Al fin llegó la mágica fecha. Me
disponía a realizar el segundo vuelo en mis 31 años de vida, y el primero de
ellos yo solo. El chico de la agencia de viajes había sido muy amable. Me
explicó todo pasito a pasito, como haces con un principiante. Debía de coger un
autobús de madrugada con dirección a Madrid. Allí apearme en la estación. Salir a Avenida de América y allí coger el autobús al aeropuerto de Barajas
(todavía no habían rediseñado la estación, y debías de salir al exterior para
acceder al autobús del aeropuerto). Sencillo y con plenty of time.
El autobús hacia Madrid era todo lujo, cuero y
sonrisas de azafatas. Cuando subías te daban una cajita de cartón pequeña.
Recuerdo abrirla, según sentarme en mi asiento numerado, con curiosidad
infantil. Era un pinganillo de color azul. Unos auriculares de esos para
escuchar la radio o la televisión de a bordo. Recuerdo que pusieron vídeos de
la serie Friends. Más adelante nos
dieron la prensa y un desayuno a base de café y sobaos pasiegos.
Allí estaba yo, en un enorme aeropuerto,
con mi maletón, mi makuto y mi mochila. 42 kilos de ropa, viandas y sueños.
Bueno, algún kilillo de miedo también se me coló en su interior. Allí estaba
yo, estrenando la Visa que había sacado para la ocasión – por si me perdía o
por si acaso Iberia enviaba mi equipaje a Munich, así por error −. La chica de
Iberia fue muy simpática y amable. Me explicó las reglas de la restricción de
peso en el equipaje. Le conté que lo ignoraba – una mentirijilla −, que iba a
Edimburgo – ella sonreía amable aguantando al pueblerino perdido en la capi – y que sólo tenía billete de Ida. Vamos, en pocas palabras, que me hice un poco el
tonto – no se me da nada mal poner carita de niño extraviado −. La señorita se
apiadó de mí y tan sólo me cobró la mitad de kilos de exceso. Yo creo que si
insisto un poco más, me hubiera llevado de la mano y me hubiera convidado a un
chocolate caliente con un bollo suizo. Pero tampoco era plan de abusar de la
amabilidad de la bella azafata terrestre.
Subí la escalerilla metálica de
aquel enorme aparato blanco con aprehensión y un ligero temblor de rodillas.
Era una sensación como de quemazón y de ansiedad, que no tenía nada que ver con
el miedo a volar. Recuerdo llegar a lo alto de aquella temblorosa escalera, y
antes de dar ese pasito al interior de la nave – un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto…, y todo eso –
me giré sobre los talones, mi mano izquierda agarrando la barandilla y
contemplé aquel bello cielo sobre la distante ciudad de Madrid. En ese instante
supe o intuí que pasaría mucho tiempo sin volver a contemplarlo. Fue una
sensación agradable, al igual que inquietante y con un puntito de nostalgia
prematura. Y pensé, “adiós Madrid, hasta
pronto España”.
El vuelo fue tranquilo, cómodo.
Me gustó la profesionalidad de las azafatas de Iberia. Pero claro, con mi
escasa experiencia voladora, tampoco tenía datos para comparar. Nos dieron de
comer, cosa que me hizo una especial ilusión. Sé que es un cliché de esos, pero me sentí como un chiquillo con zapatos recién
comprados. Con esa ligera incomodidad del
roce primerizo, pero con el
rostro iluminado por la novedad y el estreno. ¡Allí estaba yo, sentado en aquel
avión, comiendo aquel menú de las alturas y con rumbo a Edimburgo! … o al menos
eso pensaba yo.
Al cabo de una hora
aproximadamente, tras la comida, la voz estridente de los altavoces me sacó de
mi pequeña cabezada entre nubes de algodón. Si añadimos mi sopor post siesta a
mi paupérrimo listening de por aquel
entonces, es comprensible que no me enterase de un carajo del mensaje. Pero
como en tales mensajes todo se repite un par de veces, al final deduje que íbamos
a aterrizar en… Birmingham. ¿En Birmingham? ¡Qué! o What? (para meternos más en situación). Me giré hacia mi pasajero
vecino de butaca, un businessman todo
trajeado. “Excuse me, is this Birmingham? I am going to Edinburgh!”, el tipo
sonrió con cara de lástima y se encogió de hombros: “Yes, this is Birmingham”.
Tras aterrizar, antes de bajar
del avión, pregunté apurado a la azafata, la cual amablemente me dijo que no me
preocupara, que simplemente siguiera al resto de pasajeros. Y así lo hice. Más
tarde comprendí que era una escala de espera, para rellenar combustible,
limpiar el parabrisas, comprobar el nivel de aceite y la presión de las ruedas,
y todas esas cosillas que se hacen en las gasolineras para aviones. ¡Pero el
chico de la agencia de viajes podía haberme advertido! Ya me tranquilicé al
observar que otros pasajeros esperaban, junto a mí, en aquella gigantesca
habitación sin salidas. Todo iba sobre lo planeado y en una hora aterrizaría en
Edimburgo, Escocia (Reino Unido).
Joder que susto, me dicen a mi tambien que para en otro sitio y no a donde voy y me da un patatus!!!!
ResponderEliminar