Noche apacible, como cualquier otra en este paraíso terrenal. Rondarán los veintitrés grados, una ligera brisa sube por la empinada cuesta, trayendo consigo aroma de mar.
El instinto me hace mirar a un lado, a otro, hacia atrás. “Jorge,
deja la paranoia planchada y dobladita”. Las aceras son estrechas, coches mal
aparcados por doquier hacen que seguir por ellas resulte complicado. Avanzo por
la callejuela del hostal con aires de grandeza (el hostal, no yo). Los vecinos
que fumaban y reían ya no están. Siento un ligero alivio de pueblerino. De
todas maneras, su ausencia no aporta tranquilidad, quizás incluso lo contrario.
Es un barrio alejado de la ciudad turística, de la que sale
en portada de guías vacacionales, de las modernas terrazas abarrotadas de
guiris, de los navideños escaparates, de los trasatlánticos amarrados a puerto
e iluminados cual casinos flotantes; un barrio un tanto desangelado. Observo
los bares, los comercios, a los transeúntes. Gente humilde, trabajadores,
inmigrantes, solitarios aburridos, delincuentes anónimos al acecho de su oportunidad; parados de larga
duración a la espera del siguiente lunes al sol con el corazón lleno y la
cartera vacía, soñadores en busca del décimo que les saque de allí el cercano
veintidós de diciembre, y algún que otro insomne potencial que camina ligero
para ver si, por fin, esta noche hace las paces con la somnolencia. Un tipo que
enreda el interior de un contenedor con un palo largo en forma de gancho, una
señora de edad indefinida y vestimenta escasa dialoga consigo misma, hace
aspavientos y mira al cielo reclamando explicaciones que nunca llegan; como no
lleva móvil encima ni advierto ningún pinganillo en su oído, opto por guardar prudencial
distancia, a los iluminados los carga el diablo, y los dispara la imprudencia.
La cuesta abajo resulta liberadora. Mis gemelos gritan
aliviados, sonríen, guiñan su ojo inexistente dándome las gracias por el
descanso. Jorge, me digo, ascendiste dos cuestecitas de puerto de tercera, no
el puto Tourmalet.
Alcanzo la civilización. Gente por doquier, motos que pasan
a toda velocidad, semáforos, risas, sonidos de claxon, niños que gritan,
muchachas de exótica hermosura, cuyos ojos retan a la vida, villancicos que
resultan anacrónicos escapan por las puertas entreabiertas de tiendas
trasnochadoras, guiris de aspecto británico (los tengo calados) que sonríen a
la noche, con rostro bobalicón, todavía incrédulos de su fortuna, quizá
recordando a sus camaradas que andarán ya borrachos por la lluviosa Main
Street de su ciudad natal, persiguiendo escotadas rubias descalzas, y de
largas piernas desnudas, que a leguas del estado de sobriedad caminan sobre los
charcos, ufanas y escandalosas, sintiéndose princesas repudiadas, en aquella
otra isla gris, nubosa y de Europa exiliada.
De nuevo, bajo el látigo de gúguel maps.
Continúe recto. Gire a la izquierda. Atraviese la
rotonda. Salude a la luna. Su destino está al fondo a la derecha. Vaya,
otra callejuela oscura. Esta noche vamos para Bingo. La luna llena, enorme,
preside la escena, asomando entre las montañas, sobre las casas bajas, en lo
alto del callejón.
El aparato esclavizador comienza a pitar, histérico; la
pantalla lanza destellos que rompen por un instante la penumbra, mi dulce
amante berrea que alcancé dicho destino −un bar llamado Héroes− pero tan sólo
noto quietud, aceras estrechas, coches aparcados sobre ellas rozando la pared,
ni rastro del heroico local. Palpo el Silencio, apenas quebrado por un murmullo
de tráfico lejano. Tal vez me halle ante un homenaje oculto al mismísimo
Bunbury y sus colegas maños.
He oído
que la noche
es toda
magia
y que un duende te invita a sooñaaar.
¿Dónde diablos está el maldito duende?
Contemplo lo que parece un pub, a unos metros de distancia. Está
cerrado a cal y canto. Una persiana metálica, llena de pintadas, trae una
sonrisa a mi rostro, evocando aquella otra callejuela, aquella otra persiana cubierta de grafitis, que me llevó al restaurante donde me estrellé a doscientos
cincuenta kilómetros por hora.
De repente, la veo.
Es una mujer joven, voluptuosa, de espaldas a mí. Dudo un
instante, no se ve a nadie más. Somos los únicos habitantes de este planeta en
forma de callejuela perdida de la mano de Dios. Ella da unos pasos, sobre el
bordillo, a derecha e izquierda, como si estuviera inquieta, frente a la
persiana pintarrajeada. Decido acercarme, ella se gira en cuanto escucha mis
pasos. Cabello alborotado, rostro moreno, ojos grandes de miel, pantalones de
lino color crema, top fucsia de generoso escote.
Quedan cinco minutos para que comience el evento.
−Disculpa, ¿conoces el bar Héroes?
−¿Viniste a ver los Monólogos? −responde a la gallega.
Le digo que sí, ¿quizás ella también? Entonces señala el
local anterior. Una cristalera anónima, mal iluminada, que podría bien ser una
zapatería escasa de género. Es aquí, dice. Yo soy la monologuista.
La chica es todo simpatía. Le confieso que carezco de
entrada, que no logro hallar la forma de adquirirla mediante el diabólico
móvil. Con amabilidad, la mujer va explicándome los pasos: entra en esta web,
regístrate acá, di que no eres un robot allá, promete que no planeas atentar
contra la vida del Presidente acullá, solicita localidad, abónala mediante
bizum, paypal, tarjeta de crédito, de débito o por cómodas cuotas de un euro al
mes durante los próximos dos años… okey, tal vez exagero un pelín.
Tras el máster acelerado, Instagram y el Universo Web,
obtengo mi tique.
Un biip, miro la pantalla: Iraya y su amiga están de
camino.
La cristalera engañaba. El local anónimo y soso de fachada,
resultó acogedor. Aspecto discotequero, de guateque y bailables. La imaginación
le otorga identidad setentera, vaya usted a saber por qué. Veo, respiro, el
humo inexistente de cigarrillos que forman una neblina que sube hasta el techo.
Casi puedo olerlo. Divertido, sonrío ante el surrealista bandazo musical en mi
cerebro. En un plis plas, de Héroes del Silencio a Desmadre-75.
“Saca el
güiski, Cheli, para el personal
Y vamos
a hacer un guateque
Llévate
el casete pa poder bailar
Como en
una discoteque”
Echo en falta la esfera de cristalitos brilli, brilli
girando en el techo. Barra a la izquierda, grandes espejos tras las botellas,
mini escenario junto a la pared opuesta, sillas plegables dispuestas en cuatro
filas.
Humor desordenado, moderno y escandaloso, carente de moldes
y complejos. Choca Esos Micros. Mujeres que agarran el micrófono
con suave firmeza y dicen a viva voz: ¡Eh gente, Estamos Aquí! Un alivio que
aparcaran lo políticamente correcto, al menos por unas horas. Más que un
monólogo, un diálogo, pues son dos las mujeres que montan el espectáculo.
Incluso se une una tercera, de más popularidad en el mundillo del monólogo,
dicen las anfitrionas. Sale del público, al modo voluntaria que quiere
colaborar. Ignoro si fruto de la casualidad o estaba ya preparado.
Río a carcajadas, cayendo en cuenta de la cantidad de tiempo
que no lo hacía. A veces, la vida es tan sencilla. Y nosotros, empeñados en
complicarla.
A modo de buque rompehielos, el dúo pide al público
colaboración. Echo a temblar porque no me agrada ese tipo de show donde
has de interactuar. Por fortuna, estamos junto a la barra, de pie, y las
artistas parece que la han tomado con los sentados cerca. Preguntas incómodas,
chascarrillos, burlas bien llevadas. Un potencial infierno para mí. Me refugio
tras la enorme copa donde los hielos enturbian el gintonic.
Al entrar, nos dieron una cuartilla de papel, a cada uno,
junto a un bolígrafo de plástico: “Por favor, escribid anónimamente, la
pregunta más absurda que se os pase por la cabeza”. Fueron las instrucciones,
ante nuestra atónita mirada. Finalizada la actuación, leerían todas las
preguntas, respondiendo lo primero que se les ocurriera. Improvisación, con
mayúscula.
Uno a uno, fueron extrayendo los papeles doblados, como si
de un sorteo se tratara. Caras de asombro ante los disparates lanzados, risas,
gritos, silbidos. The show must go on!
−En serio, estáis fatal de la cabeza −dice, entre risas, la
segunda monologuista, mientras continúa leyendo, y tratando de dar respuesta, a
las curiosas preguntas: “¿Por qué una cómoda se denomina cómoda y una
cama, cama, cuando la cama es más cómoda que la cómoda?”
−Esperad, esperad, que salió un filósofo: “¿La verdad es
absoluta, relativa, o relativamente absoluta?”
−Pues éste tampoco se queda corto: “¿Por qué si ordinario
significa vulgar, extraordinario significa maravilloso?”
Apenas quedan tres papeletas en la improvisada urna. ¿Y la
mía? Me digo.
−Buenooo, esta persona, en serio, háztelo mirar. Un poquito
de terapia nunca viene mal. Eso, o una pareja argentina, que convalida −dice la
tercera monologuista, entre risotadas, y procede a leer:
−“¿Qué come un oso hormiguero cuando está a régimen?”
Todo el local estalla en carcajadas. La música de fondo
cesa. Los camareros derraman las copas al servir. Divertida, Iraya me mira
cómplice, sabedora de mi aportación. Rio, me sonrojo, la enorme copa queda
diminuta como parapeto.
A veces, la vida es tan sencilla.
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