(Ante la imposibilidad del abrazo fuerte, físico, cálido,
mando uno virtual, ojos cerrados, dedicando esta batallita, misión de búsqueda
y captura de sonrisa, a dos amigas valencianas (Liuto, Orxatis) que han sufrido
la furia de la naturaleza y la estupidez y ruindad humanas. Forza Valencia!).
“Búscate un marido con miedo a volar”, canta el bueno
de Loquillo. Jamás te cases conmigo, amada mía dondequiera que te halles. Nunca
temí volar. Por el contrario, una atracción sobrehumana tiraba de mí cuando
contemplaba aquellos aviones que surcaban el cielo de mi infancia; a modo de
adivinanza jugábamos a figurar dónde irían, seguíamos con la mirada los surcos
blanquecinos, la cabeza hacia atrás, nuestras pequeñas bocas abiertas, brazo
alzado, dedo índice agitado: “¡Ese va a Francia!” “No, qué dices, ¡va a
Inglaterra!”. Desde entonces, soñé subir a aquellos tubos metálicos con alas.
Blancos, amarillos, incluso de colorines. Unos los distinguíamos, debido a la
baja altura, otros los imaginábamos. Aún recuerdo el olor a queroseno, la primera vez que cogí aquel vuelo desde Madrid, un lejano veinte de febrero del
2002. El aire enrarecido, inspirado cual droga de libertad, aquel cielo rojizo
sobre la ciudad que nunca duerme. El Madrid de Sabina, Allá donde se cruzan
los caminos, Donde el mar no se puede concebir, Donde regresa siempre el
fugitivo, Pongamos que hablo de Madrid. Mi triste alegría, risueña
tristeza, sostenida por un par de rodillas temblorosas, en aquella escalera
metálica, beso lanzado a la ciudad que muda colores: “Libre o fugitivo, no sé cuándo
regresaré”, dije en voz baja, lágrimas cobardes atravesaron mi garganta.
Escocia, un país casi imaginario, tras el telón de mi mente, castillos,
espadas, lagos, blancos corceles, dragones, damiselas pelirrojas en apuros.
Trece años, cinco meses y nueve días después, regresé.
A mi querida España,
a veces odiada. A los políticos ladrones y malvados, a los jefecillos de turno
con vocación dictatorial, a los compañeros que gritan y zancadillean. Al choque
de cornamentas, tan machoman como Varon Dandy. También, al calor de la
amistad, a la familia, al pincho de tortilla en el bar de la esquina, a la caña
en terraza bajo sol y sombra.
Tras aquel retorno, de manos entrelazadas, besos y sueños
estrellados, ya transcurrieron… nueve años, cuatro meses y un día…
Nunca tuve miedo a volar.
Poco a poco, vamos ocupando asientos. Zona trasera, lado
izquierdo, ventanilla, reza mi billete, el cual comprobé, dos, tres, cuatro
veces, antes de incomodar a nadie. Una mujer rubia, de aspecto extranjero, ocupa
la butaca central, a su vera, una cría, la plaza de ventana. Mi asiento. Me dirijo
a la madre en español que es el idioma en que dicta el alma. La joven mami no
entendía, pero comprendía. Los gestos, el tique, el dedito apuntando la
ventanilla. La madre, apurada, ligero rastro de color en su tez gira hacia su
retoño; suelta la hebilla del cinturón nerviosa, lanza miradas rápidas: bolsa,
libros, nena, estuche, osito, papeles. Todo a su alrededor. El cerebro
ordenando logística. Vuelve a mirar a su pequeña, dispuesta a llamar su
atención; entonces, contemplo aquella carita, los ojos enormes perdidos al otro
lado del ventanuco, las manitas cruzadas sobre su regazo en claro gesto de prometo
que seré formal, mami, y las murallas que rodean mi castillo caen como si
fueran de arena.
−It´s
ok, don´t worry! −digo.
−Mersi bocú… grasias. −responde, y sonríe, con leve
asentimiento. La pequeña continua explorando el universo desconocido, ajena a
números, letras, posiciones, y demás tonterías de mayores.
Me acomodo a su derecha, así podré estirar una pierna hacia
el pasillo, me consuelo. Chaquetilla sobre las rodillas, que luego refresca,
decían las madres de antaño, bolsa bajo el asiento, botellín de agua en la redecilla
delantera, el libro (tocho de seiscientas páginas) entre las manos, gafas de
viejo en la pechera.
En eso andaba yo, cuando la alegría subió abordo. Todo lo anegó,
con sus chascarrillos, sus sonrisas, el brillo de los ojos, las risitas
contenidas que tan sólo florecen durante esa edad confusa. La alegría tenía forma
de una treintena de niñas, que odian ser llamadas niñas, en la etapa donde los
sueños emergen, las hormonas comienzan a cosquillear y los ojos destilan
energía, mientras una parte de la razón pelea por la supervivencia de los Reyes
Magos. Todas ellas uniformadas, de riguroso negro, mallas y camisetas
deportivas. Son un equipo de Gimnasia Rítmica, supe después, con rumbo a
Tenerife, en busca de aventura, emoción, nuevas amistades y alguna que otra
medalla sobre el tapiz.
El alboroto, aun contenido a duras penas por monitoras unos
años mayores (apenas unas crías a los ojos de este señor que teclea) es vida.
Vida que te entra por cada poro de la piel. Despegué con equis años (ya
coqueteo con la edad como hacen las actrices de renombre) y aterricé con equis
menos uno.
Observo a mi alrededor. La curiosidad puede mil y una veces
más que el argumento de la última novela de Gómez-Jurado (aunque afirme ser
clausura de un ciclo). Tres jovenzuelas delante, otras tres a su derecha, entre
ellas el pasillo. Más dos monitoras, quizás veinteañeras, detrás de las
últimas, justo a mi derecha. Medio metro de pasillo me separa de las
entrenadoras. Éstas sonríen, sonríen todo el rato. Quizás tratan de contagiar
el gesto, tranquilizador, o tal vez son contagiadas por las chiquillas. Alguna
que otra profesora, veterana, varias filas más adelante.
La veo porque es imposible no verla.
Sentada junto al pasillo, delante de las monitoras. Su pie
izquierdo, zapatilla negra, Nike, suela fina y blanca, martillea el suelo a
cinco mil revoluciones por minuto. Es un pistón automático. Pinrel, extremo de
una piernecita embutida en malla negra. Una patita de pollo, de cuento de
brujas que comen niñas tras cocinarlas en una olla gigante. Linda como toda
niña. Delgadita, ojos enormes y claros, cabello castaño recogido en una cola de
caballo. Sonríe, bromea con las amiguitas a su derecha. Sonríe, pero no engaña.
El pie-pistón la delata, los ojos humedecidos cómplices del soplo. No mueve el
pie a velocidad endiablada por nervios, es puro temblor. Genuino pavor.
Las compañeras tratan de convencerla, las profes se unen en
la batalla. No pasa nada, cariño. Es el medio de transporte más seguro. Frase
última, de campaña publicitaria obsoleta, que entra por un oído y sale por el
otro en la cabecita de la niña que no quiere ser niña.
Imposible no decir nada. Imposible respirar en silencio.
−¿Se encuentra bien? −pregunto a la monitora cercana.
−Tiene miedo a volar. Es su primera vez −dice la joven, sin
perder la sonrisa y con un gesto que agradece mi preocupación.
−Tranquila, verás como no te enteras −le digo a la
chiquilla, que mira de reojo, todavía sonriendo, todavía de broma con las
amigas.
El avión comienza a rodar, el personal de cabina −con lo
hermosa que luce la palabra azafata, y su original árabe: assafat
−señala las puertas de emergencia, la línea de lucecitas, el tubito para inflar
el chaleco salvavidas, mientras una voz metálica describe la representación
mímica en inglés y castellano. El avión acelera y acelera, y acelera mucho más.
La monitora agarra la mano frágil, que tiembla como un gorrioncillo bajo la
lluvia, por el lado del pasillo, la amiguita hace lo propio desde el otro. El
gesto me pone tierno como película de sábado tarde.
Entonces, su rostro mudado. La sonrisa queda congelada en
posición neutral. Los ojos, antes húmedos, desprenden gruesas lágrimas que
bajan por sus mejillas. Mudos los labios titubean. Llora en silencio, como lo
hacía Candy Candy. El pie cesa su
martilleo, queda rígido, presionando contra el suelo, como si deseara frenar,
frenar, frenar. Ya no juega, las bromas naufragaron a la velocidad de las
ruedas sobre la pista. Ya no ríe como forma de camuflaje.
Ahora sufre.
Hubiera extendido la mano cálida, sumándome a las suyas, me
habría arrancado el cinturón de seguridad cual Superman encadenado, y vencido
la distancia del pasillo para abrazarla, para susurrarle consuelo, decirle no
pasa nada, cariño, estoy contigo. Hubiera hecho cualquier cosa por tranquilizar
aquella criatura, a la hija que un día anhelé y el destino, Dios, la vida o el
tipo que tira los dados me negaron.
−Inspira rosa, uno, dos, tres, expira azul −le dice su
amiguita −así derrotarás al monstruo.
Código secreto para mi raciocinio, quizás fruto de alguna
lectura, película de Disney o de una imaginación incorrupta.
Una vez superado el ascenso, luz de cinturones apagada,
velocidad crucero, todo se relajó. Volvieron las risas, bromas y cuchicheos.
−Ya pasó, ahora puedes dormir tranquila −digo, con
mentalidad de casi viejo, o insomne crónico. La moceta me mira, ojos brillantes
de lágrimas pasadas, agradecida a la par que confusa. “¿Dormir? ¡Ahora empieza
la aventura, señor!”, dice, sin decir nada.
Mientras, la francesita dibuja sobre un folio de papel
−cajita de lápices de colores Alpine a mano− un avión de trazo simple y enormes
ventanillas, tras las cuales hay niños de cabeza grande y cuatro pelos, viajando
por un mundo imaginario, junto a un sol amarillo y radiante, sobre un cielo
azul cielo, entre nubes de algodón, un mundo donde no existe la incertidumbre,
la oscuridad, ni el miedo.
Recibido, gracias! Nos toca una temporada de paciencia infinita y relativizar la vida.
ResponderEliminarVolar y ver mundo siempre está estupendo. Sobre todo si te quita años. Te hace recordar cuando tenías la edad de esas chavalillas y observabas el mundo con esos ojos. Juventud, divino tesoro!
A seguir descubriendo, siempre (ya sea con tus ojos de x-1 o con las gafas de leer)
Cuídate.
Orxatis