Confieso que nunca intenté hacer el amor en un Simca 1000,
pero lo intuyo más sencillo que nuestra forzada convivencia en aquel Ford Ka
primerizo. Las horas compartidas entre aquellas cuatro chapas sobre ruedas
fueron pasando factura, con el IVA incluido. Afloraron las discusiones, el mal
rollo y peores caras. Pero no sucedió de repente.
La mañana de
la tercera jornada en ruta amanecimos temprano. Nuestra intención era
aprovechar al máximo el tiempo, para explorar aquellas sinuosas carreteras ̶ por
entonces carecíamos de tecnología de navegación ̶ a
golpe de tocho de plano de carreteras, tan incomprensible como una Biblia en
arameo, a fuerza de ensayo y error; buscar misteriosos castillos, incluido el
más alejado y popular, el Eilean Donan, debido al poder de la pantalla gigante
con Los Inmortales; contemplar los hipnóticos y oscuros lagos, y detenernos, de
vez en cuando, para inmortalizar aquellos parajes, con testigos curiosos y
peludos: vacas de largos cuernos, potrillos salvajes, ovejas aburridas de ser
ovejas.
Úrsula iba al volante, tras haber
protestado la noche anterior sobre el abuso que tanto Moisés, como yo, hacíamos
de los mandos de nuestro particular platillo rodante. Insistió que al día
siguiente ella sería la piloto, “Y vosotros dos, de miranda con Miranda”, fueron sus palabras, apenas inteligibles
entre sus risotadas. Aquellos cigarrillos nocturnos, sobre el sofá del hostal,
tan bien formados, cilíndricos, tirando a gruesos, tal vez escondían pequeños
polizones aromáticos entre las briznas de su tabaco de liar.
Úrsula vestía tonos festivos. Colores
que no pegaban ni con cola de carpintero, mas me temo que soy la última persona
para opinar sobre estilismo. Para mí una camiseta negra, con estampado de grupo
punk, unos vaqueros desgastados (que no rotos, eso es una horterada) y unas
zapatillas deportivas que conocieron mejores carreras, son alta costura. El
modelito de Úrsula, incluía unas bermudas amplias, de color amarillo, en
solidaridad con nuestro tronco-móvil exótico. Blusa fucsia, con florecillas
negras. Todo ello, acompañado con un pequeño bombín colorado, ladeado sobre su
voluminoso peinado, la solitaria rastra parecía querer huir de aquel bochorno.
A pesar de su aspecto desgarbado, y
tan llamativo, Úrsula manejaba de maravilla el pequeño utilitario. Sonreía, charlaba,
cantaba, fumaba, conducía y volvía a sonreír. A su izquierda, yo la observaba
de soslayo, tras mis oscuras gafas de sol. No salía de mi asombro. “La hija
secreta de Carlos Sainz”, pensé divertido.
A Úrsula le gustaba toquetearlo
todo. Sus manos iban y venían. Mandos de la radio, palanca de intermitentes,
retrovisor, aire acondicionado, freno de mano, limpiaparabrisas, elevador de
lunas, bocina, como si quisiera estar segura de ir manejando aquella pequeña
máquina. Y volvía a reír, cantar, charlar, menear su tocada cabeza a ritmo de
la música escocesa que atronaba en los bafles, amenizando nuestra excursión y
metiéndonos aún más en escena. Úrsula no conducía, soñaba despierta. Incluso cuando
atravesábamos una diminuta aldea, tocaba el claxon y saludaba risueña a los
lugareños, los cuales nos miraban como las vacas al tren. Entonces ella
estallaba en carcajadas, soltaba el volante y aplaudía, rozando el éxtasis y
las aceras. Más de un tapa-cupos huyó, acojonado, buscando mejores pastos.
Yo la miraba, con el ojo derecho, el
izquierdo sobre la carretera. A mi mente
se asomaban entonces viejas escenas infantiles, con payasos en la tele,
bocadillo de chorizo y vaso de leche con colacao. Y una melodía de fondo,
acompañada de gritos, risas y algún que otro lloriqueo:
¡En el auto de papá,
nos
iremos a pasear.
Vamos de paseo,
pii, pii, pii
en un auto nuevo!
Mientras
Úrsula se extasiaba, y yo escondía mi vergüenza ajena, regresando a la tierna
infancia, la parejita feliz le robaba arrumacos al destino. Besos húmedos y
sonoros, únicos testigos del delito.
Poco a poco el cansancio se fue
acumulando, las canciones se acortaron, las risas retornaron a sus aposentos,
las miradas se enfocaron en la interminable carretera. Los tres pasajeros nos
interesamos por el estado, físico y anímico, de la conductora. Úrsula respondía
con sonrisas encadenadas. “Estoy genial”, decía. “Me encanta este Kaskarossa”, añadía, utilizando el
sobrenombre oficial de nuestro coche fosforito. El frugal desayuno, ya un
gaseoso recuerdo. Decidimos, bajo referéndum, detenernos para estirar las
piernas, airear las mentes y acallar los intestinos. Encontramos un viejo pub
de carretera. Mesas de madera afuera, bancos corridos. Vistas espectaculares:
un lago como un espejo, ladera verdosa, salpicada del violeta de los cardos, the thistle, la flor emblemática de Escocia. Silencio
absoluto. El deseo de una Miss Universo, rubia y flacucha, hecho realidad: la
Paz mundial.
La oferta alimenticia en estado
sólido era amplia y variada, a la escocesa: chips
con salsa de Ketchup, o chips con salsa
marrón. Optamos por la abstinencia, para purgar el alma del pecado de gula.
̶
Yo tomaré un té inglés ̶ dijo sonriente Úrsula.
̶
Para mí un café latte ̶
apuntó Miranda.
Moisés
y yo nos miramos, cómplices, leyéndonos las mentes, con sonrisas lobunas.
̶
¡Una pinta bien fría de Guinness! ̶
exclamamos al unísono.
Úrsula
posó sus ojos en mí, luego en Moisés. Había cambiado de opinión, dijo. Se
volvía loca por una pinta de cerveza rubia, fria, refrescante.
̶ Además,
uno de vosotros ha de conducir ahora. Estoy cansada, añadió.
En Escocia no son habituales los
controles de alcoholemia. No al estilo de los que montan en España. La policía
escocesa suele ser más discreta. Coches camuflados en las cunetas, incluso en
los aledaños de los pubs. Agentes que te adelantan, en cualquier momento, sobre
sus potentes motos (emulando a nuestros ya, tristemente, casi desaparecidos motoristas. Tal vez lleves demasiados
años de emigrante, cuando añoras a la pareja motorizada de la Guardia Civil). Casi
no te enteras de su presencia. Mas están ahí. Al acecho. Las penas son serias.
Con eso aquí, en Escocia, no se juega.
Un instante de silencio secundó la
quietud del paisaje.
Moisés levantó la vista, hacia ella.
Yo hice lo propio. Nuestras miradas se encontraron, justo después.
̶ I don´t
think so! ̶
me parece que va a ser que no, dijimos en voz alta. Con nuestras bocas
ya salivando, anticipándose al frescor amargo de la negra cerveza.
Huelga decir que nos esperaron horas
de conducción brusca, malas caras, silencios y palabrotas salteadas. De nada
sirvió el papel mediador de la ingenua Miranda, recordando a nuestra
enfurruñada chofer que ambos nos ofrecimos a darle el relevo en numerosas
ocasiones, a lo que ella respondía que el puesto de pilotaje era suyo por todo
lo que restaba del día.
Nos pimplamos dos pintas, cada uno,
como dos soles. El alcohol obró el milagro filtrando el mal rollo que flotaba
en el interior del pequeño Ka, la modorra lo secundó y la babilla resbalando
por mi labio, testigo mudo de nuestro acto de rebeldía.
“Sólo espero que la loca ésta no nos
mande al fondo de un lago”, fue mi último pensamiento antes de sentir el dulce
abrazo de Morfeo.
Me gusta como escribes :-)
ResponderEliminarGracias, maja.
ResponderEliminarY gracias por comentar.