martes, 12 de enero de 2021

F158 - De flores, bombillas y viejas reinonas (junio 2006)

 

Nunca les hablé de Helen. Al menos no recuerdo haberlo hecho. Sí de Donald, sin embargo. Helen y Donald. Donald y Helen. Ambos eran un ítem, como dicen por estos lares. Ambos dejaron tiempo atrás el número sesenta en sus respectivos aniversarios. Trabajaban con ese ritmo tranquilo y constante de quien ve el fin del túnel. La luz de la pronta jubilación. Se aplicaban de manera entusiasta, positiva y altamente contagiosa. Yo adoraba a aquella pareja que no lo era, si bien pudiera haberlo sido. Ellos cuidaban de mí, el guiri despistado, como si me hubieran adoptado a una edad avanzada.

̶  Tiene mucho mérito lo tuyo, Jorge, venir solo a un país extraño, trabajar y estudiar en un idioma desconocido. Siempre con una sonrisa.

 ¡Cómo no iba a sonreír!

Helen poseía un cuerpo enjuto, pero fuerte. Un rostro con surcos labrados por la experiencia. Ojos grises, serenos, que aún conservaban la chispa de una lejana juventud. Helen te miraba y te invadía una plácida sensación de sosiego. Helen habría sido la imagen ideal de un spot sobre infusiones herbales.

Helen se ocupaba de las flores. Era su parcelita, su hogar, su territorio. Un pequeño puesto, orientado a la entrada principal, lleno de pequeños cubos de plástico negro, con un agujero en la base, donde reposaban media docena de ramos. La variedad era considerable. Vistosos colores, aromas embriagadores, formas y texturas exóticas. Nombres imposibles. Al menos para este pobre guiri despistado. Yo, que a lo justo conocía las denominaciones de las principales flores en mi lengua materna. En inglés, me sacabas de Rose (“Rose St.”, la calle de los pubs), Daisy (“Paseando a Miss Daisy”, la película) y Heather (El brezo, la Flor de Escocia) y era un hombre perdido.

Aquel domingo, Helen hubo de ausentarse. Una llamada inesperada. Una hija en apuros. Una emergencia. La vida.

Aquel domingo, yo apatrullaba la zona de Produce, en solitario. A lo Torrente. Tan sólo me faltaban los cascos emitiendo, a todo decibelio, las coplas de El Fary. A mi cargo, toda aquella verdura, fruta, condimentos y plantas de colores.

Un hipermercado es un laberinto sin bicho, sin minotauro. Una gran catedral erigida en honor al dios más poderoso que jamás existió. El dios Consumismo. Un lugar abarrotado por miles de productos, a la espera del incauto que los adquiera a cambio de unas vulgares monedas.

Trabajar, de currito, en un hipermercado es una putada. Cualquier alma en pena, vagando por los innumerables pasillos, topa con tu figura, queda ciego por el brillo de tu uniforme, una lagrimilla corre por su temblorosa mejilla al admirar la leyenda sobre tu camiseta “I am here to help you!”  Y se lanza a tu cuello, creyéndote el guía hechicero que logrará llevarle hasta el producto divino de la muerte. En ese preciso instante, miras en derredor, buscando con desesperación a un compañero más preparado para entrar en combate, o quizás una trampilla en el suelo que conduzca a un pasadizo secreto, incluso sueñas con volatilizarte tras una misteriosa nube de humo, al más puro estilo de largometraje de terror barato, capa envolvente incluida. Mas, para tu desesperación, te dejaron más solo que al protagonista de un western al final de la peli.

Ante la imposibilidad de desaparición espontánea – no llegué a tal nivel de aprendiz de Harry Potter  ̶  bajo la mirada, enterrándola entre los tomates, con la esperanza de pasar desapercibido.

̶  ¿Oye tú, tenéis lait balbs? ̶  pregunta el tipo, en un escocés macarrónico.

La ordinariez, así como la falta de educación me producen sordera. He de hacérmelo mirar.

̶  Pardon? ̶  respondo preguntando. Hoy me siento un pouquiño gallego. Con más cuajo y educación que el supuesto caballero.

Pone cara de acelga hervida sin sal. Con tan sólo una palabra ya reconoce mi origen extranjero. No le gusta. La pasada noche quedó extasiado, tuvo un sueño húmedo con un tipo obeso, de rostro anaranjado, pelambrera amarilla canario y rostro de payaso bonachón. Sin saberlo, tuvo la primera premonición del futuro Brexit.

Repite la cuestión. Mismo tono. Desprecio incrementado un puntito, o dos.

Decido que ya estoy harto.

¡Que se vayan todos al carajo!

¡No soy un maldito uniforme con ojos y goloso mensaje sobre la espalda!

Vamos a jugar, un ratito.

Me dirijo a él en inglés, por supuesto.

̶  Disculpe mi ignorancia caballero. Ese artículo que solicita, ¿se trata de una verdura, una fruta, o quizás algún condimento?

El muchachote abre mucho los ojos, tanto como la boca. Lo que escucha y observa reafirma sus húmedas convicciones nocturnas. ¡Malditos foráneos! Sueña con levantar un muro enorme. Quizás con algún que otro nido de ametralladora. Sueña con referéndums excluyentes y tanques anfibios. Sueña con banderas que envuelvan su desnudez de troglodita, tapando sus vergüenzas que ante tales imágenes ya sienten complejo de mástil.

Tras quince minutos interminables de explicaciones, gesticulación y gotas de sudor, el hombre no es ni la sombra de lo que fue. Ardua labor explicar el concepto (que diría Pazos/Manquiña) al guiri analfabeto.

Me compadezco y guio a aquella alma cándida, doce pasillos más al norte, hasta la sección de Electricidad. Que digo yo, es donde debería haber buscado en primer lugar, una bombilla, en lugar de en el departamento de fruta y verdura. Un gruñido cumple la misión de agradecimiento.

̶  You´re welcome, sir!

Aquel domingo eterno.

Regreso a mi terreno. Apilo la montaña de plátanos.

Una señora con aspecto de Reina Madre, venida a menos, se aproxima. Su perfume de nombre caro, y copia barata, exhala problemas. Me llama con un gesto magno de la mano derecha. La gira a diestra y siniestra, con los dedos juntos hacia arriba. Tan sólo le faltan los guantes blancos, y el bolso sujeto sobre el otro antebrazo.

Me acerco. Qué desea, en qué puedo servirla a usted y a la Gran Bretaña, y todo eso. Me interroga sobre la existencia de un producto. Dicho producto está descatalogado de mi paupérrimo léxico anglosajón. Jorge, has de comerte el maldito diccionario. Me digo. Por la cercanía, deduzco que su majestad desea algún tipo de flor, o planta. El territorio de Helen está justo a la vuelta de la montaña de bananas. No tengo ni la más remota idea de lo que esta señora desea. Me animo, me doy vítores, venga chaval, has salido de otras peores. Le pido, con amabilidad de plebeyo cohibido, que tenga a bien describir un poco el vegetal buscado. Color, tamaño, textura, olor. Esas cosillas que tienen las flores.

Silencio.

Mirada torva.

Desprecio entre paréntesis.

Habla despacio, como cuando te diriges a una persona más o menos estúpida. O lela.  Trata de emular a los locutores de la BBC. Inglés estándar, impoluto, perfecto. No lo logra. Es una copia barata, como su collar de perlas y el perfume de frasco numerado.

̶  ¿Por favor, me podría atender alguien que hable inglés?

No especifica mi grado de ignorancia. No requiere la presencia de un compañero que hable “mejor” inglés. Para su satánica majestad (ruego mis disculpas a los Rolling) mi inglés no existe. Es puro espejismo. Hablo humo. Ella no puede escuchar humo.

Trato de no perder la sonrisa. Me obligo a conservar esa maldita sonrisa que tantas puertas me abrió. Sonrisa de cordero a la vista, lobuna interior.

̶  Of course, madam.

Aprovecho que Craig pasa a mi lado. Joven, alto, cresta rubia, mirada verde, sonrisa Profiden. Llamo su atención. Me dirijo a él en el único idioma que puede comprender. El del puto Shakespeare, quien no tiene culpa de mi frustración.

̶  Craig, hazme el favor, aquí esta señora desea ser atendida por alguien que hable inglés.

El muchacho me mira como si no entendiera. Sonríe. Sus ojos pícaros hacen chiribitas. No me extraña que por donde pisa este mocete no vuelva a crecer la hierba. No debe de hacer prisioneras, el cabrón. Pienso de forma absurda.

El bueno de Craig, al fin, comprende que no se trata de una confusión. Ni siquiera es una broma pesada. Claro, Jorge, responde azorado. Unas pequeñas rosas afloran en su rostro de adolescente. Le adoro el acto reflejo.

El chaval cumple su misión con profesionalidad y eficacia.

A los pocos minutos, la anécdota se extiende como una mancha de aceite. El viejo Donald se arrima. Abuelo bonachón. Me pregunta si estoy bien. Asiento, tratando de morder la tristeza. Entonces, el veterano colega me interroga acerca de los insultos y juramentos que poseemos en español. Le digo que son combinaciones innumerables. Muy escatológicas, que incluyen como depositarios desde el número diez, hasta nuestra propia madre, pasando por el mismísimo Dios.

La próxima vez que te venga una vieja chocha con esas maneras, concluye, dile en tu propio idioma: “F**k off, ye dirty old tea bag!!”

El gran Donald. Gracias, compañero.

 

 

8 comentarios:

  1. Qué majos tus compañeros :)

    Parece que un supermercado es todo un mundo, como casi todo por otra parte, pero bien curioso. Y los personajes esos estarán encantados. Qué forma de complicarse la vida esta gente.

    Saludos, viki

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  2. Hola viki,

    Pues sí, como en todo ámbito hay cosillas curiosas.

    Tuve buena suerte con aquel grupo de gente. La verdad. Supongo que la actitud propia también ayudó.

    Alguna gente es como dona y pregunta al primer uniformado que encuentra. Da igual si busca pan y está al lado de la pescadería.

    Un saludo,maja.

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  3. Jo, qué paciencia! menos mal que tenias algún buen compañero que haría pasar esos ratos más llevaderos.

    Ya me imagino, como aquí en Mediamark, "dependiente libre, en busca y captura"..

    Desdeluego, la actitud en cómo se tome uno las cosas es crucial cuando se está fuera.

    A cuidarse!
    Eva

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    1. Hola Eva,

      Son lugares enormes con muchísimos clientes, infinidad de artículos (de nombre desconocido) y poco staff.

      La actitud lo es todo. Yo no sé si ahora podría. Cada vez soporto menos a la gente jaja. Menos mal que ya no estoy de cara al cliente.

      Cuídate.

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  4. En el "Carrefoul" no hay manera de pillar a los de la camiseta con el letrero... Se escabullen cual "eels" :D

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  5. Hola Andrómeda,

    Lo sé,como cliente de cualquier gran superficie. Por eso nos ponían aquellos uniformes tan vistosos. No había manera de esconderse jaja.
    De todas maneras siempre hay alguna culebrilla.

    Cuídate. Espero que las nieves no te sepultaran mucho ;-)

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  6. Aquí poca nieve...pero un frío nada normal para lo que estamos acostumbrados.
    Abrazo

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