miércoles, 26 de junio de 2024

F190 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (y XV) (Wembley, y V)

 

Debo admitirlo, aquí negro sobre blanco. Aquí y ahora sin ojos ni oídos de testigo. Es un tanto absurdo el deseo de buscar el pasado. De perseguirlo, creyendo que puedes darle alcance. De intentar copiar, como si utilizaras una de aquellas láminas de carboncillo de máquina de escribir del siglo pasado, una situación que viviste y te hizo feliz. Incluso cuando los ingredientes de la historia parecen coincidir: tu equipo de la infancia alcanza la Final de la Champions League, tú dispones de tiempo, energía, ilusión para ser testigo, y algún billete arrugado en el bolsillo.

Nunca será lo mismo que la vez primera, o la segunda, ni siquiera la tercera. Lo que sentiste en cada momento fue único e irrepetible (las fotos amistosas con los valencianistas en las gradas del Estadio de Francia en Saint-Denis; las gruesas lágrimas camufladas bajo la lluvia de Glasgow, tras el zapatazo acrobático de Zidane; la piel de gallina en el bar rockabilly lisboeta, cuando Ramos cabeceó aquel balón al fondo de la red en el minuto noventa y dos…).

Uno ni siquiera puede reproducir el ambientazo vivido en Valladolid, con aquel buen rollo casi mágico que sembraron los Estopa una vez acabado el partido. Una sensación de felicidad absoluta, rodeado de oscuridad rasgada por los focos del escenario, que de nuevo arrancó alguna lagrimilla, achacada al del medio de los Chichos.

Madrid fue diferente, ni mejor ni peor, como suele decirse. Fue un disfrute más maduro (el monstruo que devora las hojas de calendario es insaciable), menos fanático, si se me permite la expresión. Fue un gozar premonitorio, pero con respeto al rival, un gozar tranquilo de observador allá bajo el alero sombrío, a la vera de ese majestuoso platillo volante que se ha tragado el Santiago Bernabéu.

¡Cómo no te voy a quereeer!

Cánticos, jolgorio, calor seco, sillitas de camping; puestos de bufandas, emblemas y sueños; bocinas estridentes, gafas de sol, bandera por la cintura; vendedores ambulantes e ilegales gritando su oferta de cerveza fría −enormes cubos de goma llenos de latas y hielo−, policía montada sobre caballos nerviosos, a punto de encabritar; una hilera interminable de furgonas azul negruzco, rostros serios tras lunas enrejadas, luces que giran desde el silencio sobre el techo; negros top manta con un ojo puesto en su mercancía – blanco añil, falsa, rojigualda y libre de impuestos (¡Amo España, amigo, eh!)− y el otro en la pasma, ignorando que hoy tendrán barra libre, hoy no toca tirar de la cuerda y salir por patas. Calles bloqueadas por la marea blanca exhalan al aire humos de colores, bonito eufemismo para esas bengalas prohibidas dentro de recinto deportivo, ignoro si los aledaños constan en la letra pequeña.

¡Cómo no te voy a quereeer!

El pasado es inalcanzable, ni siquiera el viejo DeLorean sería de ayuda. Jamás podré regresar a Glasgow, encontrarme cara a cara con mi reventas favorito, regatearle con inglés vallecano el precio de aquella entrada. Precio irrisorio en este maldito presente hecho de tecnología, modas pijas y globalización. Tampoco podré regresar − de vuelta en Edimburgo − al Hard Rock Café y encarar al bueno de John con una sonrisa, un abrazo y las cincuenta libras prestadas.

Todo aquello pasó, y algún día tendré que afrontarlo.

¡Si fuiste campeón de Euroopa una y otra veeez!

Supe que el día se presentaba largo. Así que decidí hacer uso de aquella litera para guardar energía. El cuarto estaba vacío, las demás camas hechas como para revista militar (cada vez me sorprende más esta juventud), la ventana abierta y una brisilla que debía llegar desde la costa nórdica, piadosa, fresca y agradable. Más no logré dormir. A pesar de haberme pateado medio Madrid y parte del extrarradio. Me limité a un bajón de párpados, a reposar cual perro tras excursión campestre.

Enseguida oí el trajín. Idas y venidas, voces, algún cántico acompañado de gritos. La chavalería (los vi el día anterior) tomaba el hall (si tal espaciucho, con dos ordenadores, un hornillo de camping, una mesa descuadrada y las puertas de los baños de vigías, podía llamarse así) del hostal. Improvisaban una merienda botellón, bajo techo, para acudir al estadio con la batería marcando todas las barritas. Cerveza, callos recalentados, bocatas de calamares, chupitos, embutido, primer tanteo de cubatas. Juventud, bendito estómago.

¡Reeeyes de Europa!

¡Somos Reeyes de Europaa!

¡Reeeyes de Eurooopa!

¡Somos los Reeyes de Euroooopa!

No aguanté más en plano horizontal; después de breve ducha, chancletas mediante, en aquel cubículo carcelario, me puse la elástica merengue, regalo de mi hermano escocés Va por ti, John!, puño en pecho) y bajé a ver lo que se cocía. El plan consistía en acercarme a los aledaños del Bernabéu. Esnifar el ambiente festivo previo a la gran final. Quizás localizar un bar para ver el encuentro. Conseguir una entrada para verlo dentro del estadio, donde el club había colocado pantallas gigantes y megafonía a juego, resultaba complicado rayano en lo utópico. Prioridad socios, familiares de, amigos de, enchufados de, y algún que otro politicastro, chupóptero y abrazafarolas, que diría José María García. ¡Ojo al dato!

Habría una decena de ellos, quizás más. Tampoco era cuestión de ponerse a contar camisetas blancas. La mayoría vestía la remera actual, bordeada con franjitas doradas y  nombres a la espalda como Kroos, Bellingham, Vini Junior, y algún nostálgico CR7. Hubo un pequeño silencio, cuando un tipo fondón cuya barba ya luce canas, asomó tras la escalera vistiendo una camiseta cuya promoción publicitaria, en su día, se tiraba ladrillazos con Nokia. Ya, quizás, en el limbo de los móviles.

−¡Hala Madrid! – dije, a modo de saludo guerrero.

−¡Hala Madrid! −respondieron unos.

−¡A por ellos! – otros dijeron.

−¡Hay que darles caña! −añadió el más veterano.

−¡Sííuuu! – gritó el nostálgico.

Sus miradas evaluaban mi pinta, supongo que no esperaban que aquel saco de patatas que dormitaba sobre una de las literas fuera un madridista en busca de revivir alegrías pasadas.

−Esta camiseta es mayor que la mayoría de vosotros −les dije, para agitar un poco más el granizado, señalando con orgullo el escudo.

−¡Bro, esa es la de Zidane! −dijo uno, ojos cual huevos cocidos, valorando la idea de arrodillarse, los brazos extendidos, palmas hacia abajo, y hundir el rostro al suelo en señal de respeto.

Decían venir desde Barcelona, y no pude evitar solidarizarme con ellos. Sé lo que se siente cuando apoyas a tu equipo en territorio comanche. Ante su incredulidad, a pesar de las canas en mi barba, les enumeré el curriculum vitae, que siempre impresiona. Como si mi sola presencia en aquellas ciudades hubiera llevado al equipo a llevarse la orejona, como si mi presencia en aquellos estadios habría sido merecedora de masaje posterior, gemelos bañados en hielo, y transferencia millonaria a mi cuenta corriente.

 ¿No sois la generación del postureo? pues toma postureo, ahora le pones un lazo y sacas un selfi, me dije: París 2000 (la Octava Copa de Europa, en el graderío), Glasgow 2002 (la Novena, dentro del Estadio), Lisboa 2014 (la Décima, en la capital portuguesa), luego Valladolid, y ahora Madrid, en la distancia, pero con el alma unida al césped a través de ilusión, pantalla y un hilito invisible.

Al final, tras un jacuzzi de forofismo relajado, los cánticos, el calor, los puestos ambulantes, la policía, más cánticos, cerveza, selfis y ánimos repartidos, me alejé de la zona en busca de un bar con buena pantalla, más cerveza y ambiente amigable.

Luego vino el gol de cabeza de un tipo más bajo que yo, Carvajal, serio cual legionario concentrado, que inspirado por el mismísimo Carlos Alonso “Santillana” logró abrir la portezuela y superar la primera mitad de un Madrid espeso, apático, que pensó que los goles venían con el contrato, que bastaría con señalar el escudo y decir al oído de los alemanes: “Oiga usted, Herr,  que somos el Real Madrid”. Y el jovenzuelo Vinicius cerró el marcador (ahora falta la boca) rompiendo así la barrera del sonido, en torno a mí, de los besos, abrazos y vídeos con móviles de manzanita mordisqueada y salario mensual. Toni Kroos se despidió del futbol, el hombre de hielo, entre lágrimas y rodeado de sus pequeñuelos: campeón y señor. Siempre le quedará el cine como salida: secuela de Rocky IV, cual hermano vengador del ruso Iván Drago.

La Decimoquinta partirá de Wembley.

La niña bonita viene a casa.

Let´s get the Sweet Sixteen!

      



                                                        

 

                                    

                                               










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