lunes, 24 de junio de 2019

F114 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (IV) (mayo 2005)


Confieso que nunca intenté hacer el amor en un Simca 1000, pero lo intuyo más sencillo que nuestra forzada convivencia en aquel Ford Ka primerizo. Las horas compartidas entre aquellas cuatro chapas sobre ruedas fueron pasando factura, con el IVA incluido. Afloraron las discusiones, el mal rollo y peores caras. Pero no sucedió de repente.

            La mañana de la tercera jornada en ruta amanecimos temprano. Nuestra intención era aprovechar al máximo el tiempo, para explorar aquellas sinuosas carreteras  ̶  por entonces carecíamos de tecnología de navegación  ̶  a golpe de tocho de plano de carreteras, tan incomprensible como una Biblia en arameo, a fuerza de ensayo y error; buscar misteriosos castillos, incluido el más alejado y popular, el Eilean Donan, debido al poder de la pantalla gigante con Los Inmortales; contemplar los hipnóticos y oscuros lagos, y detenernos, de vez en cuando, para inmortalizar aquellos parajes, con testigos curiosos y peludos: vacas de largos cuernos, potrillos salvajes, ovejas aburridas de ser ovejas.

            Úrsula iba al volante, tras haber protestado la noche anterior sobre el abuso que tanto Moisés, como yo, hacíamos de los mandos de nuestro particular platillo rodante. Insistió que al día siguiente ella sería la piloto, “Y vosotros dos, de miranda con Miranda”, fueron sus palabras, apenas inteligibles entre sus risotadas. Aquellos cigarrillos nocturnos, sobre el sofá del hostal, tan bien formados, cilíndricos, tirando a gruesos, tal vez escondían pequeños polizones aromáticos entre las briznas de su tabaco de liar.

            Úrsula vestía tonos festivos. Colores que no pegaban ni con cola de carpintero, mas me temo que soy la última persona para opinar sobre estilismo. Para mí una camiseta negra, con estampado de grupo punk, unos vaqueros desgastados (que no rotos, eso es una horterada) y unas zapatillas deportivas que conocieron mejores carreras, son alta costura. El modelito de Úrsula, incluía unas bermudas amplias, de color amarillo, en solidaridad con nuestro tronco-móvil exótico. Blusa fucsia, con florecillas negras. Todo ello, acompañado con un pequeño bombín colorado, ladeado sobre su voluminoso peinado, la solitaria rastra parecía querer huir de aquel bochorno.

            A pesar de su aspecto desgarbado, y tan llamativo, Úrsula manejaba de maravilla el pequeño utilitario. Sonreía, charlaba, cantaba, fumaba, conducía y volvía a sonreír. A su izquierda, yo la observaba de soslayo, tras mis oscuras gafas de sol. No salía de mi asombro. “La hija secreta de Carlos Sainz”, pensé divertido.

            A Úrsula le gustaba toquetearlo todo. Sus manos iban y venían. Mandos de la radio, palanca de intermitentes, retrovisor, aire acondicionado, freno de mano, limpiaparabrisas, elevador de lunas, bocina, como si quisiera estar segura de ir manejando aquella pequeña máquina. Y volvía a reír, cantar, charlar, menear su tocada cabeza a ritmo de la música escocesa que atronaba en los bafles, amenizando nuestra excursión y metiéndonos aún más en escena. Úrsula no conducía, soñaba despierta. Incluso cuando atravesábamos una diminuta aldea, tocaba el claxon y saludaba risueña a los lugareños, los cuales nos miraban como las vacas al tren. Entonces ella estallaba en carcajadas, soltaba el volante y aplaudía, rozando el éxtasis y las aceras. Más de un tapa-cupos huyó, acojonado, buscando mejores pastos.

            Yo la miraba, con el ojo derecho, el izquierdo sobre la carretera.  A mi mente se asomaban entonces viejas escenas infantiles, con payasos en la tele, bocadillo de chorizo y vaso de leche con colacao. Y una melodía de fondo, acompañada de gritos, risas y algún que otro lloriqueo:

                        ¡En el auto de papá,
                        nos iremos a pasear.
                        Vamos de paseo,
                        pii, pii, pii
                        en un auto nuevo!

Mientras Úrsula se extasiaba, y yo escondía mi vergüenza ajena, regresando a la tierna infancia, la parejita feliz le robaba arrumacos al destino. Besos húmedos y sonoros, únicos testigos del delito.

            Poco a poco el cansancio se fue acumulando, las canciones se acortaron, las risas retornaron a sus aposentos, las miradas se enfocaron en la interminable carretera. Los tres pasajeros nos interesamos por el estado, físico y anímico, de la conductora. Úrsula respondía con sonrisas encadenadas. “Estoy genial”, decía. “Me encanta este Kaskarossa”, añadía, utilizando el sobrenombre oficial de nuestro coche fosforito. El frugal desayuno, ya un gaseoso recuerdo. Decidimos, bajo referéndum, detenernos para estirar las piernas, airear las mentes y acallar los intestinos. Encontramos un viejo pub de carretera. Mesas de madera afuera, bancos corridos. Vistas espectaculares: un lago como un espejo, ladera verdosa, salpicada del violeta de los cardos, the thistle,  la flor emblemática de Escocia. Silencio absoluto. El deseo de una Miss Universo, rubia y flacucha, hecho realidad: la Paz mundial.

            La oferta alimenticia en estado sólido era amplia y variada, a la escocesa: chips con salsa de Ketchup, o chips con salsa marrón. Optamos por la abstinencia, para purgar el alma del pecado de gula.

            ̶  Yo tomaré un té inglés  ̶  dijo sonriente Úrsula.
            ̶  Para mí un café latte  ̶  apuntó Miranda.

Moisés y yo nos miramos, cómplices, leyéndonos las mentes, con sonrisas lobunas.

            ̶  ¡Una pinta bien fría de Guinness!  ̶  exclamamos al unísono.

Úrsula posó sus ojos en mí, luego en Moisés. Había cambiado de opinión, dijo. Se volvía loca por una pinta de cerveza rubia, fria, refrescante. 

̶  Además, uno de vosotros ha de conducir ahora. Estoy cansada, añadió.

            En Escocia no son habituales los controles de alcoholemia. No al estilo de los que montan en España. La policía escocesa suele ser más discreta. Coches camuflados en las cunetas, incluso en los aledaños de los pubs. Agentes que te adelantan, en cualquier momento, sobre sus potentes motos (emulando a nuestros ya, tristemente, casi desaparecidos motoristas. Tal vez lleves demasiados años de emigrante, cuando añoras a la pareja motorizada de la Guardia Civil). Casi no te enteras de su presencia. Mas están ahí. Al acecho. Las penas son serias. Con eso aquí, en Escocia, no se juega.

            Un instante de silencio secundó la quietud del paisaje.

            Moisés levantó la vista, hacia ella. Yo hice lo propio. Nuestras miradas se encontraron, justo después.

            ̶  I don´t think so!  ̶  me parece que va a ser que no, dijimos en voz alta. Con nuestras bocas ya salivando, anticipándose al frescor amargo de la negra cerveza.

            Huelga decir que nos esperaron horas de conducción brusca, malas caras, silencios y palabrotas salteadas. De nada sirvió el papel mediador de la ingenua Miranda, recordando a nuestra enfurruñada chofer que ambos nos ofrecimos a darle el relevo en numerosas ocasiones, a lo que ella respondía que el puesto de pilotaje era suyo por todo lo que restaba del día.

            Nos pimplamos dos pintas, cada uno, como dos soles. El alcohol obró el milagro filtrando el mal rollo que flotaba en el interior del pequeño Ka, la modorra lo secundó y la babilla resbalando por mi labio, testigo mudo de nuestro acto de rebeldía.

            “Sólo espero que la loca ésta no nos mande al fondo de un lago”, fue mi último pensamiento antes de sentir el dulce abrazo de Morfeo.

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