¡No voy a caer! No me someteré al cliché fotográfico. No claudicaré ante el yugo de la foto suprema del postureo. Niet, como decía Oleg Yasikov a Tesa Mendoza. ¡Me niego! ¡Jamás! De hecho, rehusaré visitar ese racimo descomunal , en plan rebeldía post mediana edad, no pondré un pie a menos de tres kilómetros de aquella monstruosidad, delirio de grandeza, estructura mastodóntica o monumento a quién los tiene más grandes.
Todo eso, y más, decía la vocecita que me acompaña en el
asiento de copiloto, ante la posibilidad de visitar y fotografiarme frente al Atomium.
El símbolo de Bruselas por excelencia. ¿Y al final qué sucedió? Me temo que la
ilustración de portada se marca un espóiler de libro.
Al turrón, que diría el bueno de Paquito, quién me tiene
enganchado con sus investigaciones −el Mikael Blomkvist holandés, lo llamo− y la
manera en que cuenta sus peripecias por Holanda (si
es que todavía puede usarse dicha denominación).
Nueva excursión en tren, tras la habitual visita al rincón
escondido de los nostálgicos del papel. Es un viaje tranquilo, como ya va
siendo habitual, sin contratiempos, ni siquiera unas chiquillas siendo
chiquillas. Puse empeño en no saltarme las reglas y subí directamente en el
vagón número tres, lejos del primero que parece ser el glamuroso, y no lo
reconocí como tal. Más tarde, descubrí la identificación: Primera Clase,
rezaba el cartel de marras. Casi con chulería. Cosa que no reflejaba la
realidad vivida.
Renuncié a mi compañero de vida, a mi fiel escudero, aquel
que me protege cada día del mundo exterior, que me arropa con la calidez de sus
hojas. Renuncié al libro. Lo guardé en la mochilita y cerré, poco a poco, la
cremallera, mientras escuchaba sus quejidos. Lo condené a una oscuridad no
merecida. Tal vez, temeroso aún de aquellas voces roncas y oscuras y húmedas,
que detallaban asesinatos, tormentos y profanación de tumbas.
La inmensidad del complejo te daba la bienvenida desde lejos,
aquel armatoste se divisaba a cientos de metros, imposible ignorarlo. Las
enormes bolas brillaban perezosas, rayos de sol arrancaban destellos en la
superficie, rompiendo la neblina que las envolvía. Me detuve a disfrutar de tal
visión, no pude evitar imaginarla como un hotel futurista, sus esferas refugio
de viajeros espaciales que aguardaban la nave que los transportaría a una muy,
muy lejana galaxia...
Por supuesto, me hice la dichosa fotografía.
El día invitaba a
ello. El resto de los visitantes también. Resultaba fácil, casi obligatorio,
pedir a uno de ellos que sujetara mi móvil, a cierta distancia −tuviera la
amabilidad de no echar a correr con él… otra de mis paranoias− y disparara dos
o tres instantáneas con la estructura de fondo; la menos mala lleva premio:
quince minutos, o días, de fama. Bombardeo a contactos, redes sociales y gente
aburrida que pulula por el ciberespacio: un tipo con exceso de ropa y aspecto
cansado, a contraluz, gafas de sol, amago de sonrisa y cierta sorpresa en el
rostro.
La vida son
decisiones. Caminos que elegir. Una bifurcación en la autopista con varios
ramales. ¿Abono la entrada para el Atomium? ¿Elijo visitar Mini Europa? ¿Me
conformo con la foto de postureo? ¿Entro en ambos y los recorro con un ojo
sobre lo expuesto y otro en el reloj?
Las prisas no me caen simpáticas. Si acostumbran a leerme,
lo sabrán.
Debido al horario y, en cierta medida, a don euro, debía
escoger. Mirar la pela no suele ser mi modus operandi, pero tampoco me
gusta tirar el dinero. Existen atracciones y eventos cuya entrada es un
malgasto que puede ser evitado. Poseo poco metal dorado, mas le tengo cariño. A
modo de ejemplo, como en la escuela: ¿recuerdan la exposición madrileña de cuyo
nombre no quiero acordarme? ¿O tengo que ponerles falta por no atender? Si
hubiera pagado un mísero euro, habría sido un euro arrojado a la fuente, sin tan
siquiera la ilusión de un deseo. Para mi gusto personal, e intransferible,
sobra recalcar.
Mini Europa, una exposición que representa las principales
ciudades europeas en miniatura, con sus monumentos y lugares famosos. El primer
impulso fue de rechazo. Asociaba, de forma absurda, lo de Mini con Infantil.
Cosa para niños, y niñas (no se me enfaden). Los descuentos para familias y
niños pequeños corroboraron mis sospechas. Levantó cierta curiosidad, pero no
la suficiente. Luego, a toro ya en chiqueros, eché un vistazo en la web
turística y no hubiera estado mal la visita.
Elegí las canicas gigantescas.
Llamaron a gritos mi
atención. Seguro que están huecas y vacías. Incluso puede que sean de
cartón piedra, con una capa de pintura plateada para darles ese aparente
brillo. Un timo, vaya. ¿Cómo va a haber ahí dentro algo, o alguien? Como mucho
entra una docena de personas, me decía. Pero la experiencia fue bien distinta.
En pocas, y profanas, palabras: la construcción representa
un cristal −conjunto de átomos− de hierro, ampliado miles de millones de veces.
Quisieron construirlo con dicho metal, por coherencia, pero descartaron la
idea, debido a una mezcolanza de peso, dimensiones y presupuesto. Se decantaron
por el aluminio (y acero) y lo bautizaron Atomium (atoms, aluminium).
Tan sólo tres o cuatro de las nueve bolas podían ser
exploradas. No lo recuerdo con exactitud. Pero mereció la pena. Las vistas eran
espectaculares, a cien metros del suelo. Las exposiciones curiosas, sobre todo
donde explicaban, paso a paso (con mapas, planos, documentos, vídeos, maquetas)
todo el proceso que llevó a la construcción de aquella locura con aspecto de
portada de manual químico o base extraterrestre . Tan sólo verlo afuera, desde
el aparcamiento, recuerdo exclamar en voz alta: ”¡Están locos, estos belgas! ¡lo
que han montado con un puñado de canicas gordas!”. “Ni que fueran de Bilbao”,
añadí mentalmente.
Y allá estaba yo, como uno más, pasando a la posteridad con
las canicas gigantes al fondo. A mi regreso, más de un conocido afirmó tener un
calco de aquella foto. Vaya, que de
originalidad cero. Yo, que me había jurado no caer en el cliché. No dejarme
arrastrar por el más mundano de los postureos. ¡Yo, viajero, mochilero, descubridor
de callejuelas perdidas, bares recónditos y autóctonos peculiares! Pues nada.
Caí de morros, y sonriendo. Desde entonces una pesadilla recurrente desvela mi
sueño: me hallo en Pisa, visto pantalones cortos, camiseta sin mangas,
chancletas; luzco gafas negras sobre mi cabello, sonrío a cámara, brazos
extendidos y la torre inclinada al fondo… como si la sujetara. Silencio roto
por una serie de clics y una voz que grita “¡Ya está, saqué tres por si
acaso!”, entonces despierto, me incorporo como un muelle, empapado en sudor y
el corazón a cinco mil revoluciones por minuto.
Para culminar la visita, ascendí hasta la última bola, a
través de un pasillo automático cual túnel futurista, con efectos luminosos y
acústicos, lo más parecido a un cambio inter dimensional que he experimentado
(al menos, sereno). Tuve la sensación de ser abducido por un platillo volante,
chiquitín, camino de la nave nodriza. Una vez arriba, un bar restaurante, a
todo lujo, imponentes vistas, camareras solícitas y risueñas, mesas y barritas
para consumir alrededor de la esfera. La barra de servicio en el centro.
Sorbito a sorbito, disfrutaba aquel manjar de trigo
fermentado. La camarera tuvo su participación, sugiriendo tal cerveza. Con su
uniforme impecable, todo sonrisas y amabilidad. Hablamos un rato en inglés,
hasta que sabedora de mi nacionalidad cambió al español. Lo había estudiado
desde chiquilla, dijo, como pequeño homenaje a un abuelo perdido antes de
nacer, el cual había emigrado desde León, y se enamoró de su abuela, una señora
de Lieja que cuenta noventa y tres años, y chapurrea con gracia y esmero el
castellano. Así que no me importó sacrificar un rato la práctica de la jerga
shakespeariana, en beneficio de mi lengua materna, y más si así ayudaba a tan
aplicada estudiante.
Observo la prueba del delito, la foto culpable a la par que
benévola, no aparezco mal, gracias al contraluz; uno tiende a no gustarse en
las instantáneas. Sin previo aviso, el recuerdo de la pesadilla asalta,
cuchillo entre los dientes, mi paz mental. Los pelillos de la nuca se erizan,
un escalofrío, una visión: la foto futura, la torre inclinada, colgada en feisbuk,
bajo un titular que reza: “Aquí, sufriendo, alguien ha de soportar el peso
de la Historia”, seguido de un emoticono sonriente y otro que muestra
un brazo luciendo bíceps.
Tentado estoy de resucitar el Nokia.
Me alegro, al final mereció la pena el tour de las canicas! porque nunca se sabe con estos sitios turísticos. Lo mejor ir sin expectativas, y de ahí para arriba seguro :)
ResponderEliminarUn plus a tener en cuenta, el bar con vistas dentro de la bola gigante.
La foto muy chula y mira que pillar Bruselas con luz.. (o similar).
A por el próximo destino!
Esos recuerdos que de repente te caen como un mazazo, dales permiso (como vienen se van)
Cuídate!
Orx.
Hola, Orx. Tuve suerte con el tiempo. Cielo azul y despejado, tras irse la neblina inicial.
ResponderEliminarLas canicas gordas están genial. Me arrepentí un poco, a toro pasado, de no ver la Mínima Europa (en la web sale muy chula y curiosa), pero siempre suelo guiarme por instinto o antojo. Next time, ¿tal vez en la quedada Spaniards 2025 Brussels?
pues habrá que ir haciendo hucha!
ResponderEliminarYa te digo.
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