sábado, 30 de noviembre de 2024

F202 - Búscate un marido con miedo a volar (Tenerife) (I)

 

(Ante la imposibilidad del abrazo fuerte, físico, cálido, mando uno virtual, ojos cerrados, dedicando esta batallita, misión de búsqueda y captura de sonrisa, a dos amigas valencianas (Liuto, Orxatis) que han sufrido la furia de la naturaleza y la estupidez y ruindad humanas. Forza Valencia!).

 

Búscate un marido con miedo a volar”, canta el bueno de Loquillo. Jamás te cases conmigo, amada mía dondequiera que te halles. Nunca temí volar. Por el contrario, una atracción sobrehumana tiraba de mí cuando contemplaba aquellos aviones que surcaban el cielo de mi infancia; a modo de adivinanza jugábamos a figurar dónde irían, seguíamos con la mirada los surcos blanquecinos, la cabeza hacia atrás, nuestras pequeñas bocas abiertas, brazo alzado, dedo índice agitado: “¡Ese va a Francia!” “No, qué dices, ¡va a Inglaterra!”. Desde entonces, soñé subir a aquellos tubos metálicos con alas. Blancos, amarillos, incluso de colorines. Unos los distinguíamos, debido a la baja altura, otros los imaginábamos. Aún recuerdo el olor a queroseno, la primera vez que cogí aquel vuelo desde Madrid, un lejano veinte de febrero del 2002. El aire enrarecido, inspirado cual droga de libertad, aquel cielo rojizo sobre la ciudad que nunca duerme. El Madrid de Sabina, Allá donde se cruzan los caminos, Donde el mar no se puede concebir, Donde regresa siempre el fugitivo, Pongamos que hablo de Madrid. Mi triste alegría, risueña tristeza, sostenida por un par de rodillas temblorosas, en aquella escalera metálica, beso lanzado a la ciudad que muda colores: “Libre o fugitivo, no sé cuándo regresaré”, dije en voz baja, lágrimas cobardes atravesaron mi garganta. Escocia, un país casi imaginario, tras el telón de mi mente, castillos, espadas, lagos, blancos corceles, dragones, damiselas pelirrojas en apuros.

Trece años, cinco meses y nueve días después, regresé.

 A mi querida España, a veces odiada. A los políticos ladrones y malvados, a los jefecillos de turno con vocación dictatorial, a los compañeros que gritan y zancadillean. Al choque de cornamentas, tan machoman como Varon Dandy. También, al calor de la amistad, a la familia, al pincho de tortilla en el bar de la esquina, a la caña en terraza bajo sol y sombra.

Tras aquel retorno, de manos entrelazadas, besos y sueños estrellados, ya transcurrieron… nueve años, cuatro meses y un día…

Nunca tuve miedo a volar.

Poco a poco, vamos ocupando asientos. Zona trasera, lado izquierdo, ventanilla, reza mi billete, el cual comprobé, dos, tres, cuatro veces, antes de incomodar a nadie. Una mujer rubia, de aspecto extranjero, ocupa la butaca central, a su vera, una cría, la plaza de ventana. Mi asiento. Me dirijo a la madre en español que es el idioma en que dicta el alma. La joven mami no entendía, pero comprendía. Los gestos, el tique, el dedito apuntando la ventanilla. La madre, apurada, ligero rastro de color en su tez gira hacia su retoño; suelta la hebilla del cinturón nerviosa, lanza miradas rápidas: bolsa, libros, nena, estuche, osito, papeles. Todo a su alrededor. El cerebro ordenando logística. Vuelve a mirar a su pequeña, dispuesta a llamar su atención; entonces, contemplo aquella carita, los ojos enormes perdidos al otro lado del ventanuco, las manitas cruzadas sobre su regazo en claro gesto de prometo que seré formal, mami, y las murallas que rodean mi castillo caen como si fueran de arena.

It´s ok, don´t worry! −digo.

−Mersi bocú… grasias. −responde, y sonríe, con leve asentimiento. La pequeña continua explorando el universo desconocido, ajena a números, letras, posiciones, y demás tonterías de mayores.

Me acomodo a su derecha, así podré estirar una pierna hacia el pasillo, me consuelo. Chaquetilla sobre las rodillas, que luego refresca, decían las madres de antaño, bolsa bajo el asiento, botellín de agua en la redecilla delantera, el libro (tocho de seiscientas páginas) entre las manos, gafas de viejo en la pechera.

En eso andaba yo, cuando la alegría subió abordo. Todo lo anegó, con sus chascarrillos, sus sonrisas, el brillo de los ojos, las risitas contenidas que tan sólo florecen durante esa edad confusa. La alegría tenía forma de una treintena de niñas, que odian ser llamadas niñas, en la etapa donde los sueños emergen, las hormonas comienzan a cosquillear y los ojos destilan energía, mientras una parte de la razón pelea por la supervivencia de los Reyes Magos. Todas ellas uniformadas, de riguroso negro, mallas y camisetas deportivas. Son un equipo de Gimnasia Rítmica, supe después, con rumbo a Tenerife, en busca de aventura, emoción, nuevas amistades y alguna que otra medalla sobre el tapiz.

El alboroto, aun contenido a duras penas por monitoras unos años mayores (apenas unas crías a los ojos de este señor que teclea) es vida. Vida que te entra por cada poro de la piel. Despegué con equis años (ya coqueteo con la edad como hacen las actrices de renombre) y aterricé con equis menos uno.

Observo a mi alrededor. La curiosidad puede mil y una veces más que el argumento de la última novela de Gómez-Jurado (aunque afirme ser clausura de un ciclo). Tres jovenzuelas delante, otras tres a su derecha, entre ellas el pasillo. Más dos monitoras, quizás veinteañeras, detrás de las últimas, justo a mi derecha. Medio metro de pasillo me separa de las entrenadoras. Éstas sonríen, sonríen todo el rato. Quizás tratan de contagiar el gesto, tranquilizador, o tal vez son contagiadas por las chiquillas. Alguna que otra profesora, veterana, varias filas más adelante.

La veo porque es imposible no verla.

Sentada junto al pasillo, delante de las monitoras. Su pie izquierdo, zapatilla negra, Nike, suela fina y blanca, martillea el suelo a cinco mil revoluciones por minuto. Es un pistón automático. Pinrel, extremo de una piernecita embutida en malla negra. Una patita de pollo, de cuento de brujas que comen niñas tras cocinarlas en una olla gigante. Linda como toda niña. Delgadita, ojos enormes y claros, cabello castaño recogido en una cola de caballo. Sonríe, bromea con las amiguitas a su derecha. Sonríe, pero no engaña. El pie-pistón la delata, los ojos humedecidos cómplices del soplo. No mueve el pie a velocidad endiablada por nervios, es puro temblor. Genuino pavor.

Las compañeras tratan de convencerla, las profes se unen en la batalla. No pasa nada, cariño. Es el medio de transporte más seguro. Frase última, de campaña publicitaria obsoleta, que entra por un oído y sale por el otro en la cabecita de la niña que no quiere ser niña.

Imposible no decir nada. Imposible respirar en silencio.

−¿Se encuentra bien? −pregunto a la monitora cercana.

−Tiene miedo a volar. Es su primera vez −dice la joven, sin perder la sonrisa y con un gesto que agradece mi preocupación.

−Tranquila, verás como no te enteras −le digo a la chiquilla, que mira de reojo, todavía sonriendo, todavía de broma con las amigas.

El avión comienza a rodar, el personal de cabina −con lo hermosa que luce la palabra azafata, y su original árabe: assafat −señala las puertas de emergencia, la línea de lucecitas, el tubito para inflar el chaleco salvavidas, mientras una voz metálica describe la representación mímica en inglés y castellano. El avión acelera y acelera, y acelera mucho más. La monitora agarra la mano frágil, que tiembla como un gorrioncillo bajo la lluvia, por el lado del pasillo, la amiguita hace lo propio desde el otro. El gesto me pone tierno como película de sábado tarde.

Entonces, su rostro mudado. La sonrisa queda congelada en posición neutral. Los ojos, antes húmedos, desprenden gruesas lágrimas que bajan por sus mejillas. Mudos los labios titubean. Llora en silencio, como lo hacía Candy Candy.  El pie cesa su martilleo, queda rígido, presionando contra el suelo, como si deseara frenar, frenar, frenar. Ya no juega, las bromas naufragaron a la velocidad de las ruedas sobre la pista. Ya no ríe como forma de camuflaje.

Ahora sufre.

Hubiera extendido la mano cálida, sumándome a las suyas, me habría arrancado el cinturón de seguridad cual Superman encadenado, y vencido la distancia del pasillo para abrazarla, para susurrarle consuelo, decirle no pasa nada, cariño, estoy contigo. Hubiera hecho cualquier cosa por tranquilizar aquella criatura, a la hija que un día anhelé y el destino, Dios, la vida o el tipo que tira los dados me negaron.

−Inspira rosa, uno, dos, tres, expira azul −le dice su amiguita −así derrotarás al monstruo.

Código secreto para mi raciocinio, quizás fruto de alguna lectura, película de Disney o de una imaginación incorrupta.

Una vez superado el ascenso, luz de cinturones apagada, velocidad crucero, todo se relajó. Volvieron las risas, bromas y cuchicheos.

−Ya pasó, ahora puedes dormir tranquila −digo, con mentalidad de casi viejo, o insomne crónico. La moceta me mira, ojos brillantes de lágrimas pasadas, agradecida a la par que confusa. “¿Dormir? ¡Ahora empieza la aventura, señor!”, dice, sin decir nada.

Mientras, la francesita dibuja sobre un folio de papel −cajita de lápices de colores Alpine a mano− un avión de trazo simple y enormes ventanillas, tras las cuales hay niños de cabeza grande y cuatro pelos, viajando por un mundo imaginario, junto a un sol amarillo y radiante, sobre un cielo azul cielo, entre nubes de algodón, un mundo donde no existe la incertidumbre, la oscuridad, ni el miedo.

 


1 comentario:

  1. Recibido, gracias! Nos toca una temporada de paciencia infinita y relativizar la vida.
    Volar y ver mundo siempre está estupendo. Sobre todo si te quita años. Te hace recordar cuando tenías la edad de esas chavalillas y observabas el mundo con esos ojos. Juventud, divino tesoro!
    A seguir descubriendo, siempre (ya sea con tus ojos de x-1 o con las gafas de leer)
    Cuídate.
    Orxatis

    ResponderEliminar

Su opinión me interesa