lunes, 2 de noviembre de 2020

F149 - Praga (I): Un caramelo mentolado para Aquiles (abril 2006)

 La ilusión siempre vence al miedo. Como mínimo lo camufla. Subir a un avión, sin más compañía que un par de panfletos turísticos (todavía no contaba con San Google Maps), rumbo a un país desconocido, impone cierto respeto. No pude evitar recordar mi primera aventura, cuando abordé aquel gigante blanco, en Barajas, que me trajo hasta la bella Escocia, cuatro años atrás, aquella emoción acompañada de temor.

Al desconocimiento del país, debía añadir la dificultad del idioma. Un rápido vistazo a un minúsculo diccionario básico (que también llevaba conmigo) me bastó para saber que jamás de los jamases podría hablar o comprender aquella lengua. Tuve que dar gracias al dios de turno por manejar con cierta soltura el inglés que, según indicaba el manual, utilizaban como segundo lenguaje en la capital checa. Es lo que tiene constar como un punto turístico por excelencia.

La primera señal de que algo no iba del todo bien la aprecié sentado en aquel asiento 14F, junto a la ventanilla. No sentía demasiado frío, tampoco excesivo calor. Sin embargo, me encontraba lejos de la comodidad.Según mi experiencia, algunas veces a bordo de esos tubos huecos de metal, a los que cariñosamente denominamos aviones, o te pelas de frío o te cueces a fuego lento, como canta Robe Iniesta. Por lo tanto, todo se encontraba dentro del umbral de normalidad, salvo un pequeño e insignificante detalle: un picorcillo que rondaba, cantándole rancheras, mi garganta. Ahí saltaron todas las lucecitas rojas, naranjas, e incluso las fucsias, en mi cuadro de mandos interno. Acompañadas por un pitido estridente de alarma de bunker anti-ataque nuclear: miiic, miiic, miiic. La laringe es mi talón de Aquiles, herencia de una maestra de escuela.

No me considero una persona hipocondriaca. Bueno, quizás tan sólo un poquito. Mas, en mi defensa, debo indicar que conozco mi cuerpo (y mente) como si me hubiera parido (que dicen, a lo bruto, en mi pueblo). Lo que comienza con un ligero escozor de garganta, a veces se convierte en una molestia, a la que sigue el dolor y el trancazo total. En otras ocasiones acabo venciéndolo con unos pocos caramelos de miel y limón, acompañados con la ingesta de mucho líquido (a poder ser sin demasiado porcentaje de alcohol). Ya no quedaba más que jugármela, no tenía otra salida. Es lo que sucede cuando estás atado a una butaca, en el interior de un tubo metálico presurizado, a doce mil metros de altura.

Traté de relajarme, cerré los párpados, el libro guardado en la redecilla del respaldo anterior. Mas el runrún interior me impedía conciliar siquiera uno de aquellos micro-sueños. ¿Me habré quedado frío corriendo? ¿Tal vez me pasé con mi restricción alimenticia? ¿Quizás la visita al pub fue un error?

Dichas preguntas taladraban mi cerebro, cual docena de pájaros picatroncos en huelga a la japonesa. Interrogantes nacidas como consecuencia del plan estricto que seguí estas últimas tres semanas. Dieta, carreras de cinco kilómetros y abstinencia total de grasas, dulces y alcohol. Meta que cruzar: “quedarme fino” para la aventura checa. Objetivo logrado. Perdí dos kilos y medio. Recompensa disfrazada de refuerzo positivo: visita al Pub Oxford y dos pintas de IPA Deuchars, la tostada favorita del inspector Rebus, a la salud del bueno de Ian Rankin (a quien tendría el placer de conocer, en dicho pub, años más tarde. Una foto que atesoro lo atestigua: Marina y yo, sonrientes, flanqueando al gran escritor).

Como resultado, mi autoestima se contempló en el espejo inflándose cual bizcocho al horno con exceso de levadura. Me sentía genial… hasta subir a aquel autobús aéreo.

El agotamiento cobró su presa. Caí dormido.

El ruido del impacto de las ruedas con la pista al aterrizar, poom, me despertó. Un frenazo provocó que mi cabeza se inclinara hacia adelante, como si hiciera una reverencia de saludo oriental. Despierta y céntrate, Jorge, que esto es la República Checa, no el Japón. El pasajero sentado a mi izquierda, junto al pasillo  ̶  una butaca vacía nos separaba  ̶  me miró con cierto desdén, o quizás sólo indiferencia. Lo ignoré girando el rostro hacia la ventanilla, mientras soltaba distraído la hebilla metálica del cinturón.

Afuera nevaba copiosamente.

El avión rodaba despacio por la pista, buscando una plaza libre en aquel gigantesco parking para aeronaves.

¡Voy a tener que comprar gorro y bufanda!

Por si acaso, aterrado, comencé a buscar en el mini-diccionario, con dedos temblorosos: bufanda… šálu; gorro… čepice.

¡Madre mía, espero que el dependiente hable inglés!

     

2 comentarios:

  1. Parece que ibas ya asustado o temeroso, incordiado de alguna manera y de antemano.

    A ver qué pasa en el siguiente capítulo :)

    viki

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  2. Hola viki,
    Era preocupación. Intuía que había cogido frío. No sabía si quedaría en el susto o iría a más como a veces me sucede. La garganta suele dar el primer toque.

    Gracias por comentar.

    Un saludo

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