viernes, 23 de agosto de 2024

F195 - Juventud, fotogénico tesoro (Bruselas, XIII)

 Amanezco de nuevo en Bruselas. Leyendo estas batallitas alguien podría creer que estuve semanas allí, incluso meses, pero sólo fueron unos pocos días. Quienes conocen este rincón de letras apretujadas saben que disfruto deshojando anécdotas, incluso salpicarlas con gotitas de ficción, más allá de relatar hechos verídicos y literales, lo cual resultaría más rápido, aséptico, más aburrido.

He de confesar que descubrí hace poco la existencia de los tours gratuitos. Es algo de lo más cómodo, incluso tentador. Llegas a una ciudad, prácticamente cualquiera en el mundo, buscas en sanguguel “Free Tour” y aparece una lista de grupos, gente que se dedica (supongo que bajo nómina del correspondiente ayuntamiento) a mostrar la ciudad, con sus monumentos, sus plazas, sus catedrales, explicando el trasfondo histórico, la arquitectura, todo aderezado con entrañables chascarrillos y anécdotas (aquí el carisma del tipo del paraguas −suelen llevar un paraguas o una bandera a modo de señal guía− marca la diferencia, como en cualquier ámbito de la vida). Y lo hacen sin cobrar un euro al visitante, por la feis.

Nunca fui de grupos guiados. Ni de tours organizados. Pagados ni gratuitos. Antaño porque no constaban en mi universo (mi viejo Nokia carecía de acceso a internet), después porque ignoraba su existencia, y  más tarde porque no me apetecía seguir como un borrego a un grupo de diversas nacionalidades −coreanos de palo fotográfico en ristre incluidos− escuchando las mil y una repetidas bromas del portador del paraguas.

Siempre fui un poco por libre.

Pero en ciertas ocasiones, la situación surge de la nada, como si saliera a escena tras la subida de un telón imaginario. Uno pasea entre la multitud, distraído, abriendo y cerrando casillas en la mente, sin saber muy bien dónde ir, reacio a buscar los lugares de moda −trendy, según los amantes de cubata en tarro de conservas−, los más visitados que muestra el tripadvaisor o cualquier otro portal de coleccionistas de likes y reseñas. Esos que gritan: ¡el mejor bar, el mejor restaurante, la mejor chocolatería!, luego acudes, tras seguir como oveja obediente al perro pastor en modo gepese que te indica cada recodo dónde girar, cada calle que cruzar, y llegas al popular sitio donde contemplas una fila de docenas de personas, ojos y pulgares sobre la pantallita −moldeando futura chepa−, sonrientes cual iluminados a la espera de la nave nodriza, con esa estúpida excitación de quien busca hacerse un selfi en el sitio de moda y subirlo ipso facto al feis, al insta, al miscompischat, o al SuPrimaDeCalahorra punto com. Cálzate dos mil kilómetros hasta Roma para lanzar, de espaldas, un maldito euro a la fuente de Trevi, con la mano izquierda, mientras el  pulgar derecho presiona el disparador.

Miras divertido la eterna cola, mientras observas que justo en frente hay otra chocolatería (bar, restaurante, tienda) con productos y servicio mejores, pero sin calderos desbordantes de laiks en un portal mágico… y virtual, es decir, irreal.

Decía que a veces surge sin más. La situación. La oportunidad. Y te dices, ¿Por qué no? ¿Quién se va a enterar? ¿A quién hago mal? Pero lo llevas a cabo de extranjis, a la aventura, de incógnito. Más gratis que gratuito. Vamos, que te juntas por el morro al grupito que acabas de descubrir a unos metros de ti, guardando una pequeña distancia, cual espía de novela barata, girándote para ver un escaparate o echar un vistazo a las nubes a ver si traen agua, cuando el tipo del paraguas te mira por segunda o tercera vez preguntándose de dónde has salido y por qué hay quince ovejas en su rebaño de catorce.

Sigo la estela del grupillo, como quien no quiere la cosa, sin alcanzarlo. Lo forman chavales jóvenes, precedidos por un treintañero espigado. Este guía no lleva paraguas en alto, es optimista, apenas llueve en Bruselas, se dice, ufano. Porta una especie de banderín, lo suficiente colorido para ser vislumbrado a cientos de metros, quizás a kilómetros. Los jovenzuelos, una mezcolanza de italianos y españoles, con algún polaco infiltrado, son un jolgorio andante; cascada de hormonas, belleza (ni granos les crecen a las nuevas generaciones), sensación de inmortalidad en el disco duro (todos hemos estado ahí). Una cuadrilla que exhala feromonas, sonrisas y buena vibra (como ellos dicen). Brotan carcajadas, miradas cómplices, besos robados (rebeldía frente a leyes absurdas), cachondeo multilingüe; pasan del guía como campeones olímpicos. Por todo ello les sigo. “Estos han de ir a algún sitio entretenido”, pienso. Nadie camina con tal espíritu erótico-festivo para visitar una catedral o un castillo donde se torturaba al enemigo hasta la muerte.

No me equivoco.

Al cabo de dos plazas, tres callejuelas, y cuatrocientas cuarenta y cuatro paradas técnicas para disparar fotos a diestro y siniestro, llegamos a destino. Una cervecería que aparece en las guías turísticas de medio mundo. Una cervecería repleta de grifos de los cuales brotan decenas de clases de néctar autóctono e internacional. Se suman otras tantas en botellas de distinto tamaño, color y grado. Un paraíso cervecero, donde un irlandés (o mis queridos amigos escoceses) montarían la tienda de campaña.

Está cerrada.

El oooohhhhhhhhhh se escucha desde Gante. No hay nada como una decepción adolescente en plan público del Got Talent. Temo un instante por la vida del portador del banderín colorido. Le observo esa sonrisa de modelo aficionado, sonrisa de: a mí qué me cuenta oiga, yo soy un mandao. Sonrisa de: majos, guapas, yo no sabía nada, os lo juro por las nueve bolas del Atomium.

El tipo tuvo suerte. La juventud actual no es violenta. Reina tal buen rollo que no es ni medio normal. Ni siquiera se pegan a las puertas de un bar. Habitan los mundos de Yuppi. Tanto Pikachu, elefante rosa, unicornio arcoíris y abracito amoroso, ha causado estragos. Antaño −imperaba Mazinger Z y Curro Jiménez− lo habrían linchado allí mismo, a pedradas, o como mínimo pasillo de collejas. Los mocetes generación ZZZ (o la que toque) se limitaron a ese oohhhhh de tragicomedia yanqui, y luego, como locos, se lanzaron a hacer selfis, formando con los dedos ñoños corazones, uves de una victoria permanente, y poniendo morritos caídos y caras tristes, como si fueran emoticonos con patas. Sólo les faltó el lagrimón desbordando, a lo Candy, Candy. “Esto se está yendo al carajo”, me dije. Nos extinguiremos en dos telediarios y medio. La actual muchachada es de regalar sonrisas, besos y abrazos, y una caladita de porrete al invasor, justo antes de ser degollada.

Tiro una foto con el móvil, de medio lado y mala gana. Esto del postureo es una epidemia contagiosa, que me desternillo del COVID y sucedáneos.

Doy media vuelta y me alejo de aquella nube de frustración de telenovela turca. Cabizbajo, a toque de retirada, miro la escena de soslayo, y juraría que el sujeto del banderín fosforito sonríe de forma zorruna, clava sus ojos en los míos, disfrutándolo, como si en el fondo el tipo hubiera conocido la clausura del local y se regodeara ante aquel extraño que se había unido a su rebaño de manera subrepticia, ilegal y delictiva, para disfrutar gratis de una actividad gratuita, ¡el muy sinvergüenza!

Giro una vez a la derecha, sin rumbo establecido, otra a la izquierda, cruzo la acera. Y lo veo. No lo puedo creer, he llegado a uno de los lugares icónicos de Bruselas, sin buscarlo en absoluto. Uno de aquellos de foto obligada −otra más− de esos que adornan las portadas de las guías turísticas. Al tiempo que voy acercándome, mi asombro crece. Lo puedo distinguir desde lejos, a pesar de la cantidad de gente que se amontona alrededor, todos, móvil en alto (la peste del siglo XXI)… y de espaldas al monumento.

Estoy a tiro de azadón.

La figurita (siempre supuse que sería mayor) viste una camiseta blanca. Una sonrisa brota en mi rostro. Lo sabía, era cuestión de tiempo. El bueno de Courtois lo ha logrado. Quizás amenazó al ayuntamiento de Bruselas con empadronarse en Lovaina tras jubilarse, incluso con emigrar y nacionalizarse luxemburgués. O tal vez sobornó al teniente de alcalde con un par de jamones de Guijuelo. Al final los mandamases cedieron, pensé. Han vestido, con la camiseta merengue del mejor equipo de Europa, la estatuilla que representa la capital del continente. El niño meón. Ahora entiendo el dicho popular: “Para saber beber (cerveza) hay que saber mear”. Y los belgas sobre cerveza tiene una licenciatura con máster incluido.

El Manneken Pis, de blanco madridista.

Me acerco, antaño mi ojo de halcón distinguía un desfile de hormigas desde las nubes, ahora a lo justo vería una manada de elefantes. Observo que el pipiolo de piedra porta un objeto alrededor del cuello. No alcanzo a distinguir de qué se trata. El halcón peina canas. Me arrimo un poco más, ya soltando codazos como si estuviera en un concierto punki ochentero ¿Qué demonios es eso? ¿Un fonendoscopio? La escultura viste una camisola (blanca) de enfermero, a modo de homenaje a quienes tanto dieron en los tiempos oscuros, y siguen haciéndolo. Guardo unos segundos de silencio mental, como muestra privada de respeto.

Pido a una joven que me fotografíe, y me alejo en busca de una cerveza.

Querido Courtois, ¡hay que seguir currándoselo!


                                                


4 comentarios:

  1. Nunca me he atrevido a unirme a uno de esos grupos guiados porque siempre he imaginado que me pillarían y me echarían haciéndome pasar vergüenza.
    Ahora con Google puedes saber y ver todo sobre un lugar sin necesidad de visitarlo, pero no es lo mismo, claro.

    Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola. En realidad, Google te permite localizar estos grupos, y reservas visita. Muchos son gratis y alguno realmente barato. Una vez apuntado, te proporcionan lugar de quedada y persona o teléfono de contacto según la hora que tú has elegido. Es normal que se mosqueen si tú te saltas ese trámite y te juntas a un grupo ya en la calle.
      Yo no me junté, tan sólo seguí sus pasos. Ya sabes que me gusta exagerar todo hasta el infinito y más allá. El guía ni se percató de mi presencia, por supuesto. Ni me miró ni nada jaja.
      Gracias por leer y comentar.
      Un saludo

      Eliminar
    2. Hola, maja. Pues sí, a algunos sí deja escribir comentarios desde el móvil. Misterios informáticos.

      Eliminar

Su opinión me interesa