Estaba decidido. Tenía que salir
de allí. Escapar del pueblo, correr más allá de la cercana pequeña capital de
provincia. ¿Pero hacia dónde? ¿A Madrid?, pensé, me encanta Madrid. Al menos el
Madrid de las películas, el Madrid de la canción de Sabina, el Madrid de mi
equipo del alma (el más grande, no el de los colchones o el del señor de
Rumasa). ¿A Alicante?, adoro el mar −desde que lo vi por primera vez de crío en
el coche familiar y medio mareado, no ha dejado de susurrar mi nombre, de
llamarme− y además parece ser que había trabajo en las fábricas de azulejos y
baldosines. Otra mierda de fábrica, sí, pero con mar, con ese aroma salado y
dulce al mismo tiempo.
Entré en aquella cafetería, de mi
pequeña ciudad capital de provincia. Pedí un pincho de tortilla y un corto de
cerveza. Estaba sentado en un taburete, en la esquina, junto al teléfono
(verde, cuadrado, con el símbolo de Telefónica). Saqué el recorte de periódico
mientras atacaba la tortilla. Era la sección de anuncios del periódico
provincial. Sólo había un círculo rojo rodeando uno de los anuncios bajo el
titular de Ofertas de Trabajo: “Se busca
camarero para restaurante de carretera. Salario según experiencia. Alojamiento
incluido. Móstoles. Provincia de Madrid”.
Iba preparado: un montón de
monedas (de las antiguas pesetas, todavía) encima de la barra, una libreta de
anillas abierta, boli en mano y las neuronas despiertas. “Venga Jorge, ¡al toro!”. Llamé y se puso una señorita con acento
sudamericano, que a su vez me pasó con el jefe. Estuvimos charlando, le confesé
que tenía nula experiencia en hostelería (yo siempre tan sincero, tan bocazas).
Me dijo que le gustaba mi sinceridad, que se me notaba honesto (algo que
siempre me complica la vida, pero que a su vez me abriría muchas puertas en el
futuro escocés que me esperaba. Pero no adelantemos acontecimientos). Me
comentó que empezaría pagándome lo mínimo al carecer de experiencia y que era
un trabajo muy duro. Jornadas de hasta 12 horas. Comedor abarrotado. Estrés y
ajetreo. Cama y una comida incluidas. Yo a todo decía que sí, que sí. ¡Vaya! justo
en el momento que parecía que estaba aprendiendo a decir que NO (a Ella con sus miedos, a Ellos con sus insultos…) me veía abocado a decir
que Sí a todo otra vez.
En ese momento pasó algo “extraño”
(aunque conociendo Telefónica podía ser lo más normal del mundo). En mitad de
la parrafada de aquel señor (yo lo veía a través de la línea telefónica,
barrigón, con el blanco mandil sucio, bigotudo y con los dedos gordos como
salchichas de carnicería y amarillos de nicotina) describiendo cómo iba a ser
mi particular Infierno de Dante, con todos sus círculos y niveles (servir,
fregar, limpiar, correr, no parar, mal cobrar…) ¡clic! Peeeee. La llamada se cortó. Extrañado observé caer las
monedas que todavía había en el interior del teléfono. Yo no había cortado, de
eso estaba seguro. El tipo no había cortado, pues se quedó a mitad de frase. No
había nadie a mi alrededor en la esquina de la barra… “Bueno, Jorge, no te pongas nervioso”. Volví a insertar más monedas
y llamé de nuevo. Me disculpé. Estoy en una cabina, perdone y tal. El tipo
soltó un gruñido. Siguió con su infierno de Dante personalizado y hecho a mi
medida –como un traje de luces− y a continuación me pidió que le diera unos
cuantos datos personales. Así que comencé la letanía de nombre, apellidos,
edad, anterior trabajo, fecha cuando podría comenz… ¡clic! Peeeee . La llamada
se cortó por segunda vez. Las monedas sobrantes cayeron, con su tintinéo en la
cajetilla del teléfono, por segunda vez. Entonces lo supe. Supe que mi madre me
estaba mandando una señal. El tintineo no provenía de las monedas. Era el
tintineo de la campanilla que usaba mi madre en su aula celestial, repleta de
niños que siempre tendrán 6 años de edad. Una señal desde el Cielo: no vayas allí, no
dejes que un barrigón bigotudo te explote, aprovechándose de tu ingenuidad y de
tu buena voluntad.
Justo al día siguiente me
encontré, por casualidad, a una amiga y compañera de la U.N.E.D. (yo por aquel
entonces estudiaba Psicología). Nos tomamos un café. Charlamos. Le conté como
me sentía y cuales eran mis planes. Entonces ella me dijo que tenía un amigo
que contaba maravillas de una ciudad llamada Edimburgo.
Y pensé, puestos a escapar, a
huir hacia adelante… ¿por qué no hacerlo a lo bestia?
(En aquellos días a mi Edimburgo
me sonaba tan lejano, exótico y desconocido como Sidney en Australia).
Y así comenzó todo.
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