jueves, 4 de julio de 2024

F191 - Tres muchachas al rescate, (Bruselas XI)

 Superados ya los efluvios futbolísticos −tampoco es cuestión de aventurarme con la Eurocopa− retornemos a Bruselas.

Cierro el libro y abro los ojos. Abro los ojos al mundo exterior −al paisaje salpicado de caserones, puentes, muros tatuados con grafiti, prados, postes de la luz, túneles, vacas que nos miran− que pasa veloz al otro lado del ventanal. Es una lucha constante, cada vez que disfruto del trayecto en tren, una lucha entre mi yo interno y el mundo exterior. El primero me pide continuar metido en la historia que tenga entre las manos, con la novela que me roba tiempo y aliento. El último me grita, ¡eh estoy aquí, échame un vistazo a través del cristal!, incluso existo a tu alrededor. Soy el resto de los pasajeros, el vagón que traquetea, la voz queda de la megafonía, las luces sobre el techo, las butacas, el olor a perfumes varios, el pasillo, el revisor…

Ahí esta el tipo, larguirucho, uniforme gris como recién salido de la sastrería, gorrita, con chapa de sheriff, ligeramente inclinada hacia un lado, como si él mismo quisiera quitarse importancia, como si su alma rebelde (algo queda de ese adolescente que fue) le retara a saltarse un poquito las normas.

−Billete, por favor −dice, en inglés. Supongo que me vio cara de guiri y quiso saltarse todo el protocolo idiomático: francés, neerlandés, alemán… para acabar hablando inglés. ¡Ay, cómo nos comieron la tostada los hijos de la Gran Bretaña con el idioma del turisteo!

Le acerco la pequeña cartulina, todavía con la tinta fresca de la maquinita. La observa durante unos instantes, alza los ojos clavándolos en los míos, quizás midiéndome, tal vez retándome cual pistolero solitario “¿qué hace en mi ciudad, forastero?”, quizás valorando qué tipo de pasajero soy (¿tramposo, violento, despistado, estúpido…?).

−Este billete es incorrecto −dice su boca, “a mí no me la pegas, ladronzuelo”, dicen sus ojos.

San Pedro LE negó tres veces seguidas, yo me disculpo otras tres.

¡Sorry, sorry, sorry!

El tipo sonríe, tal vez envalentonado ante mi rendición temprana, ni siquiera tuvo que desenfundar, quizás piadoso ante mi despiste.

−Es un billete de clase turista, este vagón es primera clase −añade, sin necesidad. Sin necesidad porque es la segunda vez que me sucede. La primera ocasión en la que subí a un tren en Bruselas me ocurrió lo mismo. No aprendo la lección, deberían darme cien latigazos, colocarme un ridículo gorro de papel, arrojarme en marcha, o al menos sancionarme.

Me incorporo con torpeza, libro, gafas de viejo, mochilita, chaqueta, me faltan manos. Observo a mi alrededor mientras salgo del vagón. Nadie mira, otro guiri despistado, lo cual mi rostro encendido agradece. Contemplo, examino, ojeo, escudriño, me quedo sin verbos y no logro hallar la diferencia, el privilegio, el glamur. Mismas butacas, misma distancia de pasillo, mismas ventanas. Incluso el vagón privilegiado es más chiquito. Accedo al segundo vagón, y sigo sin notar la diferencia por la cual el pobre es de Segunda División (quizás le faltó el presupuesto para jugar en Primera, tal vez tuvo un presidente corrupto que robó los caudales y se perdió en las Bahamas, puro en mano y carcajeándose de La Liga, la Copa del Rey y la Copa de su Prima de Calahorra). Tanto fútbol me verdea las metáforas.

Localizo una butaca libre y me acomodo.

Abro el libro. Cierro los ojos, cierro los ojos a ese mundo exterior extraño, complicado para mí. Quizás nací despistado, me arrancaron de cuajo el gepese y de paso me arrojaron encima un caldero de despiste frío. De acuerdo, la metáfora se me fue por la línea de córner. Tarjeta amarilla, quizás incluso roja.

Tonterías aparte, me encantó el Tren en Bélgica. Así en mayúsculas. Me río solo, aquí en mi pequeño cuarto. Río, aunque nadie lo escuche. Tan sólo las fotos de los más cercanos (que sonríen benévolos), o el gondolero del cuadro que tengo enfrente (quien parece girar sobre sí mismo y burlarse). Me río ante lo de “Bélgica”, como si hubiera atravesado el país de norte a sur, este a oeste, en lugar de haber improvisado un par de excursiones, de las cuales en una me extravié.

Me encantó el Tren.

Ese chaval amable y simpático, de inglés afrancesado. Su paciencia para conmigo. Aquel señor (sí, seguro que me definió como tal) perdido, con su libretita naranja y cursi –“Hoy me voy a comer el mundo”−, incapaz de descifrar las maléficas pantallas que cambian orígenes, trenes, horas y destinos en tres idiomas a la velocidad del rayo, como si la encargada de manipularlas fuese una adolescente aburrida con pulgares voladores. Aquel joven nunca sabrá lo que me ayudó, lo que supuso para mí el descubrir aquel tesoro analógico en forma de enormes carteles, papel amarillento, tras una cristalera sobre uno de los muros recónditos de aquella  estación central. Desde aquel día todo fue más sencillo. Entraba en cualquier estación y enfilaba con decisión a la Sección Abuelos Desorientados en Lucha Contra la Tecnología. La sección analógica, pasando olímpicamente de pantallas digitales, móviles que nos observan y graban (incluso, se lo juro, nos leen el pensamiento), y localizaba mi destinito en aquel despliegue tríptico de papel, y junto a él, se indicaba la horita de salida, el recorrido, las paradas y demás horitas en cada una de ellas. Una maravilla.

Me encantó el Tren. Tentado estuve de emular al chiflado Sheldon Cooper y permanecer a bordo para siempre, como mucho apearme en cada estación, extraer de la máquina un sándwich de queso y ternera con salsa barbacoa, y una barra de chocolate Mars, y abordar otro convoy. No pisar la calle, el mundo exterior, lleno de gente, confusión, normas, ruidos y señales.

Hubo dos cualidades que me sorprendieron. Para bien y para mal. Orden y silencio. Silencio y orden. Los pasajeros actuaban cual bailarinas de natación sincronizada, pero en secano. Como si desde pequeñitos en la escuela les hubieran entrenado a subir, bajar y comportarse dentro de los vagones. Los observo, incrédulo, cómo esperan a las puertas del tren, hasta que el convoy está detenido, entonces, todo el mundo se ordena, como si de militares se tratara, forman dos filas en ángulo de cuarenta y dos grados exactos con respecto a la entrada del tren, una fila a cada lado de la puerta, la cual permanece totalmente despejada para que los viajeros que llegan puedan salir sin dificultad alguna. Y entonces, hasta que el último de ellos no ha alcanzado la seguridad del suelo firme, absolutamente el último (aunque sea una viejecita, un niño o un despistado), nadie osa poner un pie dentro del vagón. Lo hacen como si un árbitro malhumorado observara, silbato en labios y dedos rozando el bolsillo. Como si tuvieran pánico de recibir una segunda amarilla y acabar expulsados del terreno de juego, del andén. Entonces embarcan, por riguroso orden de llegada, despacio, sin empujones, sin griterío. En plan ciudadano cívico. Impresiona sólo verlo.

El silencio.

Escucho los diálogos de la novela. Se lo juro a ustedes. Escucho mis propios pensamientos teniendo conversaciones con los personajes del libro. Un silencio escandaloso envuelve todo. Algo casi claustrofóbico. Nadie habla, nadie escucha videos de reggaetón en el móvil a todo volumen sin cascos. Nadie entabla videoconferencias o chateovídeos,  o como diantres se llamen, con la mamasita que dejaron en Colombia; nadie charla, móvil alzado a modo tostada, con el amante que está de Rodríguez en el apartamento matrimonial de Laredo; nadie discute con su jefe ciscándose en sus muertos por un despido improcedente, jurando venganza. Todos leen en silencio, libros, revistas, móviles, tabletas −se observan auriculares, de cable o pinganillo− algún abuelo incluso luce algo parecido a un periódico. O se evaden a través de la ventana.

Los personajes del libro me hablan. Empiezo a agobiarme. Una cosa es silencio y otra cosa es que unos tipos (asesinos despiadados, descuartizadores de machete y punzón, mala gente) escapen de la página y se sienten a mi vera a susurrarme amenazas.

Entonces las escucho.

Es un sonido celestial. Un sonido de campanillas tañendo entre nubecitas de algodón. Rompe el silencio enfermizo del vagón. Viene a mi rescate.

No puedo evitar la curiosidad. Me incorporo y asomo la cabeza. Y las veo, son tres, permanecen de pie, junto a la puerta, esperando que el tren alcance la siguiente parada. Hablan con volumen excesivo, ríen escandalosas, un instante, para dar paso a risas contenidas, al otro; esta última es una risita nerviosa, tímida, como si temieran dejar escapar otra carcajada. Una risa que tan sólo las adolescentes dominan. (Añoro el verbo inglés que la define de un modo perfecto: giggling.)

Son tres muchachas, visten uniforme colegial; tres muchachas que, hartas de la coraza metálica de aquel vagón claustrofóbico, rompen el silencio, vociferan, sueñan y juegan; ríen el presente, como si temieran la incertidumbre del futuro, que nos quiten lo bailado, deben de pensar. Y gritan, de manera comedida, gritan al estilo nórdico sin alcohol de por medio, incluso pegan saltitos y se persiguen en aquellos dos metros cuadrados. Se amenazan, amagan golpearse y se protegen con carpetas pegadas al pecho. Ríen, siguen riendo.

Bendito trío adolescente.

Esas tres chavalas me liberaron de aquel vacío, del pozo silencioso, de los vozarrones novelísticos que abrumaban mi cerebro. Tres jovenzuelas dando un poco de guerra, en un vagón aburrido. Esas tres mocetas me devolvieron al mundo exterior, al mundo (que suena, que roza, que incomoda), al desorden, al riesgo, a la vida.



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