Hay momentos en que Murphy está en racha, y sabedor de su
fortuna, exhibe ufano las consecuencias de su retorcida ley.
Pueblo costero cantábrico, de esos con renombre, en el que
viven cuatro vecinos, tres gatos y un perro durante tres cuartas partes del
año, pero en la cuarta parte, la del calorcito, la población se dispara a
tropecientos mil, incluidos perros, humanos y gatos. ¿Y cómo llegan todos estos
extras al pueblo de marras? Eso es, por carretera, en sus vehículos
particulares. Coches, motos, autocaravanas, furgonetas, cualquier cosa metálica
sobre ruedas. ¿Y cuántos aparcamientos hay en el pueblo? Equilicuá. No cuadra
el cálculo ni metiéndolo con cuña a golpes de mazo.
Perdón, el bueno de Jack (destripas un día a uno y ya te
llaman El Destripador) me da un toque sobre el hombro: “Por partes, Jorge,
vayamos por partes. Y, ante todo, por orden”.
Comencemos desde el principio, con el tal Murphy.
Primer lanzamiento de tostada untada con mantequilla: es
veranito, calor desde primera hora de la mañana, como traído por Amazon Prime.
Plan, una escapada al norte, a la playa, aprovechando unos días de esos que
paras de trabajar y aún así te siguen pagando. Faltaría. Víspera del viaje,
todo preparado, el coche revisado, la maleta hecha (mentalmente), las reservas
del hotel cruzaron el Rubicón, es decir, ya no hay vuelta atrás, no se pueden
cancelar sin perder todo el dinero… Primeros síntomas serios, cabeza,
cervicales, dolor muscular en plan profesional, una nausea por aquí, un veo
borroso por allá, algún mareo de siéntate y agárrate a la silla, por si las
moscas. Pastillazo, mucho líquido, y a vivir, que son dos días. El bicho
mutante ataca por segunda vez, que uno sepa. Strike uno, que
dicen los yanquis en ese juego de bostezo, bate, bostezo, bola, bostezo.
No voy a relatar los maravillosos días de asueto, bajo el
yugo del bicho caprichoso, −horas entre las paredes del hotel (jamás imaginé
ver un partido de bádminton sin pistola ni amenaza mediante), paseos de viejo,
sábanas empapadas en sudor, litros de agua plastificada que llegó fría y tornó
en caldo…− pues no es cuestión de deprimir al personal.
Dos días más tarde, o quizás tres, metidos ya en harina.
Me siento algo mejor, cojo el coche y me acerco al pueblo de
marras. Ese con más renombre.
Murphy lanza la segunda tostada al aire (sabiendo, el muy
cabrón, que caerá del lado de la mantequilla, también). Doy un número
indefinido (X) de vueltas buscando estacionamiento. Como decíamos en mates, X
tiende a infinito. El listo que ingenió aquello de pintar de azul el suelo
público está en las Bahamas, puro Cohiba Behike en una mano y mulata (o mulato)
en la otra, carcajeándose a mandíbula batiente. Money, money, money. Sus
ojos haciendo chiribitas como los del Tío Gilito. El muy. En fin, aparco. Me
dirijo a la maquinita y sorpresa, sorpresa, la Gemio sonríe bajando las
escaleras. Tras meter matrícula, minutos, etc. el cacharro dice que nanay.
Vehículo no aceptado. Ignoro la razón, supongo que mi pobre coche está en la
lista negra de los prejubilados, casi como su dueño. Me cisco en la maquinita,
en el Murphy, en Bruselas, en el de las Bahamas y en todos sus muertos más
frescos, que diría mi admirado Reverte. Strike dos, vuelta a
empezar. El puto Murphy se descojona vivo.
Murphy, concentrado, baraja las tostadas como si fueran
naipes. Elije la tercera, la unta bien de mantequilla, un dedo de grosor.
Tapiemos arterias, piensa desde el más allá. Incluso le añade mermelada de
frambuesa, ya con mala leche. Y la lanza al aire… cien por cien seguro de que
caerá por el lado pringoso por tercera vez.
Tras sacar el vehículo, bajo un sol con la ruletita girada
hasta el tope, ya sudo como pollo en tráiler camino del matadero. No sé si
debido al virus, al calor acumulado, a la mala uva que llevo encima o aquel
estadounidense y sus tostadas.
Lo decido, me voy de este maldito pueblo. Busco algún
restaurante de carretera y como tranquilo a la sombra. Por supuesto, Míster Murphy
se está tirando por los suelos, casi ni respirar puede, de la risa, el joputa.
Giro a la derecha, una callejuela de un solo sentido, la
única opción posible. Y… no me lo puedo creer. Freno. La trasera, cruzada, de
un coche largo invade medio carril. Al otro lado coches estacionados. Imposible
pasar. Voy a meter la marcha atrás… tarde, dos coches más acaban de llegar tras
el mío. Estoy atrapado. La tostada arruinada. Strike tres.
Eliminado.
Un tipo, visiblemente alterado, se acerca a grandes
zancadas. La mirada fija en mi parabrisas. Hace aspavientos. No sé muy bien qué
intenciones trae. Muy alto, fuerte, camisa blanca abierta, pantalones cortos.
Barba poblada, a medio camino entre talibán y hípster. Decido apearme. No me
gusta la idea de “enfrentarme” al gigante, sentado tras el volante, a través de
la ventanilla bajada. Sin siquiera, un Buenos días, me cuenta su vida,
obra, milagros y algún sueño de infancia. Sin orden ni concierto. Este muchacho
faltó a clase cuando explicaron el uso de la coma, el punto y seguido, y el
punto y aparte. Está enojado. ¡Él tiene prioridad!, ¡prioridad, de toda la vida
de Dios!
Aclaro el tinglado.
Dos coches, de considerable longitud, intentando ocupar el
mismo espacio y tiempo. Tipo Matrix, pero a lo garrulo. Uno realizaba la
maniobra de aparcar marcha atrás (el gigante enfadado), cuando otro llegó por
detrás (el listo de turno) y metió el
morro, por la cara (valga la redundancia). Quedando la mitad de cada vehículo
ocupando medio aparcamiento y la otra mitad parte de la calzada, creando un
tapón de tráfico. No puedo evitar el recuerdo del episodio de Seinfeld en el
cual ocurre idéntica situación. Incluso cuando llega la Policía de Nueva York,
ambos agentes comienzan a discutir dando la razón a uno u otro conductor.
La vida es pura comedia.
Nuestros dos chóferes encarados, treinta y muchos o cuarenta
y pocos, sus caras rozándose, cual caprichosos y millonarios futbolistas
durante un pique. Los cuernos amagando chocar, pero sin llegar a ello. Gritos −el
gigante− ya llamó a la Guardia Civil, asegura; sonrisa burlona −el listo (grueso,
camisa amplia y chillona, pelo desaliñado sin embargo limpio, gafas de montura
metálica, pintas de genio informático, un Bill Gates entrado en carnes)−. Público
en la acera (una acuarela de bañadores, tablas de surf, flotadores gigantescos
en forma de flamenco, unicornio, dragón), en la calzada (un abogado ofreciendo
mediación in situ), las ventanas (un abuelo sin camisa: “¡Cuarenta y
cinco minutos llevan con la misma cantinela, los idiotas, cuarenta y cinco
minutos!”). Las respectivas esposas (de los enfrentados), o novias, amantes, o
compañeras, copilotos o lo qué diablos fueran, móvil en mano, grabando y
narrando la escena, cada cual desde su esquina del ring. Ignoro si para su insta,
su feis o como prueba gráfica para un hipotético juicio que nunca
existirá (el juez lo desestimaría por
imbecilidad manifiesta, y compartida, de ambos ciudadanos participantes).
Al menos corre la brisa, trato de consolarme. Allí, de pie,
escuchando a dos merluzos decir cosas de merluzos. Encarados, con ojos
saltones, oliéndose el aliento uno al otro (¿Gazpacho? ¿Pulpo al ajillo? ¿Gintonic
mañanero?).
La conductora del coche que me sigue. Joven, tatuada,
piercing en el labio, top que podría ser bikini. Le resumo la situación. Trato
de poner en palabras esta obra de estúpido arte callejero, tan nuestro, tan
ibérico. Contiene su indignación, muestra signos de que una mano educada meció
su cuna. Algo que es de agradecer, a estas alturas del teatrillo.
−Oye, por favor, voy corriendo a recoger a la hija de una
amiga, que sale ahora de una actividad aquí al lado. Dejo las llaves puestas, por
si llega la Guardia Civil.
−No te preocupes −respondo.
Como si la Benemérita no tuviera cosas más importantes que
acudir a la disputa de un espacio de zona azul, entre dos trogloditas en
pantalón corto. Me digo.
Al cabo de un par de minutos, regresa, sofocada, con la cría
de la mano.
El abuelo descamisado me observa desde su atalaya, hace
gestos, vocea en mi dirección:
−¡Ve a por el tractor y llévatelos por delante! ¡Par de
mamarrachos! ¡Cuarenta y cinco minutos llevan así!
Giro sobre mí mismo, en busca de algún mozo labriego. No hay
nadie detrás. Se ha dirigido a mí. Sorprendido, le respondo al buen hombre que
carezco de vehículo agrícola y de la maña para su manejo. Pero que gustoso
probaría los mandos de una retroexcavadora. El viejo ríe, mostrando su
dentadura con más bajas que los últimos de Filipinas.
Me sorprende mi calma. Ignoro si se debe al calor, al bicho
ya en horas bajas, al modo vacaciones activado, o a la edad. Confieso, no sin
cierto sonrojo, que una parte de mí desea con fervor que aquellos dos gañanes se
líen a mamporros. Uno siempre disfrutó de un buen combate de boxeo. Incluso mejor,
un enfrentamiento uno contra dos: habría pagado hasta el último euro que
llevaba encima por que hubiera saltado, desde el otro lado Matrix, el Potro de Vallecas. El mismísimo Poli Díaz vestido
de controlador OTA, uniforme azulón sin mangas, pantalón corto, corbata
aflojada, gorra de plato hacia atrás… y los guantes puestos. Yo mismo hubiera
dado un toque de claxon, a modo de campanada.
¡Dong, dong! Primer asalto.
−¡Vamos, Poli; mételes bien a los dos! −gritaría alguien.
−¡Menos fotos y más dinero! −respondería el Campeón, al ver
a la marabunta acercarse cámara en mano.
La vida es puro sueño.
Murphy es un cachondo mental y hay días donde, simplemente, todo lo que pueda salir mal saldrá mal (y cuando eso sucede, yo recomiendo encarecidamente el clamarle al cielo y pedirle explicaciones del por qué de todo esto: no resuelve nada, pero es un ejercicio de catarsis fantástico).
ResponderEliminarPruébalo y me cuentas.
Paquito (a quien tu sistema de comentarios no le deja autenticarse).
Yo creo que es debido a su ascendencia irlandesa jaja.
ResponderEliminarBueno, a veces un par de tacos bien tirados ayuda también. Pero ante todo (sobre todo en vacaciones) mucha paciencia y una buena dosis de sentido del humor.
Paquito, majo, tú eres el experto en estos cacharros con teclas y en las pantallas oscuras, yo no tengo ni idea de por qué hace estas cosas el sistema del carajo. Si te sirve de consuelo, ni yo mismo puedo comentar desde el móvil. Anónimo o con nombre. Debo abrir el laptop cada vez que quiera responder a vuestros amables comentarios.
Perdón por las molestias.
A cuidarse.
Los pueblecitos costeros tienen su encanto, lo malo es que en verano son declarados de interés nacional y allá que acuden todos.
ResponderEliminarAgárrate y no la sueltes (dígase plaza libre de parking, sirena en la playa.. “same chances”).
Pero bueno, paseos de viejo y partidos de bádminton en el hotel agonizando? Lo tuyo es masoquismo, eso se medio arregla con unas pastillitas (ojo, las de venta en farmacia).
Suerte tuviste de no salir salpicado de esa pelea de gallos de corral.
Murphy de los coj…..! Cierra los ojos, (cartera/móvil asegurados), respira, cuenta de 20 a 0 muy bajito en francés, chino, scottish.. y a esperar. Sólo es tiempo.
Cuídate!!
Orx.
Hola, Orx. Sucedió en Somo. No es el colmo de pueblo costero pero se peta de gente en verano. Yo me alojaba en Loredo (un sitio guay y tranquilo. El hotel, genial). No confundir con Laredo, que está muy bien pero hay demasiada gente para mi gusto.
ResponderEliminarSí, hija. Badminton, balonmano y lo que fuera me tragué. Intentaba continuar la lectura de una novela, estupenda por cierto ("El peligro de estar cuerda", de Rosa Montero), pero me mareaba. Así que opté por la televisión. Jamás amorticé tanto el uso de tal aparato en una habitación de hotel.
Gracias por leerme.
Un saludo, y a cuidarse.