No tuve la
suerte de ser bendecido con una vocación. A simple vista puede parecer una
tontería mas no lo es. Es un hecho que te empuja a dar tumbos, día a día, año
tras año, en busca de una idea, un aliciente, una ilusión. En busca de algo que
te remueva por dentro, te arrastre cada mañana fuera de la cama, ponga una
sonrisa en tu rostro. No es sencillo, tampoco grato. Te descubres a ti mismo
envidiando a aquellos afortunados que lo tuvieron claro desde el principio,
desde críos: “Yo seré médico, yo abogado, pues yo quiero ser policía para coger
a los malos”. Nunca tuve respuesta para aquella terrible pregunta disparada a
bocajarro, sin piedad, por tías, abuelos y demás parentela: “¿Y tú, cariño, qué
deseas ser de mayor?”. Y mientras tu mente queda en blanco, tu cara se enciende
roja como un pimiento riojano. A lo justo te atreves a encoger los hombros,
mirar con timidez el mantel, los platos todavía vacíos, los cubiertos ordenados
cual soldados en formación, apretujar con manos temblorosas la servilleta, rogar
su intervención al dios moderador de conversaciones para que dirigiera aquella
hacia otros asuntos de interés general; o al menos, que saltaran los plomos y
quedáramos a oscuras.
¿Qué deseas
ser de mayor?
Un día despiertas, te desperezas,
frotas tus ojos desprendiendo a duras penas las legañas. Caminas sobre el suelo
de madera, sintiendo su agradable frescor sobre las plantas de tus pies. En el
cuarto de baño te detienes frente al espejo, observas a ese tipo con el cabello
revuelto, la barba de cuatro días, las prominentes ojeras, un par de arrugas
enmarcan sus ojos. Caes en la cuenta de que ya eres mayor. Ya alcanzaste esa
categoría en la cual se suponía encontrarías la respuesta al misterio. Mas abres
el sobrecito, sacas la cartulina, te dispones a leer el nombre del ganador, y
para tu horror descubres que está en blanco. Cuartilla en blanco. Aunque ya tu
rostro no torna colorado.
Lo más parecido a una vocación que
jamás rozó mi piel fue la de ser maestro. Pero a la vieja usanza. Maestro de
pueblo, como lo fue mi madre. Cierro los ojos y me veo ayudándola a recoger el
aula, concluidas ya las clases. Con mis ocho años, borrando el gigantesco
encerado, dando saltitos para alcanzar la parte superior, cubriéndome de aquel
polvo blanco. Cierro los párpados y huelo el aroma a tiza, escucho el silencio
de la clase vacía, contemplo la hermosa sonrisa de mi madre, mirando de soslayo,
con orgullo, a su retoño menor, tal vez soñando con que un lejano día fuera yo
quien ocupase su silla, quien manejara la campanilla pidiendo un imposible
silencio total a los pequeños discípulos de apenas seis años. Esa campanilla
que un ya distante día hizo sonar desde el cielo, advirtiéndome contra una
elección errónea. Indicándome el camino correcto, el desvío en el próximo
cruce, con destino a Edimburgo.
Quizás por este motivo, debido a
esta vaga vocación de maestro imposible en nuestros tiempos, puse el anuncio
sobre el panel de corcho en el Elephant House. Una ficha de cartón sencilla, tamaño mayor
que una tarjeta de visita, algo menor que el de medio folio, blanquecina,
escrita a mano. La dispuse en la esquina superior izquierda, junto a un vistoso
cartel que anunciaba la celebración de un ceiligh
–baile tradicional escocés ̶ en una antigua edificación, que en su día albergó una iglesia
protestante del barrio de Leith. El escueto texto rezaba así:
¿Te gusta viajar a España?
¿Estudias
español en la universidad?
¿Desearías mejorar tu gramática, practicar
conversación?
Llámame, te ayudaré GRATIS
Phone: 0131-353 21 57
Sobra aclarar que la palabra subrayada, y en
mayúsculas, figuraba a modo de cebo, cual trocito de queso a la vista, sobre un
oculto cepo para ratones. El móvil que me impulsaba no era en absoluto
altruista, al contrario, se trataba de un plan trazado por puro egoísmo con el
objeto de conocer gente local y de otros países, practicar mi inglés
(normalmente para enseñar castellano a un guiri
has de usar la lengua de Shakespeare), quizás encontrar el verdadero amor (el
pequeño bote en el que Erika y yo navegábamos, a golpe de remo, hacía ya más
agua que el Titanic); y, desde luego, a algún
café que otro sería convidado (a falta de la clásica manzana). Sin embargo, por encima
de todo, mi deseo era rozar con los dedos esa vocación perdida en el tiempo. Emular
aquella profesión de formas tan tradicionales como obsoletas. Escribir con
letra redondeada “Mi mamá me mima”
sobre una enorme pizarra imaginaria. Empuñar con delicadeza una campanilla
solicitando un utópico silencio. Cerrar los ojos y contemplar su eterna
sonrisa. Sentir su presencia cercana, protectora, cariñosa.
Cerrar los ojos y sentir el aroma del polvo de
tiza.
Escuchar el sonido de la campanilla de tu madre me ha hecho recordar la campanilla de mi abuela y la única que vez la escuché cuando se fue.
ResponderEliminarBesos.
Sí, es una pequeña referencia a una de mis primeras Fargaditas: "Una señal desde el Cielo".
ResponderEliminarGracias por seguir leyendo y comentando.
Ánimo con el encierro.