domingo, 21 de julio de 2024

F193 - De gabachos, abrazos y amenazas pseudoliterarias

 En ocasiones veo… fechas. No puedo evitarlo. Acuden a visitarme sin pedir permiso. Tan sólo aparecen y dicen: “Hola, ¿recuerdas lo que sucedió tal día como hoy hace equis años?”. Tampoco ayuda el hecho de que acostumbre a registrar ciertos acontecimientos, anécdotas y rutinas en diarios, libretas y papeles huérfanos. Mi vida son papeles dentro de cajas de plástico.

Hace poco se cumplió una de esas fechas. Una que pertenece a la categoría: aniversarios dolorosos. No todas iban a ser veinte de febrero, con su pinta de Guinness y sonrisa melancólica.

Tocaba visita a la pequeña capital norteña. Aquella de la que huí hace tantísimos años. Cosas de la vida, de las cuales algo conté en su día. Tocaba ver a la familia, disfrutar de las sobrinas, recordar los orígenes, meter tradición por vena. Tocaba Logroño. La dichosa fecha, mera excusa, día del santo patrón cuando, según cuentan los que saben de batallas y banderas, las gentes de la ciudad resistieron al acoso de los franceses. Allá por 1521, el Sitio de Logroño.  Como cada año, hubo salvas de cañonazos, pasacalles, dulzainas, mercado renacentista, representación de la batalla (con jovial abucheo al gabacho), juegos de época para niños, bailes, disfraces y desfiles. Mas todo aquello no pudo borrar de mi mente el numerito del calendario. Habían transcurrido ya unos cuantos años…

La felicidad era nuestro sustento. Apenas unos meses antes habíamos retornado de Escocia. Sí, en plural. Marina y yo. Con voraz apetito. Nos íbamos a comer el mundo, juntos, empezando por las patas de España. Unos meses rellenos de esperanza, salpimentados con ese amor que todavía hace cosquillas en las entrañas, aderezados de ilusión. Planes que eran sueños, sueños que fueron planes. Unos meses de hoteles, maletas, distancia y besos con lágrimas sobre andenes. Unos meses utópicos, cuando aún crees en duendecillos que se esconden, tras los arbustos del jardín, para dar un susto al rey Baltasar.

Tras escuchar que regresaba después de trece años por Edimburgo, un amigo dijo que me preparase para la sorpresa. “No vas a reconocer el país, de hecho, no lo reconoce ni la madre que lo trajo al mundo”, fueron sus palabras. Y añadió, “para bien y para mal”. Esto último parapetado tras la copa de vino. Quizás para esconder una sonrisa cínica… o el sonrojo.

Y aquel día, precisamente en aquella fatídica fecha, pude comprobarlo…

Salgo a la calle sin ser consciente de ello. No recuerdo haber abierto la puerta del portal, algo curioso porque siempre he de buscar el botoncito. Además, la puerta es de hierro forjado, pesa tres toneladas y media. Empujarla, deja huella. Ha sido una noche queda, noche eterna. Uno tras otro, todos los números del reloj fosforescente pasaron revista frente a mis ojos. Quizás uno me la jugó, cruzó veloz, cómplice del agotamiento. Renuncié a la ducha, la canjeé por un rápido aseo, tratando de no romper el silencio de la madrugada. Temía despertarla.

Fue nuestra última noche.

El olor de los adoquines recién regados dice: “¡Buenos días!”. La brisa mediterránea,  ya cálida y húmeda y salina a pesar de la temprana hora, me acaricia el rostro. Siento alivio, liberación. Ya está, se acabó. Todo ha terminado. Siento un alivio que rezuma incongruencia pues gruesas lágrimas anegan mis pestañas. Cuesta el abrir los ojos. Los vehículos aparcados, el barrendero, las señales, todo aparece borroso, como si me hallara bajo el quicio de la puerta que comunica con un mundo paralelo.

Camino por la acera, cuesta abajo, por la sencilla razón de que la gravedad tira de mí. Incapaz de subir en el otro sentido. Me dirijo a la parada del metro, de ahí iré a la zona de la estación de Sants. Todavía es pronto, el tren sale en unas horas, así que deambularé por los alrededores y buscaré un bar donde ahogar (alcoholizar) las penas. Suena a tópico, me digo, sabiéndome incapaz de digerir un café, ni siquiera una taza de chocolate caliente. La brisa pega la camiseta contra mi piel. Porta partículas de sal que, arrastradas desde el mar, buscan unirse a sus hermanas en mi sudor, en mis lágrimas, en mis heridas.

Todo terminó con un abrazo. Un abrazo en el rellano de las escaleras. Vestido yo, ella en camisón. Un abrazo que supo a final. Un abrazo sentido, pleno, en el que te das cuenta de que jamás volverás a sentir la tibieza de su cuerpo. Que nunca tendrás sus ojos a escasos centímetros de los tuyos. Que jamás volverás a nadar en su mirada. Ese tipo de abrazo.

¡Putas lágrimas, no logro enfocar las dichosas líneas de colores en el metro!

Recuerdo sus consejos, cuando pisé por primera vez Barcelona. Consejos para un riojanico en la gran ciudad. Consejos que se graban a fuego, llevándolos al extremo. Mantén los ojos bien abiertos cuando bajes al metro. No pierdas de vista la maleta. Guarda cartera y móvil en los bolsillos delanteros. Mantén la mochila hacia delante. No permitas que nadie se te acerque demasiado. No entres al trapo de conversaciones o preguntas absurdas. Consejos para niños pequeños. Consejos para pueblerino. “Estate atento, cariño, que tú eres muy despistado”. Quizás no fueron sus palabras exactas, quizá ni siquiera las instrucciones. Pero así transcribe mi cerebro los recuerdos.

Entro en el establecimiento, cansado de vagar por las aceras que van llenándose de gente. Con la mochilita, y la maletita cuyas ruedas hacen: trrrrr, trak, trrrrr, trak, sobre los surcos del pavimento. El bar está casi desierto, un par de parejas en sendas mesas, cafés, tazas de chocolate y bollería diversa. Un señor gordo, en la esquina de la barra, disfruta una copa de licor mientras hojea el diario Sport. El día despereza entre bostezos.

El camarero es un tipo entrado en años, pero de aspecto impecable. Mediana estatura, enjuto, moreno. Cabello espeso, peinado hacia atrás, un solitario mechón blanquecino rompe su negrura, sobre la sien izquierda. Polo blanco nuclear, de anuncio televisivo, planchado con primor, adornado por un ribete rojigualdo (sólo tres barritas) alrededor del cuello y de las mangas recortadas. Un clásico, a la par que temerario. Le pido un puñado de melindros para excusar la cerveza. Ni se inmuta, ni siquiera levanta la vista. Como si hubiera pedido primero un chocolate a la taza donde ahogar los bizcochos. No ve nada, lo ha visto ya todo detrás de la barra.

La estación de Sants es enorme, como todo en esta ciudad. Maletas rodantes, niños gritones, parejas enamoradas, mochileros guiris con sonrisa de iluminados y cabellos largos, solitarios, cuello alzado mirando las gigantescas pantallas, japoneses de cámara y palo. Yo con mi maletita azul y sus ruedecitas. Yo con mi mochilita azul hacia delante, todavía emparanoiado, pero distraído. Mi mente está en ese planeta donde a veces busca refugio. No sucede a menudo, gracias a Dios. Pero a veces, durante unos segundos, me sorprendo mirando a Saturno, incluso a Plutón (a pesar de que a éste lo sacaron, los listos de turno, de la lista planetaria).

Estoy en una de esas fases… y no la veo venir.

Allí está, de repente, a mi vera. Aparece por el ángulo muerto. Mi vista periférica suspende el examen. Un cero. Para septiembre.

Mi mente, a través de los ojos, debió de tomar una fotografía de aquella mujer. Los rasgos los vi tras reaccionar. Primero fue sólo sombra. Lo digo porque mi reacción fue tan rápida, tan intrépida, que casi resultó instantánea. Sin tiempo a “observar” aquella persona. Una reacción nacida del miedo a lo desconocido. No dejes que nadie se te acerque demasiado. Consejos para niños pequeños. Una chica joven pero no cría. Baja estatura. De tez morena que no negra. Cabello largo, rubio oxigenado. Ojos oscuros, bajo cejas de considerable tamaño, sin vello, como coloreadas con rotulador. Tejanos ceñidos, sandalias que lucen dedos finos, uñas de diferente color, un anillo rodea el dedo medio. Hermosos dedos que a punto estuve de machacar.

−¿Me regala dos euritos, guapo? −dijo, su acento había cruzado un océano. Mas no pude identificarlo. Todavía no tenía Netflix con sus series de narcos.

Como he dicho, reaccioné de puro susto. Mis manos ni siquiera esperaron órdenes del cerebro, tan sólo se lanzaron a sus quehaceres. Agarré el asa de la maleta y la traje hacia mí. Un movimiento brusco a la par que eficaz. Pero no fue un movimiento perfecto. La chica dio un respingón hacia atrás. Un pequeño salto, a su vez sorprendida. Las ruedas de la maleta pasaron a milímetros de sus hermosos dedos multicolor. Entonces sucedió lo inesperado. Entonces nació una frase que más de una futura pesadilla traería.

−¡Si alcansa a golpearme le cortan el pie, pendejo!

Eso dijo aquella mujer mirándome a los ojos. Luego giró sobre si misma y se alejó.

Ignoro qué fue lo que más me aterró, si fue su mirada, que buscaba detrás de mis pupilas; su  voz, educada −ese usted intrínseco− y dulce,  pero fría y oscura y húmeda, como un canto rodado en el fondo de una poza profunda; la original crudeza de la frase; o quizás, el uso de la tercera persona del plural en aquella amenaza sin filtro, que implicaba un “ellos” oculto y desconocido.

Cabía otra posibilidad, que la doña fuera entusiasta lectora de Stephen King, y se hubiera inspirado en el personaje coprotagonista de “Misery” para ilustrar su amenaza. Descripción tan cruda, que incluso “los señores de Hollywood” tuvieron que modificar para la versión filmada.

Esta última la descarté de inmediato. No tenía pinta de mucho leer. Su amenaza lucía el sello de autenticidad… y eso acojonaba.

 

                                                     


4 comentarios:

  1. Yo también descarto la última posibilidad que mencionas.

    Besos.

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  2. Nunca se sabe. Las apariencias engañan.
    Un saludo

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  3. Extrañas circunstancias que nos atraen y nos llevan a lugares de nuestra memoria, con anécdotas que, por el motivo que sean, nos traen sensaciones u olores (es alucinante lo que la memoria es capaz de hacernos revivir).

    Gracias por compartir el recuerdo y la vivacidad de la descripción :-))

    Paquito (que, para variar, batalla con el sistema de autenticación de comentarios de Google).

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  4. Gracias por tu comentario, Paquito. Mi mente es un popurrí de fechas entrelazadas con recuerdos. Recuerdo cumpleaños y aniversarios de personas que ya no están en mi vida. Cosas a veces absurdas. Y asocio unas con otros hechos. El Patrón de mi ciudad, la fecha, ya nunca tendrá el mismo significado, porque aquel día ocurrió lo narrado, una separación que supuso un punto de tristeza importante en mi vida. Pero eso es la vida, ¿no?, aciertos, errores, elecciones, éxitos, fracasos. Síes y noes. Quédates, tenemos-que-hablar-es, y esto-se-acabó-ses.
    Perdón por los palabros inventados.

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