Febrero
comenzaba a abrir los ojos. Febrero, un mes de celebraciones, el cual con el
tiempo se convertiría en el mes de la nostalgia. En unas pocas semanas se
juntarían tres aniversarios en un solo día. Tres efemérides que marcarían a
fuego el día veinte en lo más profundo de mi memoria. Una de las pequeñajas
cumpliría ocho añazos, a mi amiga, y unediana,
Lucía le caerían unas cuantas castañas más (festejadas quizás en el piso
superior del Parlamento, botella helada de Heineken en mano, compartiendo su
alocada risa con otro, un vulgar sustituto; ojalá fuera así; Dios quiera que
no), y yo mismo alcanzaría la barrera de los cuatro años en Edimburgo, a partir
de la cual empezaba la locura, según palabras del bueno de Koldo.
Sin embargo,
febrero tan sólo desperezaba...
Algunas
veces, escribir estas líneas, volcar sobre el blanco de la pantalla mis
recuerdos, provoca dolor. Más que dolor, digamos ansiedad, duda, incluso un
sentimiento de culpa anticipada. ¿Qué decir, qué callar? ¿Hasta dónde relatar? ¿Quién
me dio autorización para revelar ciertos secretos? ¿Cuánto tormento pudiera causar?
Por eso me concedo la licencia de trastocar hechos, disfrazar personajes,
manipular fechas, mudar lugares. Tan sólo espero, deseo, que estos torpes
filtros amortigüen el golpe si alguno de los protagonistas salta del folio
luminoso a la vida real.
Aquel febrero...
Aquel febrero...
Una
sensación de caída al vacío hace que abra los ojos. Trato de reponerme del
sobresalto. Estiro los brazos,
bostezando de forma ruidosa. La fina manta resbala hasta el suelo. Me incorporo
despacio, quedando sentado en el sofá de cuero. Frente a mí, el plasma del
televisor exhibe un concurso de dardos; en una de las esquinas superiores, el
símbolo de volumen apagado. Stevie no se encuentra en casa.
Suena el
móvil, que descansa sobre la mesita de café. Se desplaza, despacio, haciendo
vibrar el cristal de la superficie. Lo cojo de manera automática, sin comprobar
la pantalla, todavía bajo el sopor del sueño.
̶ Hola Jorge.
Reconozco de
inmediato la voz. No es necesario que se presente. Pertenece a una persona
cercana, a su vez tan lejana. Una voz del pasado. Un fantasma que acude a
visitar al jefe. Mas yo no soy jefe. No soy nada. Sin embargo me telefonea a
mí. Acude a mi persona antes que a sus padres, hermanos, amigos, pareja. No soy
nadie. Lo soy todo en ese instante.
Es una
llamada incómoda. Una de esas que nunca deseas recibir, ni emitir. A su vez es
grata. Me hace sentir mal y bien al mismo tiempo. Es una llamada extraña. Una
persona, a quien has querido, a la cual sigues estimando, se acuerda de ti en
la distancia. Alguien que ha sufrido un trauma, una experiencia nefasta. Alguien
que ha conocido el horror de primera mano. Un terror anónimo. Una locura sin
firma. Su voz llega, de forma milagrosa, desde un universo paralelo, desde el
otro lado del túnel. Una llamada del más acá. Adivinas lágrimas ya enjugadas.
Intuyes el pánico del momento, el pavor a sucumbir a la obscuridad, el
desamparo en soledad. Darías tu alma por haber podido estar allí. Abrazando,
dando consuelo, siendo escudo y lanza. Defendiendo, quizás peleando. Tal vez,
incluso matando.
La
impotencia te oprime, agarrota tu mano que oprime el teléfono haciéndolo
crujir. Sin embargo, no permites que la rabia contagie tu ánimo. Debes
silenciar tus pensamientos inmediatos, candentes, peligrosos, temerarios. Debes
escuchar esa voz afligida, temerosa, valiente. Esa voz que a punto estuvo de no
ser.
Las mejores
historias son aquellas que no se pueden contar. Tan sólo puedes mostrarlas de
refilón. Su recuerdo trae pena, su relato esconde angustia bajo las teclas.
Sufro viendo unas imágenes que nunca observé. Me siento culpable al destapar un
malestar ya olvidado.
̶ Cuando todo acabó, al dejar aquello atrás, y en la seguridad del hogar, me acordé de ti. Fuiste la primera persona que asomó a mi mente. No me preguntes el porqué.
̶ ¿De mí? Pero…
̶ Gracias por estar ahí, Jorge
Colgó y el
silencio se hizo atronador. Delante de mí, un obeso lanzador de dardos apuntaba
a la diana, concentrado, con un ojo entornado, asomando la punta de su lengua
entre los labios.
La vida
continuaba sin inmutarse, ajena al horror, ignorante de la aflicción.
Las mejores
historias son aquellas que no se pueden contar.
No es fácil saber cuánto hay que trastocar un texto para que se reconozca lo menos posible la verdad.
ResponderEliminarBesos.
Así es. Relatar pedacitos de tu vida, a veces implica contar trozos de la vida de otros.
ResponderEliminarPero, también podría ser todo mentira...
Me ha encantado.
ResponderEliminarQué bueno lo del fantasma que acude al jefe pero no eres el jefe (no me permite copiar el párrafo).
Tiene mucho sentido, a veces por cierto puede ser un compromiso si no es alguien cercano, mejor no enterarse de las cosas.
Saludos, viki
Hola Viki,
ResponderEliminarEstoy haciendo ronda de respuestas a tus comentarios jaja.
Gracias por estar de vuelta.
Fue una historia muy dura. No me veo éticamente autorizado para relatarla. Por eso la dejo asomar tras el telón.
Lo otro. Un pequeño guiño de homenaje a Los Fantasmas Atacan al Jefe, gran película de nuestros tiempos.
Un saludo
Lo tenía pendiente, Jorge, no es que me hubiese marchado pero anduve ocupada y veo que estos meses has publicado más :)
ResponderEliminar"Esa voz que a punto estuvo de no ser". Parece que tuvo que ser duro, si.
Saludos,
viki
Lo sé viki. Siempre estuviste ahí. Desde el principio.
ResponderEliminarGracias.
Me gustó eso del "rincón sin turistas".
Un abrazo