser un compromiso si no es alguien cercano, mejor no enterarse de las cosas.

    Saludos, viki

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  4. Hola Viki,

    Estoy haciendo ronda de respuestas a tus comentarios jaja.

    Gracias por estar de vuelta.

    Fue una historia muy dura. No me veo éticamente autorizado para relatarla. Por eso la dejo asomar tras el telón.

    Lo otro. Un pequeño guiño de homenaje a Los Fantasmas Atacan al Jefe, gran película de nuestros tiempos.

    Un saludo

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  5. Lo tenía pendiente, Jorge, no es que me hubiese marchado pero anduve ocupada y veo que estos meses has publicado más :)

    "Esa voz que a punto estuvo de no ser". Parece que tuvo que ser duro, si.

    Saludos,

    viki

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  6. Lo sé viki. Siempre estuviste ahí. Desde el principio.
    Gracias.
    Me gustó eso del "rincón sin turistas".
    Un abrazo

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