Superados ya los efluvios futbolísticos −tampoco es cuestión de aventurarme con la Eurocopa− retornemos a Bruselas.
Cierro el libro y abro los ojos. Abro los ojos al mundo exterior
−al paisaje salpicado de caserones, puentes, muros tatuados con grafiti, prados,
postes de la luz, túneles, vacas que nos miran− que pasa veloz al otro lado del
ventanal. Es una lucha constante, cada vez que disfruto del trayecto en tren,
una lucha entre mi yo interno y el mundo exterior. El primero me pide continuar
metido en la historia que tenga entre las manos, con la novela que me roba
tiempo y aliento. El último me grita, ¡eh estoy aquí, échame un vistazo a
través del cristal!, incluso existo a tu alrededor. Soy el resto de los
pasajeros, el vagón que traquetea, la voz queda de la megafonía, las luces
sobre el techo, las butacas, el olor a perfumes varios, el pasillo, el revisor…
Ahí esta el tipo, larguirucho, uniforme gris como recién
salido de la sastrería, gorrita, con chapa de sheriff, ligeramente inclinada
hacia un lado, como si él mismo quisiera quitarse importancia, como si su alma
rebelde (algo queda de ese adolescente que fue) le retara a saltarse un poquito
las normas.
−Billete, por favor −dice, en inglés. Supongo que me vio
cara de guiri y quiso saltarse todo el protocolo idiomático: francés, neerlandés,
alemán… para acabar hablando inglés. ¡Ay, cómo nos comieron la tostada los
hijos de la Gran Bretaña con el idioma del turisteo!
Le acerco la pequeña cartulina, todavía con la tinta fresca
de la maquinita. La observa durante unos instantes, alza los ojos clavándolos
en los míos, quizás midiéndome, tal vez retándome cual pistolero solitario “¿qué
hace en mi ciudad, forastero?”, quizás valorando qué tipo de pasajero soy
(¿tramposo, violento, despistado, estúpido…?).
−Este billete es incorrecto −dice su boca, “a mí no me la
pegas, ladronzuelo”, dicen sus ojos.
San Pedro LE negó tres veces seguidas, yo me disculpo otras
tres.
−¡Sorry, sorry, sorry!
El tipo sonríe, tal vez envalentonado ante mi rendición
temprana, ni siquiera tuvo que desenfundar, quizás piadoso ante mi despiste.
−Es un billete de clase turista, este vagón es primera clase
−añade, sin necesidad. Sin necesidad porque es la segunda vez que me sucede. La
primera ocasión en la que subí a un tren en Bruselas me ocurrió lo mismo. No aprendo
la lección, deberían darme cien latigazos, colocarme un ridículo gorro de
papel, arrojarme en marcha, o al menos sancionarme.
Me incorporo con torpeza, libro, gafas de viejo, mochilita,
chaqueta, me faltan manos. Observo a mi alrededor mientras salgo del vagón.
Nadie mira, otro guiri despistado, lo cual mi rostro encendido agradece. Contemplo,
examino, ojeo, escudriño, me quedo sin verbos y no logro hallar la diferencia,
el privilegio, el glamur. Mismas butacas, misma distancia de pasillo, mismas
ventanas. Incluso el vagón privilegiado es más chiquito. Accedo al segundo
vagón, y sigo sin notar la diferencia por la cual el pobre es de Segunda División
(quizás le faltó el presupuesto para jugar en Primera, tal vez tuvo un
presidente corrupto que robó los caudales y se perdió en las Bahamas, puro en
mano y carcajeándose de La Liga, la Copa del Rey y la Copa de su Prima de Calahorra).
Tanto fútbol me verdea las metáforas.
Localizo una butaca libre y me acomodo.
Abro el libro. Cierro los ojos, cierro los ojos a ese mundo
exterior extraño, complicado para mí. Quizás nací despistado, me arrancaron de
cuajo el gepese y de paso me arrojaron encima un caldero de despiste
frío. De acuerdo, la metáfora se me fue por la línea de córner. Tarjeta
amarilla, quizás incluso roja.
Tonterías aparte, me encantó el Tren en Bélgica. Así en
mayúsculas. Me río solo, aquí en mi pequeño cuarto. Río, aunque nadie lo
escuche. Tan sólo las fotos de los más cercanos (que sonríen benévolos), o el
gondolero del cuadro que tengo enfrente (quien parece girar sobre sí mismo y
burlarse). Me río ante lo de “Bélgica”, como si hubiera atravesado el país de
norte a sur, este a oeste, en lugar de haber improvisado un par de excursiones,
de las cuales en una me extravié.
Me encantó el Tren.
Ese chaval amable y simpático, de inglés afrancesado. Su
paciencia para conmigo. Aquel señor (sí, seguro que me definió como tal)
perdido, con su libretita naranja y cursi –“Hoy me voy a comer el mundo”−,
incapaz de descifrar las maléficas pantallas que cambian orígenes, trenes,
horas y destinos en tres idiomas a la velocidad del rayo, como si la encargada
de manipularlas fuese una adolescente aburrida con pulgares voladores. Aquel
joven nunca sabrá lo que me ayudó, lo que supuso para mí el descubrir aquel
tesoro analógico en forma de enormes carteles, papel amarillento, tras una
cristalera sobre uno de los muros recónditos de aquella estación central. Desde aquel día todo fue
más sencillo. Entraba en cualquier estación y enfilaba con decisión a la Sección
Abuelos Desorientados en Lucha Contra la Tecnología. La sección
analógica, pasando olímpicamente de pantallas digitales, móviles que nos
observan y graban (incluso, se lo juro, nos leen el pensamiento), y localizaba
mi destinito en aquel despliegue tríptico de papel, y junto a él, se indicaba
la horita de salida, el recorrido, las paradas y demás horitas en cada una de
ellas. Una maravilla.
Me encantó el Tren. Tentado estuve de emular al chiflado Sheldon
Cooper y permanecer a bordo para siempre, como mucho apearme en cada estación, extraer
de la máquina un sándwich de queso y ternera con salsa barbacoa, y una barra de
chocolate Mars, y abordar otro convoy. No pisar la calle, el mundo exterior,
lleno de gente, confusión, normas, ruidos y señales.
Hubo dos cualidades que me sorprendieron. Para bien y para
mal. Orden y silencio. Silencio y orden. Los pasajeros actuaban cual bailarinas
de natación sincronizada, pero en secano. Como si desde pequeñitos en la
escuela les hubieran entrenado a subir, bajar y comportarse dentro de los
vagones. Los observo, incrédulo, cómo esperan a las puertas del tren, hasta que
el convoy está detenido, entonces, todo el mundo se ordena, como si de
militares se tratara, forman dos filas en ángulo de cuarenta y dos grados
exactos con respecto a la entrada del tren, una fila a cada lado de la puerta,
la cual permanece totalmente despejada para que los viajeros que llegan puedan
salir sin dificultad alguna. Y entonces, hasta que el último de ellos no ha
alcanzado la seguridad del suelo firme, absolutamente el último (aunque sea una
viejecita, un niño o un despistado), nadie osa poner un pie dentro del vagón.
Lo hacen como si un árbitro malhumorado observara, silbato en labios y dedos
rozando el bolsillo. Como si tuvieran pánico de recibir una segunda amarilla y
acabar expulsados del terreno de juego, del andén. Entonces embarcan, por
riguroso orden de llegada, despacio, sin empujones, sin griterío. En plan
ciudadano cívico. Impresiona sólo verlo.
El silencio.
Escucho los diálogos de la novela. Se lo juro a ustedes.
Escucho mis propios pensamientos teniendo conversaciones con los personajes del
libro. Un silencio escandaloso envuelve todo. Algo casi claustrofóbico. Nadie
habla, nadie escucha videos de reggaetón en el móvil a todo volumen sin cascos.
Nadie entabla videoconferencias o chateovídeos, o como diantres se llamen, con la mamasita
que dejaron en Colombia; nadie charla, móvil alzado a modo tostada, con el
amante que está de Rodríguez en el apartamento matrimonial de Laredo; nadie discute
con su jefe ciscándose en sus muertos por un despido improcedente, jurando
venganza. Todos leen en silencio, libros, revistas, móviles, tabletas −se
observan auriculares, de cable o pinganillo− algún abuelo incluso luce algo
parecido a un periódico. O se evaden a través de la ventana.
Los personajes del libro me hablan. Empiezo a agobiarme. Una
cosa es silencio y otra cosa es que unos tipos (asesinos despiadados,
descuartizadores de machete y punzón, mala gente) escapen de la página y se
sienten a mi vera a susurrarme amenazas.
Entonces las escucho.
Es un sonido celestial. Un sonido de campanillas tañendo
entre nubecitas de algodón. Rompe el silencio enfermizo del vagón. Viene a mi
rescate.
No puedo evitar la curiosidad. Me incorporo y asomo la
cabeza. Y las veo, son tres, permanecen de pie, junto a la puerta, esperando
que el tren alcance la siguiente parada. Hablan con volumen excesivo, ríen
escandalosas, un instante, para dar paso a risas contenidas, al otro; esta
última es una risita nerviosa, tímida, como si temieran dejar escapar otra
carcajada. Una risa que tan sólo las adolescentes dominan. (Añoro el verbo
inglés que la define de un modo perfecto: giggling.)
Son tres muchachas, visten uniforme colegial; tres muchachas
que, hartas de la coraza metálica de aquel vagón claustrofóbico, rompen el
silencio, vociferan, sueñan y juegan; ríen el presente, como si temieran la
incertidumbre del futuro, que nos quiten lo bailado, deben de pensar. Y gritan,
de manera comedida, gritan al estilo nórdico sin alcohol de por medio, incluso
pegan saltitos y se persiguen en aquellos dos metros cuadrados. Se amenazan,
amagan golpearse y se protegen con carpetas pegadas al pecho. Ríen, siguen
riendo.
Bendito trío adolescente.
Esas tres chavalas me liberaron de aquel vacío, del pozo
silencioso, de los vozarrones novelísticos que abrumaban mi cerebro. Tres
jovenzuelas dando un poco de guerra, en un vagón aburrido. Esas tres mocetas me
devolvieron al mundo exterior, al mundo (que suena, que roza, que incomoda), al
desorden, al riesgo, a la vida.
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