sábado, 14 de marzo de 2020

F130 - Polvo de tiza (octubre 2005)


No tuve la suerte de ser bendecido con una vocación. A simple vista puede parecer una tontería mas no lo es. Es un hecho que te empuja a dar tumbos, día a día, año tras año, en busca de una idea, un aliciente, una ilusión. En busca de algo que te remueva por dentro, te arrastre cada mañana fuera de la cama, ponga una sonrisa en tu rostro. No es sencillo, tampoco grato. Te descubres a ti mismo envidiando a aquellos afortunados que lo tuvieron claro desde el principio, desde críos: “Yo seré médico, yo abogado, pues yo quiero ser policía para coger a los malos”. Nunca tuve respuesta para aquella terrible pregunta disparada a bocajarro, sin piedad, por tías, abuelos y demás parentela: “¿Y tú, cariño, qué deseas ser de mayor?”. Y mientras tu mente queda en blanco, tu cara se enciende roja como un pimiento riojano. A lo justo te atreves a encoger los hombros, mirar con timidez el mantel, los platos todavía vacíos, los cubiertos ordenados cual soldados en formación, apretujar con manos temblorosas la servilleta, rogar su intervención al dios moderador de conversaciones para que dirigiera aquella hacia otros asuntos de interés general; o al menos, que saltaran los plomos y quedáramos a oscuras.

¿Qué deseas ser de mayor? 

            Un día despiertas, te desperezas, frotas tus ojos desprendiendo a duras penas las legañas. Caminas sobre el suelo de madera, sintiendo su agradable frescor sobre las plantas de tus pies. En el cuarto de baño te detienes frente al espejo, observas a ese tipo con el cabello revuelto, la barba de cuatro días, las prominentes ojeras, un par de arrugas enmarcan sus ojos. Caes en la cuenta de que ya eres mayor. Ya alcanzaste esa categoría en la cual se suponía encontrarías la respuesta al misterio. Mas abres el sobrecito, sacas la cartulina, te dispones a leer el nombre del ganador, y para tu horror descubres que está en blanco. Cuartilla en blanco. Aunque ya tu rostro no torna colorado. 

            Lo más parecido a una vocación que jamás rozó mi piel fue la de ser maestro. Pero a la vieja usanza. Maestro de pueblo, como lo fue mi madre. Cierro los ojos y me veo ayudándola a recoger el aula, concluidas ya las clases. Con mis ocho años, borrando el gigantesco encerado, dando saltitos para alcanzar la parte superior, cubriéndome de aquel polvo blanco. Cierro los párpados y huelo el aroma a tiza, escucho el silencio de la clase vacía, contemplo la hermosa sonrisa de mi madre, mirando de soslayo, con orgullo, a su retoño menor, tal vez soñando con que un lejano día fuera yo quien ocupase su silla, quien manejara la campanilla pidiendo un imposible silencio total a los pequeños discípulos de apenas seis años. Esa campanilla que un ya distante día hizo sonar desde el cielo, advirtiéndome contra una elección errónea. Indicándome el camino correcto, el desvío en el próximo cruce, con destino a Edimburgo.

            Quizás por este motivo, debido a esta vaga vocación de maestro imposible en nuestros tiempos, puse el anuncio sobre el panel de corcho en el Elephant House. Una ficha de cartón sencilla, tamaño mayor que una tarjeta de visita, algo menor que el de medio folio, blanquecina, escrita a mano. La dispuse en la esquina superior izquierda, junto a un vistoso cartel que anunciaba la celebración de un ceiligh –baile tradicional escocés  ̶ en una antigua edificación, que en su día albergó una iglesia protestante del barrio de Leith. El escueto texto rezaba así:

                               ¿Te gusta viajar a España?
                      ¿Estudias español en la universidad?
                ¿Desearías mejorar tu gramática, practicar conversación?
                         Llámame, te ayudaré GRATIS
                            Phone: 0131-353 21 57

Sobra aclarar que la palabra subrayada, y en mayúsculas, figuraba a modo de cebo, cual trocito de queso a la vista, sobre un oculto cepo para ratones. El móvil que me impulsaba no era en absoluto altruista, al contrario, se trataba de un plan trazado por puro egoísmo con el objeto de conocer gente local y de otros países, practicar mi inglés (normalmente para enseñar castellano a un guiri has de usar la lengua de Shakespeare), quizás encontrar el verdadero amor (el pequeño bote en el que Erika y yo navegábamos, a golpe de remo, hacía ya más agua que el Titanic);  y, desde luego, a algún café que otro sería convidado (a falta de la clásica manzana). Sin embargo, por encima de todo, mi deseo era rozar con los dedos esa vocación perdida en el tiempo. Emular aquella profesión de formas tan tradicionales como obsoletas. Escribir con letra redondeada “Mi mamá me mima” sobre una enorme pizarra imaginaria. Empuñar con delicadeza una campanilla solicitando un utópico silencio. Cerrar los ojos y contemplar su eterna sonrisa. Sentir su presencia cercana, protectora, cariñosa.

Cerrar los ojos y sentir el aroma del polvo de tiza.

2 comentarios:

  1. Escuchar el sonido de la campanilla de tu madre me ha hecho recordar la campanilla de mi abuela y la única que vez la escuché cuando se fue.

    Besos.

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  2. Sí, es una pequeña referencia a una de mis primeras Fargaditas: "Una señal desde el Cielo".
    Gracias por seguir leyendo y comentando.
    Ánimo con el encierro.

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