Ya entrada la noche, las cercanas luces de Edimburgo nos
daban una silenciosa bienvenida. Los cuatro correspondimos con nuestro propio
silencio, rostros cansados y espíritu abatido. Atrás quedaban días de aventura
y evasión, de bronca y desengaño.
Sin
necesidad de compartirlo, todos supimos que algo especial se había quebrado.
Aquel curioso lazo de unión ligado a base de cafés, risas y confidencias en el
Elephant House se deshizo para siempre. En la penumbra del pequeño coche, tan
sólo rota por la tenue luz del salpicadero y por las ráfagas que proyectaban
los vehículos que nos cruzábamos, tuvimos la certeza de que aquellas luces
próximas serían la meta. Nuestra meta. El final de una singular amistad,
trabada desde la soledad compartida, la dureza de vivir lejos de los tuyos, el
clima adverso, las costumbres añoradas. La parejita se despeñó por el barranco
del engaño pasional, así Moisés volvería a su vida de eterno soltero, la
jovencita atolondrada seguiría en sus mundos de Yupi; Úrsula retornaría a sus
revoluciones proletarias respaldadas con la visa oro en el bolsillo trasero de
los vaqueros de diseño y yo, yo regresaría a mis libros, a mis solitarios
cafés, a mis ensoñaciones.
La penúltima
parada ̶ nunca
la última, pues no sabes qué te espera en la próxima curva ̶ de
aquella loca carrera tuvo tintes surrealistas. Luego de perdernos, por enésima
vez, por las oscuras carreteras secundarias de aquella Escocia escondida,
terminamos visitando a unos amigos del primo del cuñado de Úrsula, quien nos
aseguró que se trataba de “unos tíos de puta madre”, y claro, ante tales
referencias tuvimos que rendirnos sin oponer resistencia.
Los individuos en cuestión, cuyas
mamás las supongo santas, vivían en una gigantesca caravana, varada frente a la
bahía, en la hermosa ciudad portuaria de Oban. Aquel desvencijado armatoste,
con costras de óxido por doquier, se sostenía sobre ruedas pinchadas y pequeños
bloques de hormigón armado. Compartían espacio con dos enormes perros dóberman,
un gato blanco con ojeras negras cual mapache y tres conejos que corrían como
locos ante cualquier amago de caricia. El interior del habitáculo olía a sudor,
alubias dulces recalentadas y marihuana. Sobre todo olía a marihuana. La
neblina flotante se aclaraba , abriendo la pequeña portezuela y un gran
ventanal, cuando alguno de los habitantes tropezaba con uno de los conejos y se
daba algún coscorrón. Nunca supe el número de personas que allí cohabitaban.
Llegué a contar cuatro chicos y cinco chavalas, todos en plena ibérica
adolescencia, ya saben, de la veintena a los treinta y cinco, o más. Allí nadie
madrugaba, ninguno parecía tener prisa. Su vida transcurría entre la playa, un
diminuto huerto y aquella casona móvil que ya jamás se movería. Todo ello
convenientemente gaseado por aquella niebla de dulce aroma, que provocaba en
ellos risas colectivas, enajenadas, monólogos frente al espejo del baño y
diálogos de besugos hasta altas horas de la madrugada.
Dormir no fue tarea sencilla.
Al
fin se hizo el silencio. Dejaron entreabierta una pequeña escotilla, para que
el humo saliera a tomar el fresco. Todos nos tumbamos donde pudimos. Mezclados,
algunos revueltos. Yo recuerdo hallarme en un colchón, cuyo aspecto elegí no
escrutar, con una moceta a un lado y un bigardo al otro. Sin edredón alguno,
pues el calor encerrado era insoportable. Dormité a ratos, de puro agotamiento, un ojo
cerrado y el otro sobre los canes, que vigilaban la puerta con formalidad
castrense, y de vez en cuando controlaba la distancia que me separaba del joven
adolescente, rondaba los treinta y cuatro, pues como dicen en mi pueblo, amigos
sí, pero mariconadas las justas.
La presencia de aquellos guardianes
caninos me hizo sentir un déja vù, transportándome a otra ciudad, otro colchón,
otra insólita noche, en la cual dormí asiendo un cuchillo bajo la almohada, por
primera vez en mi vida. Aquí ya estaba escoltado, por uno y otro extremo.
Hubiera preferido “un sándwich de enfermeras”, como decía el bueno de John,
pero nunca se puede tener todo.
Miranda y Moisés chocaron con su
muro en aquella casa rodante. Mimo
saltó en mil pedazos. Esa última noche, tras compartir cigarrillos trucados,
carcajadas, besos y caricias quedaron rendidos sobre un estrecho colchón. Mas
él, ya de madrugada, sintió frío y al tratar de acurrucarse al calor de su
amada halló un vacío que apenas desprendía tibieza. Preocupado se levantó
frotándose las legañas y la entrepierna, deambuló buscando a la tenue luz del
amanecer a su joven amante. La halló en uno de los pequeños cuartos, sobre una
colchoneta a medio inflar, amarilla con pequeñas anclas azules, junto a un
chicarrón australiano, cuyo nombre no logré memorizar, cuyos bronceados brazos
rodeaban su pecho y su vientre y piernas abrigaban la pálida desnudez de ella.
Una gran rotonda nos dio la bienvenida.
Edimburgo se extendía tras ella más mágica y enigmática que nunca. Al fondo, el
majestuoso castillo nos guiñaba el ojo de su inexistente torre.
Por fin en casa, pensé agotado, soportando
el peso de una nostalgia imposible de acumular en tan pocos días. Es extraño,
ya desde mi primera escapada a España con tan sólo seis meses de estancia en la
capital escocesa, cada retorno a Edimburgo poseía aquella sensación de paz
interior, de relajación. Atravesaba los estrechos pasillos del aeropuerto,
camino de la zona donde recogíamos el equipaje y leía distraído en sus paredes
aquel viejo eslogan turístico, el cual bordaba una sonrisa en mi cara,
sabiéndome ya en el hogar.
“Welcome to
Scotland, The Best Small Country in the World!”
El
Ford Ka se detuvo frente al portal del edificio en Dalry Road. Las ventanas del
segundo piso permanecían oscuras. Cristina ya acostada.
Por
fin en casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su opinión me interesa