sábado, 13 de julio de 2024

F192 - Soportando el peso de la Historia, (Bruselas XII)

 ¡No voy a caer! No me someteré al cliché fotográfico. No claudicaré ante el yugo de la foto suprema del postureo. Niet, como decía Oleg Yasikov a Tesa Mendoza. ¡Me niego! ¡Jamás!  De hecho, rehusaré visitar ese racimo descomunal , en plan rebeldía post mediana edad, no pondré un pie a menos de tres kilómetros de aquella monstruosidad, delirio de grandeza, estructura mastodóntica o monumento a quién los tiene más grandes.

Todo eso, y más, decía la vocecita que me acompaña en el asiento de copiloto, ante la posibilidad de visitar y fotografiarme frente al Atomium. El símbolo de Bruselas por excelencia. ¿Y al final qué sucedió? Me temo que la ilustración de portada se marca un espóiler de libro.

Al turrón, que diría el bueno de Paquito, quién me tiene enganchado con sus investigaciones −el Mikael Blomkvist holandés, lo llamo− y la manera en que cuenta sus peripecias por Holanda (si es que todavía puede usarse dicha denominación).

Nueva excursión en tren, tras la habitual visita al rincón escondido de los nostálgicos del papel. Es un viaje tranquilo, como ya va siendo habitual, sin contratiempos, ni siquiera unas chiquillas siendo chiquillas. Puse empeño en no saltarme las reglas y subí directamente en el vagón número tres, lejos del primero que parece ser el glamuroso, y no lo reconocí como tal. Más tarde, descubrí la identificación: Primera Clase, rezaba el cartel de marras. Casi con chulería. Cosa que no reflejaba la realidad vivida.

Renuncié a mi compañero de vida, a mi fiel escudero, aquel que me protege cada día del mundo exterior, que me arropa con la calidez de sus hojas. Renuncié al libro. Lo guardé en la mochilita y cerré, poco a poco, la cremallera, mientras escuchaba sus quejidos. Lo condené a una oscuridad no merecida. Tal vez, temeroso aún de aquellas voces roncas y oscuras y húmedas, que detallaban asesinatos, tormentos y profanación de tumbas.

La inmensidad del complejo te daba la bienvenida desde lejos, aquel armatoste se divisaba a cientos de metros, imposible ignorarlo. Las enormes bolas brillaban perezosas, rayos de sol arrancaban destellos en la superficie, rompiendo la neblina que las envolvía. Me detuve a disfrutar de tal visión, no pude evitar imaginarla como un hotel futurista, sus esferas refugio de viajeros espaciales que aguardaban la nave que los transportaría a una muy, muy lejana galaxia...

Por supuesto, me hice la dichosa fotografía.

 El día invitaba a ello. El resto de los visitantes también. Resultaba fácil, casi obligatorio, pedir a uno de ellos que sujetara mi móvil, a cierta distancia −tuviera la amabilidad de no echar a correr con él… otra de mis paranoias− y disparara dos o tres instantáneas con la estructura de fondo; la menos mala lleva premio: quince minutos, o días, de fama. Bombardeo a contactos, redes sociales y gente aburrida que pulula por el ciberespacio: un tipo con exceso de ropa y aspecto cansado, a contraluz, gafas de sol, amago de sonrisa y cierta sorpresa en el rostro.

 La vida son decisiones. Caminos que elegir. Una bifurcación en la autopista con varios ramales. ¿Abono la entrada para el Atomium? ¿Elijo visitar Mini Europa? ¿Me conformo con la foto de postureo? ¿Entro en ambos y los recorro con un ojo sobre lo expuesto y otro en el reloj?

Las prisas no me caen simpáticas. Si acostumbran a leerme, lo sabrán.

Debido al horario y, en cierta medida, a don euro, debía escoger. Mirar la pela no suele ser mi modus operandi, pero tampoco me gusta tirar el dinero. Existen atracciones y eventos cuya entrada es un malgasto que puede ser evitado. Poseo poco metal dorado, mas le tengo cariño. A modo de ejemplo, como en la escuela: ¿recuerdan la exposición madrileña de cuyo nombre no quiero acordarme? ¿O tengo que ponerles falta por no atender? Si hubiera pagado un mísero euro, habría sido un euro arrojado a la fuente, sin tan siquiera la ilusión de un deseo. Para mi gusto personal, e intransferible, sobra recalcar.

Mini Europa, una exposición que representa las principales ciudades europeas en miniatura, con sus monumentos y lugares famosos. El primer impulso fue de rechazo. Asociaba, de forma absurda, lo de Mini con Infantil. Cosa para niños, y niñas (no se me enfaden). Los descuentos para familias y niños pequeños corroboraron mis sospechas. Levantó cierta curiosidad, pero no la suficiente. Luego, a toro ya en chiqueros, eché un vistazo en la web turística y no hubiera estado mal la visita.

Elegí las canicas gigantescas.

Llamaron a gritos mi  atención. Seguro que están huecas y vacías. Incluso puede que sean de cartón piedra, con una capa de pintura plateada para darles ese aparente brillo. Un timo, vaya. ¿Cómo va a haber ahí dentro algo, o alguien? Como mucho entra una docena de personas, me decía. Pero la experiencia fue bien distinta.

En pocas, y profanas, palabras: la construcción representa un cristal −conjunto de átomos− de hierro, ampliado miles de millones de veces. Quisieron construirlo con dicho metal, por coherencia, pero descartaron la idea, debido a una mezcolanza de peso, dimensiones y presupuesto. Se decantaron por el aluminio (y acero) y lo bautizaron Atomium (atoms, aluminium).

 El ingeniero que tuvo la idea debía de ser primo, o familiar lejano, del tipo que diseñó el Guggenheim, éste un día comiendo una lata de berberechos se vino arriba, o quizás un compañero de almuerzo le dijo: “¿A qué no hay huevos?”. Pues el belga parecido, en plena partida de petacos, la bolita ding, dong, clinc, clinc, clinc, le vino el engendro a la cabeza, dicho desde el cariño.

Tan sólo tres o cuatro de las nueve bolas podían ser exploradas. No lo recuerdo con exactitud. Pero mereció la pena. Las vistas eran espectaculares, a cien metros del suelo. Las exposiciones curiosas, sobre todo donde explicaban, paso a paso (con mapas, planos, documentos, vídeos, maquetas) todo el proceso que llevó a la construcción de aquella locura con aspecto de portada de manual químico o base extraterrestre . Tan sólo verlo afuera, desde el aparcamiento, recuerdo exclamar en voz alta: ”¡Están locos, estos belgas! ¡lo que han montado con un puñado de canicas gordas!”. “Ni que fueran de Bilbao”, añadí mentalmente.

Y allá estaba yo, como uno más, pasando a la posteridad con las canicas gigantes al fondo. A mi regreso, más de un conocido afirmó tener un calco de aquella foto.  Vaya, que de originalidad cero. Yo, que me había jurado no caer en el cliché. No dejarme arrastrar por el más mundano de los postureos. ¡Yo, viajero, mochilero, descubridor de callejuelas perdidas, bares recónditos y autóctonos peculiares! Pues nada. Caí de morros, y sonriendo. Desde entonces una pesadilla recurrente desvela mi sueño: me hallo en Pisa, visto pantalones cortos, camiseta sin mangas, chancletas; luzco gafas negras sobre mi cabello, sonrío a cámara, brazos extendidos y la torre inclinada al fondo… como si la sujetara. Silencio roto por una serie de clics y una voz que grita “¡Ya está, saqué tres por si acaso!”, entonces despierto, me incorporo como un muelle, empapado en sudor y el corazón a cinco mil revoluciones por minuto.

Para culminar la visita, ascendí hasta la última bola, a través de un pasillo automático cual túnel futurista, con efectos luminosos y acústicos, lo más parecido a un cambio inter dimensional que he experimentado (al menos, sereno). Tuve la sensación de ser abducido por un platillo volante, chiquitín, camino de la nave nodriza. Una vez arriba, un bar restaurante, a todo lujo, imponentes vistas, camareras solícitas y risueñas, mesas y barritas para consumir alrededor de la esfera. La barra de servicio en el centro.

Sorbito a sorbito, disfrutaba aquel manjar de trigo fermentado. La camarera tuvo su participación, sugiriendo tal cerveza. Con su uniforme impecable, todo sonrisas y amabilidad. Hablamos un rato en inglés, hasta que sabedora de mi nacionalidad cambió al español. Lo había estudiado desde chiquilla, dijo, como pequeño homenaje a un abuelo perdido antes de nacer, el cual había emigrado desde León, y se enamoró de su abuela, una señora de Lieja que cuenta noventa y tres años, y chapurrea con gracia y esmero el castellano. Así que no me importó sacrificar un rato la práctica de la jerga shakespeariana, en beneficio de mi lengua materna, y más si así ayudaba a tan aplicada estudiante.

Observo la prueba del delito, la foto culpable a la par que benévola, no aparezco mal, gracias al contraluz; uno tiende a no gustarse en las instantáneas. Sin previo aviso, el recuerdo de la pesadilla asalta, cuchillo entre los dientes, mi paz mental. Los pelillos de la nuca se erizan, un escalofrío, una visión: la foto futura, la torre inclinada, colgada en feisbuk, bajo un titular que reza: “Aquí, sufriendo, alguien ha de soportar el peso de la Historia”, seguido de un emoticono sonriente y otro que muestra un brazo luciendo bíceps.

Tentado estoy de resucitar el Nokia.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Su opinión me interesa