domingo, 30 de junio de 2019

F115 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (V) (mayo 2005)


Lo peor de todo fueron las noches. Soy un tipo solitario. Siempre lo fui. No temo la soledad, me acompañó en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida. Cierro los ojos y contemplo en la pantalla de mi memoria a aquel crío de doce años, enfermo de introversión, libro en mano, buscando un banco donde sentarse y poder escapar de aquel su pequeño mundo durante unas horas, mientras otros muchos corrían tras una pelota, gritando exasperados, sobre la alfombra de césped de aquellos enormes campos de fútbol, en el viejo colegio a los pies del bello y silencioso valle del Baztán. 

            No temo a la soledad. En mi interior atesoro numerosas armas para combatirla. Mas su mordida es dolorosa cuando compartes coche, albergue y aventura con otras tres almas. Tan lejanas, tan diferentes a ti. Lo peor fueron las noches. Me retiraba temprano a descansar, leer o soñar. Aburrido de sus risotadas burlonas, absurdas. Risas que brotaban de sus caras de payaso somnoliento. Risas nacidas de los pequeños cigarrillos, manufacturados, salpicados con trocitos de aquel barro oscuro, que se deshacía en la palma de sus manos, bajo el calor de la temblorosa llama. Trozos de aquella goma marrón, que prometían unas horas de evasión, de huída; unas horas en las que enterrar la cabeza bajo tierra, cual cobardes avestruces, incapaces de afrontar el día a día, la fría lluvia, la lejanía de los cálidos abrazos de los suyos, el sudor y dolor muscular que conlleva el esfuerzo para pagar la renta, las facturas, la vida. Trocitos de aquella masa que proporcionaban un aroma dulzón a sus cigarros, nublaba sus mentes y les permitía escapar de su propia soledad compartida, de sus miedos, de su falta de agallas para seguir peleando, haciéndoles soltar carcajadas obscenas, enajenadas, como si hubieran perdido toda esperanza, toda fe en sí mismos.

            A la mañana siguiente, amanecían sombríos, serios, hambrientos, y con la sensación de sentirse engañados. Esto no es lo que nos prometieron. Nos cuesta respirar, abrir los ojos, afrontar el nuevo día, sonreír, pelear.

            Solíamos desayunar en el área común de los albergues u hostales. Comprábamos víveres poniendo una especie de bote común. Leche, café soluble, Colacao, cruasanes de bolsa, pan de molde para tostar, Nocilla. Yo me preparaba un café largo, con una gota de leche. Lo acompañaba de algún cruasán revenido y, alguna vez, de una tostada con una fina película de aquella crema que sabía a verano, piscina e infancia, cuya publicidad proclamaba, antaño, ser el sumun de la merienda saludable para los chiquillos y entonaba sus consabidos ingredientes: ¡leche, cacao, avellanas y azúcar! Mis compañeros de viaje, a su vez, devoraban el resto de leche con toneladas de cacao en polvo y tostadas untadas con un dedo de aquella crema dulce y oscura. Se conoce que los cigarrillos de la risa producen un apetito voraz. Por estos lares, tras una noche de alucinaciones inducidas por humos aromáticos, pastillas de colores u otras sustancias mágicas como los llamados mushrooms (hongos silvestres cuya ingestión te hace contemplar a David el Gnomo vestido de Drag Queen, de copas por Chueca en el día del Orgullo Gay), expresan ese atroz apetito como to get the munchies. Vamos, el “tengo tanta gusa que me comería a Cristo por las patas” de toda la vida.

            La penúltima mañana estalló la tormenta perfecta. Era algo que se olía, se palpaba en la atmósfera, que tarde o temprano sucedería.

            A Miranda se le pegaron las sábanas. Bajó la última a la mesa del desayuno. Todo ojeras y pelos revueltos. Tenía veintipocos años y parecían cuarenta y tantos. Miranda era de las que se preparaba auténticos adoquines de pan de molde tostado con dos dedos de Nutella. Miranda jugaba todos los números para una futura implantología dental de a dos mil euros la pieza. Miranda era una niña pequeña embutida en un cuerpo de joven veinteañera, con mirada y arrugas junto a los ojos de señora divorciada en sus cuarenta y muchos.

            Tras recoger nuestros cachivaches y fregar, los otros tres nos salimos al frescor del porche, despatarrados sobre unas viejas hamacas de mimbre, con cojines descoloridos y salpicados de chorretones de diversas tonalidades y desconocida procedencia.

            El alarido fue atronador.

Un aullido que sobrevoló el cercano lago, rebotó en la ladera salteada de aquellas flores moradas y regresó hasta nuestros sorprendidos oídos, dejando un pitido de recuerdo. Nos levantamos de un salto, los tres al mismo tiempo. Asustados corrimos al interior de la cocina. Miranda se encontraba de pie, junto a la alacena de madera. Sostenía entre sus temblorosos dedos un bote de cristal, con manchas marrones en el interior de sus paredes. Un bote vacío.

            ̶  ¿Quién coño se ha acabado la Nocilla?  ̶  fue su grito de buenos días.

Todos guardamos silencio. Cohibidos. Tímidos de repente. Acojonados, vaya, ante la ira de aquella Afrodita-A en bata rosa, con botas Doc Martens y pelos de bruja. De nada sirvieron nuestras explicaciones: ya quedaba poco ayer; apenas pudimos untar una tostada cada uno; Jorge ni siquiera tomó. Todo constituía una ristra de excusas, todo un complot del universo contra su persona.

            ̶  ¡Sois unos cabrones de mierda!  ̶  sentenció, arrojando con saña el recipiente contra el fregadero, haciéndolo añicos.

El silencio se hizo espeso como la crema de avellanas ya desaparecida. Con sigilo, nos deslizamos afuera, sin apenas rozar las baldosas. Retomamos nuestra butaca de patio, cerramos los ojos y rogamos, por lo bajini, a los dioses celtas que aplacaran la furia de aquella jovenzuela con ojeras de insomne y mono de cacao.

            Hoy visité mi pequeña ciudad norteña. Ola de calor. Cuarenta y dos grados a la sombra fundían las aceras logroñesas. El enorme reloj de la fachada de la estación de autobuses se derretía, homenaje al mismísimo Dalí. Traté de combatir tal calorina. Un garito refrigerado y vacío. Una enorme jarra helada, rebosante de cerveza gallega. Manolo García, quejumbroso, envía una póstuma carta, háblale a las estrellas. Ojeo distraído una obsoleta revista de cotilleos. Apenas salto de foto en foto, de escándalo en escándalo, de titular en titular. Uno de éstos llama mi atención.

                              “El azúcar engancha más que la heroína.”

Y sonrío triste, melancólico, negando por lo bajo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Su opinión me interesa