Amanezco de nuevo en Bruselas. Leyendo estas batallitas alguien podría creer que estuve semanas allí, incluso meses, pero sólo fueron unos pocos días. Quienes conocen este rincón de letras apretujadas saben que disfruto deshojando anécdotas, incluso salpicarlas con gotitas de ficción, más allá de relatar hechos verídicos y literales, lo cual resultaría más rápido, aséptico, más aburrido.
He de confesar que descubrí hace poco la existencia de los
tours gratuitos. Es algo de lo más cómodo, incluso tentador. Llegas a una
ciudad, prácticamente cualquiera en el mundo, buscas en sanguguel “Free
Tour” y aparece una lista de grupos, gente que se dedica (supongo que bajo
nómina del correspondiente ayuntamiento) a mostrar la ciudad, con sus
monumentos, sus plazas, sus catedrales, explicando el trasfondo histórico, la
arquitectura, todo aderezado con entrañables chascarrillos y anécdotas (aquí el
carisma del tipo del paraguas −suelen llevar un paraguas o una bandera a modo
de señal guía− marca la diferencia, como en cualquier ámbito de la vida). Y lo
hacen sin cobrar un euro al visitante, por la feis.
Nunca fui de grupos guiados. Ni de tours organizados.
Pagados ni gratuitos. Antaño porque no constaban en mi universo (mi viejo Nokia
carecía de acceso a internet), después porque ignoraba su existencia, y más tarde porque no me apetecía seguir como
un borrego a un grupo de diversas nacionalidades −coreanos de palo fotográfico
en ristre incluidos− escuchando las mil y una repetidas bromas del portador del
paraguas.
Siempre fui un poco por libre.
Pero en ciertas ocasiones, la situación surge de la nada,
como si saliera a escena tras la subida de un telón imaginario. Uno pasea entre
la multitud, distraído, abriendo y cerrando casillas en la mente, sin saber muy
bien dónde ir, reacio a buscar los lugares de moda −trendy, según los
amantes de cubata en tarro de conservas−, los más visitados que muestra el tripadvaisor
o cualquier otro portal de coleccionistas de likes y reseñas. Esos que
gritan: ¡el mejor bar, el mejor restaurante, la mejor chocolatería!, luego
acudes, tras seguir como oveja obediente al perro pastor en modo gepese
que te indica cada recodo dónde girar, cada calle que cruzar, y llegas al
popular sitio donde contemplas una fila de docenas de personas, ojos y pulgares
sobre la pantallita −moldeando futura chepa−, sonrientes cual iluminados a la
espera de la nave nodriza, con esa estúpida excitación de quien busca hacerse
un selfi en el sitio de moda y subirlo ipso facto al feis, al insta,
al miscompischat, o al SuPrimaDeCalahorra punto com. Cálzate dos
mil kilómetros hasta Roma para lanzar, de espaldas, un maldito euro a la fuente
de Trevi, con la mano izquierda, mientras el
pulgar derecho presiona el disparador.
Miras divertido la eterna cola, mientras observas que justo
en frente hay otra chocolatería (bar, restaurante, tienda) con productos y
servicio mejores, pero sin calderos desbordantes de laiks en un portal
mágico… y virtual, es decir, irreal.
Decía que a veces surge sin más. La situación. La
oportunidad. Y te dices, ¿Por qué no? ¿Quién se va a enterar? ¿A quién hago
mal? Pero lo llevas a cabo de extranjis, a la aventura, de incógnito. Más
gratis que gratuito. Vamos, que te juntas por el morro al grupito que acabas de
descubrir a unos metros de ti, guardando una pequeña distancia, cual espía de
novela barata, girándote para ver un escaparate o echar un vistazo a las nubes
a ver si traen agua, cuando el tipo del paraguas te mira por segunda o tercera
vez preguntándose de dónde has salido y por qué hay quince ovejas en su rebaño
de catorce.
Sigo la estela del grupillo, como quien no quiere la cosa,
sin alcanzarlo. Lo forman chavales jóvenes, precedidos por un treintañero
espigado. Este guía no lleva paraguas en alto, es optimista, apenas llueve en
Bruselas, se dice, ufano. Porta una especie de banderín, lo suficiente colorido
para ser vislumbrado a cientos de metros, quizás a kilómetros. Los jovenzuelos,
una mezcolanza de italianos y españoles, con algún polaco infiltrado, son un
jolgorio andante; cascada de hormonas, belleza (ni granos les crecen a las nuevas
generaciones), sensación de inmortalidad en el disco duro (todos hemos estado
ahí). Una cuadrilla que exhala feromonas, sonrisas y buena vibra (como
ellos dicen). Brotan carcajadas, miradas cómplices, besos robados (rebeldía
frente a leyes absurdas), cachondeo multilingüe; pasan del guía como campeones
olímpicos. Por todo ello les sigo. “Estos han de ir a algún sitio entretenido”, pienso. Nadie camina con tal espíritu erótico-festivo para visitar una
catedral o un castillo donde se torturaba al enemigo hasta la muerte.
No me equivoco.
Al cabo de dos plazas, tres callejuelas, y cuatrocientas
cuarenta y cuatro paradas técnicas para disparar fotos a diestro y siniestro,
llegamos a destino. Una cervecería que aparece en las guías turísticas de medio
mundo. Una cervecería repleta de grifos de los cuales brotan decenas de clases
de néctar autóctono e internacional. Se suman otras tantas en botellas de
distinto tamaño, color y grado. Un paraíso cervecero, donde un irlandés (o mis queridos
amigos escoceses) montarían la tienda de campaña.
Está cerrada.
El oooohhhhhhhhhh se escucha desde Gante. No hay nada
como una decepción adolescente en plan público del Got Talent. Temo un
instante por la vida del portador del banderín colorido. Le observo esa sonrisa
de modelo aficionado, sonrisa de: a mí qué me cuenta oiga, yo soy un mandao.
Sonrisa de: majos, guapas, yo no sabía nada, os lo juro por las nueve bolas del
Atomium.
El tipo tuvo suerte. La juventud actual no es violenta. Reina
tal buen rollo que no es ni medio normal. Ni siquiera se pegan a las puertas de
un bar. Habitan los mundos de Yuppi. Tanto Pikachu, elefante rosa, unicornio
arcoíris y abracito amoroso, ha causado estragos. Antaño −imperaba Mazinger Z y
Curro Jiménez− lo habrían linchado allí mismo, a pedradas, o como mínimo
pasillo de collejas. Los mocetes generación ZZZ (o la que toque) se limitaron a
ese oohhhhh de tragicomedia yanqui, y luego, como locos, se lanzaron a
hacer selfis, formando con los dedos ñoños corazones, uves de una victoria
permanente, y poniendo morritos caídos y caras tristes, como si fueran
emoticonos con patas. Sólo les faltó el lagrimón desbordando, a lo Candy,
Candy. “Esto se está yendo al carajo”, me dije. Nos extinguiremos en dos telediarios
y medio. La actual muchachada es de regalar sonrisas, besos y abrazos, y una
caladita de porrete al invasor, justo antes de ser degollada.
Tiro una foto con el móvil, de medio lado y mala gana. Esto
del postureo es una epidemia contagiosa, que me desternillo del COVID y
sucedáneos.
Doy media vuelta y me alejo de aquella nube de frustración
de telenovela turca. Cabizbajo, a toque de retirada, miro la escena de soslayo,
y juraría que el sujeto del banderín fosforito sonríe de forma zorruna, clava
sus ojos en los míos, disfrutándolo, como si en el fondo el tipo hubiera
conocido la clausura del local y se regodeara ante aquel extraño que se había
unido a su rebaño de manera subrepticia, ilegal y delictiva, para disfrutar
gratis de una actividad gratuita, ¡el muy sinvergüenza!
Giro una vez a la derecha, sin rumbo establecido, otra a la
izquierda, cruzo la acera. Y lo veo. No lo puedo creer, he llegado a uno de los
lugares icónicos de Bruselas, sin buscarlo en absoluto. Uno de aquellos de foto
obligada −otra más− de esos que adornan las portadas de las guías turísticas.
Al tiempo que voy acercándome, mi asombro crece. Lo puedo distinguir desde
lejos, a pesar de la cantidad de gente que se amontona alrededor, todos, móvil
en alto (la peste del siglo XXI)… y de espaldas al monumento.
Estoy a tiro de azadón.
La figurita (siempre supuse que sería mayor) viste una
camiseta blanca. Una sonrisa brota en mi rostro. Lo sabía, era cuestión de
tiempo. El bueno de Courtois lo ha logrado. Quizás amenazó al ayuntamiento de
Bruselas con empadronarse en Lovaina tras jubilarse, incluso con emigrar y
nacionalizarse luxemburgués. O tal vez sobornó al teniente de alcalde con un
par de jamones de Guijuelo. Al final los mandamases cedieron, pensé. Han
vestido, con la camiseta merengue del mejor equipo de Europa, la estatuilla que
representa la capital del continente. El niño meón. Ahora entiendo el dicho
popular: “Para saber beber (cerveza) hay que saber mear”. Y los belgas sobre
cerveza tiene una licenciatura con máster incluido.
El Manneken Pis, de blanco madridista.
Me acerco, antaño mi ojo de halcón distinguía un desfile de
hormigas desde las nubes, ahora a lo justo vería una manada de elefantes.
Observo que el pipiolo de piedra porta un objeto alrededor del cuello. No
alcanzo a distinguir de qué se trata. El halcón peina canas. Me arrimo un poco
más, ya soltando codazos como si estuviera en un concierto punki ochentero ¿Qué
demonios es eso? ¿Un fonendoscopio? La escultura viste una camisola (blanca) de
enfermero, a modo de homenaje a quienes tanto dieron en los tiempos oscuros, y
siguen haciéndolo. Guardo unos segundos de silencio mental, como muestra
privada de respeto.
Pido a una joven que me fotografíe, y me alejo en busca de
una cerveza.
Querido Courtois, ¡hay que seguir currándoselo!
Nunca me he atrevido a unirme a uno de esos grupos guiados porque siempre he imaginado que me pillarían y me echarían haciéndome pasar vergüenza.
ResponderEliminarAhora con Google puedes saber y ver todo sobre un lugar sin necesidad de visitarlo, pero no es lo mismo, claro.
Besos.
Hola. En realidad, Google te permite localizar estos grupos, y reservas visita. Muchos son gratis y alguno realmente barato. Una vez apuntado, te proporcionan lugar de quedada y persona o teléfono de contacto según la hora que tú has elegido. Es normal que se mosqueen si tú te saltas ese trámite y te juntas a un grupo ya en la calle.
EliminarYo no me junté, tan sólo seguí sus pasos. Ya sabes que me gusta exagerar todo hasta el infinito y más allá. El guía ni se percató de mi presencia, por supuesto. Ni me miró ni nada jaja.
Gracias por leer y comentar.
Un saludo
Hola!
EliminarHola, maja. Pues sí, a algunos sí deja escribir comentarios desde el móvil. Misterios informáticos.
EliminarLos tours están muy bien si el lugar te interesa de verdad-verdad, te suelen contar anécdotas que no están en el folleto.. explicado con mejor o peor gracia. Por lo general prefiero ir por libre, siempre que atine con el callejero, rara vez a la 1ª.
ResponderEliminar“La juventud actual no es violenta..”, pues depende de por dónde te pasees chaval. Que vamos de cabeza a la extinción? toda la razón, les dará pereza imagino.. tienen otras prioridades, buscar un techo donde vivir, un trabajo que lo pague, etc.. Legítimo.
Nunca vi el Manneken en directo, qué canijo!, que igual pasé por ahí y ni fui consciente.
Muy chulo el viaje que te pegaste.
Buena tarde!
Orx.
Hola Orx. Los chavales son pacíficos y son violentos. Ya sabes que me gusta generalizar y exagerar las cosas. En esta anécdota, son pacíficos a más no poder. Pero, un secreto, ahora que nadie nos escucha: no fueron ni pacíficos ni violentos. Vamos, que apenas había un puñado de ellos, y no le dieron importancia al pub ni a nada. Tampoco se lanzaron a hacerse selfis. Pero si relato lo que pasó (nada) esto queda muy soso. Guárdame el secreto.
ResponderEliminarGracias por comentar y leerme. Ya sólo quedáis tres y un gato muy listo que sabe leer.
Un abrazo.