Era la Navidad de aquel 2001.
Llevaba un par de meses trabajando en una fábrica-taller (a través de una ETT –Explotándote
Tan Tiernamente−). Era un trabajo duro y agotador o monótono y aburrido. Todo
dependía de la máquina que te tocara manejar. El ambiente era el propio de una
fábrica. Con sus bromas y sus machadas. Nunca me integré muy bien yo en eso de
las machadas y el chocar de cuernos con otros machos de la manada. Siempre me
pareció algo ridículo, infantil y patético. Así que trataba de hacer mis piezas y pasar lo más desapercibido que
me fuera posible.
Yo venía de ser estudiante toda
la vida. De trabajar durante 7 años en una oficina pequeña, familiar. Mis manos
eran de secretario, no de camionero. Mi espalda fue la primera que se quejó.
Dejándome una lesión como recuerdo. Un punto al lado de la paletilla que grita
cuando me estreso. Era un trabajo de hombres. Pasé de ser secretario a ser
hombre. Así, de buenas a primeras. Terminaba la jornada (7 a.m. a 3 p.m.) y no
podía ni arrastrar aquellas botas con refuerzos de metal en las punteras. Botas
de hombre. Los viernes se convirtieron en el día más feliz. Finalizaba a las 3
y comenzaba el largo finde. Pero acababa tan reventado que llegaba a casa, me
quitaba esas botazas de hombre, y así con el buzo todavía puesto, me tumbaba
sobre la cama, cruzaba los brazos sobre el pecho como un muerto (¡cómo me dolían
los brazos y las manos!), cerraba los ojos e imaginaba que la fábrica iba a
explotar el sábado a la noche. Vacía.
En la fábrica me pusieron un buddy que dicen aquí en anglosajonia. Un
compañero que te guía y te muestra cómo debes manejar las máquinas. Era un
tipo majo, un abuelete. Todos le respetaban mucho. Siempre me decía que hay que
pensar en cómo hacer cada movimiento, cada maniobra con las grandes chapas (a
veces tan grandes que había que manejarlas entre dos personas) con el mínimo
esfuerzo. Así no te harás daño, me decía. A pesar de todos sus consejos, me
dañé la espalda. Pero bueno, creo que fue debido a la falta de costumbre a ese
tipo de trabajos. Eso me decía el abuelete. Mínimo esfuerzo. Y bromeaba
sonriendo: “que no me entere yo que
conoces cómo hacerlo con menos esfuerzo y no me lo dices” (seguro de sí
mismo de que eso nunca ocurriría. El viejo sabía latín en eso del mínimo
esfuerzo). Un día me repitió la cantinela de la ley del
esfuerzo-riesgo-cansancio. Pero aquel día soltó además una coletilla. Una
coletilla que se quedó grabada a fuego en mi memoria. Una coletilla que hizo
que el Inglés se convirtiera en mi obsesión (pues ya había decidido mi
destino). Una coletilla que me despejó cualquier tipo de duda que pudiera haber
tenido sobre la escapada que quería hacer. Dijo: “tú hazme casó a mí, que llevo haciendo esto 30 años”.
Ni por todo el oro que robamos a
México iba yo a quedarme allí dentro, en ese barracón oscuro y sucio durante 30
años.
Era la Navidad de 2001. Fue una
Navidad blanca, siempre una buena señal. Todavía se daba la típica cesta de
Navidad. Algo modesta, sin excesos, pero un detallazo que te hacía ilusión. Fue
mi primera, y última, Cesta de Navidad.
Un día nos llamaron a todos los de la ETT. Que fuéramos a la oficina del
taller. Llegamos todos nerviosos (bueno, yo para variar, muy tranquilo). Nos
iban a comunicar quienes eran los “afortunados”, a quienes se les iba a ofrecer
un contrato con la Empresa (por lo tanto abandonar la Explotándote Tan Tiernamente). Entramos de uno en uno. Unos salían
contentos, otros tristes. Cuando fue mi turno entré en la oficina sonriente y
tranquilo. Creo que aquello descolocó un poco al jefe de Personal. Me dijo que
les había gustado mi comportamiento y mi empeño (¡nos ha jodido! si no doy un
pelo de guerra y digo a todo Sí Señor). Me sonrió el tipo aquel y me ofreció un
contrato. Le dije que era muy amable pero que no lo quería. Se lo dije
sonriendo, en mi mundo. El tipo se quedó mirándome como las vacas al tren. Me
apiadé de él y le di una explicación: “Gracias
por la oferta pero me voy a ir a Edimburgo” y añadí “Escocia, Reino Unido”. Todo mi rostro era una sonrisa con ojos. El
tipo gruñó serio, me miró como si estuviera majara y me señaló la puerta.
Ese fue el día más feliz que recuerdo en el
taller-fábrica.
Qué alegría te tuvo que dar ese "No gracias"!!
ResponderEliminarEl día más feliz... Mmmmm... ¡Cómo te entiendo!
ResponderEliminar