“Me quedé realmente triste, viendo
partir tu tren. Te añoro, hermano”
Leo una y otra vez el breve mensaje. La pantallita del móvil
se oscurece, se emborrona. Trato de convencerme de que es debido a la escasez
de batería, nada que ver con la cortina acuosa que cubre mis ojos. Acabo de
recibirlo, un guasap de John.
Habían transcurrido ya dos años desde la última escapada a mi
adorada Edimburgo. A pesar de la promesa
que me hice a mí mismo, la de acudir al menos una vez al año. La vida, con sus
rutinas y sus quehaceres, sus palos y sus recompensas, suele establecer su
propio calendario. La vida no entiende de nostalgias, de promesas, de sueños
rotos, de hermanos extranjeros. La vida va a lo suyo, cual rodillo de
apisonadora, inmutable ante sentimentalismos y ñoñerías. ¡Levanta el trasero de
la cama, apaga el despertador, lava tus legañas, ponte el uniforme, produce,
come y calla, no te enamores, no pienses, mata tus ensoñaciones, no te
ilusiones, cesa de leer ridículas historias, para de escribir tus chorradas!
Dos años. Todo continúa igual. Todo ha cambiado. Encontré una
ciudad moderna, casi futurista (ese autobús que une la capital con el
aeropuerto, twenty-four seven, siete
días a la semana, veinticuatro horas diarias, entusiasmaría al propio Marty McFly).
Una ciudad hambrienta de turistas, de popularidad, de dinero. Una ciudad más
anónima que nunca, empeñada en finiquitar su magia, su misterio, su esencia,
día a día, libra a libra. Sin complejos. Sin vergüenza.
Conviví con mis propios fantasmas. Eché mano de mis viejos
rincones, aquellos que agazapados tratan de salvarse de la maquinaria pesada
que monta hoteles y destruye sueños. No fue sencillo, pero algunos quedan.
Acudí a mi Manual de Nostalgia Personal: tomé un café sentando en aquel sofá de
bar, testigo de tantos arrumacos, besos y caricias, entre Marina y yo; paseé
bordeando el canal ̶ Water
of Leith ̶ como
si tuviera a Erika a mi lado, su eterna sonrisa, su español salpicado de
preciosas incorrecciones; el tren me llevó a un pueblecito, a sentir el cariño
de Jennifer y John y su preciosa pequeña, él me recibió con su imborrable
sonrisa de pillastre, besos y cálido abrazo; de regreso a la capital tampoco faltó la
hamburguesa, con su inseparable pinta de cerveza tostada en el viejo pub The Abbey, donde la camarera me guiñó el
ojo, reconociéndome, como si hubiera transcurrido tan sólo una semana en lugar
de veinticuatro meses; rodeé la vieja escuela, donde trabajé los últimos años,
con sus murales infantiles decorando los tabiques del patio, silencioso, triste
y siniestro, sin los gritos, voces y risas de sus pequeños moradores; me asomé a
la inmensa puerta del Templo, con sus majestuosas columnas, sin intención
alguna de entrar a consumir, devolviéndoles con rencor su arresto y orden de
alejamiento; me acerqué al viejo hospital, tan grande y apartado, un remanso de
paz con sus inmensos jardines, lo contemplé desde la lejanía de la carretera,
sonreí recordando a mis abueletes, tan mayores y tan chiquillos, no pude evitar
que mi sweet Sally me susurrara al
oído dulces recuerdos; visité la torre de apartamentos en Leith Links, donde compartí aventuras y disgustos con la alocada
Esmeralda, lo hice a media noche,
atajando por el camino que atraviesa el cementerio, retando a las leyendas,
mordiéndome el miedo.
Una
mañana, tras visitar la Biblioteca Central de George Bridge, tantas horas sobre
sus viejas mesas, leyendo, investigando para mis trabajos escolares, no pude
evitar detenerme ante el Elephant House. La casa de los elefantes, fuente de
numerosos recuerdos y vivencias. No salía de mi asombro. Una marabunta de
gente, fuera y adentro. Una especie de altar tras el escaparate, proclamando
una medio mentira a diestro y siniestro: aquí nació Harry Potter, cuando su
autora comenzó la mastodóntica obra en otro anónimo pub, y que así lo
testimonia una pequeña placa en plena calle. El lugar se vendió al vil metal,
desterrando para siempre esa magia que tuvo y que, paradójicamente, desea
poseer.
Allí
estaba yo, con mi mochilita a la espalda y esa sonrisa que invade a los que
viven en otro mundo. Curioso, caminé paralelo a la fila de potenciales
clientes, detenidos tras el cartel: “Espere a ser acomodado”. Un joven camarero
salió a mi paso, cual bandolero de Curro Jiménez impidiendo mi avance.
Sonriente, uniforme impecable, a falta de navaja de siete muelles en la faja.
̶ Disculpe, debe situarse en la fila de
espera ̶
dijo, con acento latino, probablemente italiano.
̶ Tan sólo quiero echar un vistazo.
̶ ¿Sabe usted que para echar un vistazo debe
pagar una libra para caridad? ̶ el muchacho dijo en inglés “for the
charity”, delatando su origen foráneo, pues la expresión correcta es “for charity”. Y señaló una urna
transparente, llena de monedas y billetes, en lugar de inútiles papeletas de
votos para impresentables candidatos.
Me
quedé atónito, mirándole a los ojos. El tipo no se inmutó, echando por tierra
mi ligera esperanza de que se tratara de una broma.
̶ ¿En serio?
̶ Sí, en serio.
̶ Pues gracias, adiós muy buenas ̶ giré
sobre mis talones y me alejé de ese antro pintado de oro.
Fue Joaquín Sabina quien dijo algo así como que «al lugar en el que fuiste feliz no has de tratar de volver».
ResponderEliminarBesos.
Conozco la canción, por supuesto. El gran Sabina. Lo que ignoro es si el dicho ya existía o es suyo.
EliminarNo estoy del todo de acuerdo. S mi me encanta regresar a esos lugares donde toqué con la punta de los dedos la felicidad (mucho más no sé deja). Aunque todo haya cambiado. Dentro de mí nada ha cambiado.
Gracias por seguir ahí y haber comentado.
Un saludo.
Jorge Ariz
Tiene que ver algo,la desilusion que te has llevado en tu ultimo viaje por la perdida de identidad de Edimburgo,con tu “suicidio” en el foro?.
ResponderEliminarUn saludo
No. Es una purga. Ya tocaba.
EliminarFdo.: Jorge Ariz
ResponderEliminar(Desde móvil no sale firma automática).