El incidente, confusión, sangre sobre la acera…
Había sido otro día cualquiera. Desayuno, caminata al
centro, guagua a la playa. Explorar, catar menú canario, disparar una foto
aquí, otra allá, al tuntún, nunca fui buen fotógrafo, ni siquiera aficionado.
Las fotos te roban el momento. La realidad escapa ante tus ojos mientras tú
observas un sucedáneo a través de la pantallita esclavizadora. ¡Muerte al
teléfono inteligente! ¡Larga vida al viejo Nokia!
Cansado ya, decido coger el autobús, camino del apartahotel.
Mis piernas dijeron basta, ni de coña vamos a subirte por esas dichosas
cuestas. Somos piernas de secretario, de oficinista, de escritor frustrado.
Búscate unas de maratoniano. Dijeron, un tanto ofendidas. Así que esperé la
fila, compré el tique y me desplomé sobre aquel asiento de plástico verde.
Cerré los ojos.
Era otro día cualquiera. Un día más en esta isla mágica, que
logra olvides la vieja rutina, el pisar la calle en plena madrugada, somnoliento
y enfadado con el universo, el cargar cajas y cajas sin fin, pelear cada día
por sobrevivir, aquel insomnio que se retroalimenta voraz e insaciable. Hace
que olvides tu existencia trivial en una lejana península donde los políticos
mienten y las gentes callan… hasta que un día hagan algo más que callar. Me
acercaría al apartamento, tomaría una ducha rápida y saldría a degustar una
caña, o dos, por el barrio. En busca de esa aventura que nunca llega. En busca
de una damisela en apuros, ayúdame, por favor, vienen a por mí. Quizás de un
extraño, altísimo, traje gris plateado, ojos almendrados tras unas gafas de sol
negras en pleno anochecer, sobre orejas ligeramente puntiagudas, venga conmigo,
nuestro líder supremo desea conocerle. Algo así, esas cosillas que siempre
sueñas salten de las páginas de la novela a tu vida mundana.
Otro día cualquiera.
Regreso contento, que no bebido, tan sólo luzco esa capa de
optimismo que te aportan un par de rubias (cervezas, digo, de las otras ya
sería euforia). Ese lustre que pringa la tez, el torso, los brazos y piernas.
Un optimismo de ciencia ficción, de repente crees poder con cualquier cosa, te
sientes capaz de doblegar al mismísimo Goliat, o ligarte aquella heroína
pelirroja y asilvestrada que vivía en una aldea perdida de las Tierras Altas de
Escocia. De nuevo, el Bunbury, …te sientes tan fuerte que piensas que
NADIE te puede tocar ¡uah!. Un barniz de optimismo, de precipicio, de peligro.
Lo mismo acabas en la cama con una morena juguetona o tirado en una cuneta
mientras tratas de averiguar qué se torció por el camino… y de fondo, continúan
atronando los Héroes:
Amanece
tan pronto
Y yo
estoy tan solo
Que no
me arrepiento
De lo de
ayeeer.
Regreso solo, el paso iluminado por la luna… bueno, y por
las farolas. Es un barrio de clase obrera, no una favela brasileña.
Mentalmente he anotado un par de señales, para no
extraviarme. Una gasolinera Disa aquí, un supermercado Dino allá. Cruza aquella
rotonda, la de las palmeritas, fíjate en la salida donde al fondo se lee MAX en
rojo. Mi amor platónico, Erika, solía aconsejarme, sabedora de mi pelea
continua con la orientación, ella, exploradora insaciable, trotamundos de
mochila, sonrisa y cantimplora: Tú fíjate siempre en referencias altas e
inamovibles. Una torre, un reloj antiguo, un rascacielos solitario, una colina
en punta. Ese tipo de pistas. Y desde entonces, camino por ciudades
desconocidas mirando a las alturas, como un iluminado a la espera del platillo
que le lleve a la nave nodriza y le transporte, para siempre, lejos de este
mundo plano, gris e injusto.
¿Seguro que sólo tomaste dos cervezas, Jorge?
Alcanzo la rotonda cuyo centro luce palmeras, clavo mis ojos
en la tercera salida, al fondo, el luminoso rojo anunciando MAX. Esa es mi
ruta. Pasado el cartel, primera calle a la derecha, luego, la callejuela a la
izquierda. Jódete, señorita gúguel, hoy te quedas en el bolsillo,
castigada por sabelotodo.
De repente, todo es azul a mi alrededor…
−¡Osti, la nave nodriza! −casi grito.
Me detengo, congelado en la acera. No, no, no, digo
temblando. En serio, tan sólo bromeaba, tíos. No me llevéis a vuestro lejano
planeta, a tumbarme en una camilla fría y meterme tubitos y sondas por todo el
cuerpo. Dije mundo gris e injusto. Pero No, que no, esta Tierra es multicolor, y nació una abeja bajo el sol… −se te va, Jorge−
llena de luz y sus gentes son de un buen rollo que te deja en fuera de
juego, de pura bondad…
Entonces oigo las sirenas.
La nave nodriza sobrevuela la calzada a toda velocidad. La
luz azulada ya no me envuelve, sino que va alejándose. Resultó ser un coche de
la Policía. Noto el vacío que sigue al sopetón de aire que alcanzó mi rostro,
como si un aspirador tamaño industrial hubiera hecho de las suyas a mi vera. Sin
saber que cuarenta y ocho horas más tarde tendría la misma sensación tras casi
perder la vida.
Después pasa otro. Y a lo lejos, cerca de la primera calle a
la derecha (mi ruta), gira un tercero.
¡Mierda, van camino del hotel! Dice mi mente adivinando lo
que tan sólo era una probabilidad entre mil.
Cruzo la ya famosa rotonda. Tomo la tercera salida,
cartelito en rojo al fondo, encaro la primera calle a la derecha. La oscuridad
gana consistencia, como si estuviera metiéndome en las entrañas de un dragón
moribundo. Giro a la izquierda. La callejuela. Mi callejuela. A mi mente acuden
aquellas risas, aquel humo de cigarrillos que buscaba el cielo estrellado.
¿Serán ellos?
Un coche patrulla bloquea el acceso sobre la calzada. Camino
despacio por la estrecha acera, esquivando los coches mal aparcados cuyos
retrovisores rozan, casi literalmente, la pared. Me admira la pericia de los
vecinos, incluso en estas circunstancias. Al fondo, un remolino azulado me
indica que otro coche patrulla corta el callejón.
Estoy a escasos metros de la puerta del hostal con ínfulas
de hotel.
Varios policías en la acera, y sobre la calzada. Parecen
respetar un semicírculo, como si custodiaran un tesoro. O como si acosaran (de
espaldas, difícil) a un individuo peligroso, o como si protegieran a una
víctima.
Resultó la tercera opción.
Es un chaval joven, pero no tanto. Cercano a la treintena,
calculo. Su vestimenta, veraniega, bermudas color burdeos, camisa abierta y
estampada en diversos colores. Cabello abundante, castaño, revuelto, con un
tupé maltrecho, ondulado, y un tanto anacrónico. Ojos grandes, quizás todavía
bajo el efecto del susto o del alcohol o de ambos. Parece un chico pijo tras la
fiesta de fin de curso del Colegio Mayor. Está sentado, despatarrado sobre la
acera, la espalda apoyada sobre la pared. Mirada perdida. Parece no oír las
palabras de los dos policías que, por turnos, tratan de comunicarse con él.
Su rostro gotea sangre. La mano protectora impide saber si
brota de la nariz, los labios, quizás la ceja. Junto a él, sobre el bordillo,
la blancura mancillada de rojo de un par de clínex acompaña la escena.
Alcanzo el portal (el chico justo al lado de la puerta), y
contemplo a los policías que se han girado al escuchar los pasos. Los miro,
pidiendo permiso sin decir palabra.
−¿Es amigo suyo? ¿Lo conoce? −dice el más veterano de los
uniformados.
−No, es la primera vez que lo veo.
Uno de los polis, apenas un crío, fuerte cual Conan 2. 0,
mira de reojo. El veraniego uniforme muestra sus poderosos brazos; el
izquierdo, totalmente pintado desde la muñeca hasta donde la tela oculta el
tatuaje. Siento la mirada vacía, y obscena, que lanzan las cavidades de una
calavera grabada en su hipertrofiado bíceps.
El otro policía trata de establecer comunicación con el
muchacho herido. Al menos, un contacto visual. De fondo, se escucha otra
sirena, la ambulancia.
Prueba en inglés vallecano de cuando el Rayo estaba en
tercera división, también chapurrea algo que suena alemán resacoso en Magaluf.
La cerveza, ese optimismo que vence gigantes a golpe de
honda, habla por mí:
−¿Necesitan ayuda? Hablo inglés.
El policía mayor me observa. Gesto amable, de aquí no salgo
esposado ni apaleado. Sonríe, inclinando ligeramente la cabeza.
−No, gracias, caballero. Dice ser italiano, no comprende
inglés ni castellano.
En un gesto simbólico (virtual, sólo en mi mente) me echo
las manos a la cabeza, al tiempo que introduzco el código de apertura: quintada
del noventa y uno: 7391. ¡Madre mía, si no podemos comunicarnos con un
italiano, que es primo hermano!
Luego, benévolo, pienso que el chaval está en su mundillo
paralelo. En su cuneta particular preguntándose cómo diablos llegó ahí. Y
maldiciendo los pares de rubias, Dorada, que cruzaron su camino.
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