Hay veces cuando la fortuna sonríe, aunque sea de medio
lado. El destino me recompensa, quizás, para equilibrar el desfase sufrido en
Bruselas, con el cambio de hotel a última hora, con la nueva ubicación allá
donde Perico perdió los palotes y no fue a buscarlos, de puro lejos. En esta
ocasión, sin tan siquiera buscarlo, la pantallita me decía que el hostal se encontraba
apenas trece minutos de paseo. Di gracias al Cielo porque la mochila, aun
mediana, pesaba como si en lugar de camisetas, gayumbos, libro y chancletas,
llevara una colección de rocas.
No pesan los años, pesan los kilos… decía aquella señora,
embutida en chándal, desde el viejo televisor, mientras uno merendaba Colacao y
magdalenas sin saber de qué hablaba. Sí pesan los años y más si añades una
mochila llena de piedras. A cada segundo, minuto, hora de aquel viaje añoré mi
maletita azul celeste con sus ruedecitas y su asita y su tracatrá sobre
los adoquines ¡Pero iba a un hostal por el amor de Dios! (To a hostel, for
fuck sake!, que dirían mis compadres Scottish); era un aventurero, un
nostálgico de los años perdidos, un Indiana Jones venido a menos; un jovenzuelo,
de nuevo, cubriendo la primera etapa de aquella vuelta al mundo que jamás
realicé. Tan sólo en sueños, sueños neozelandeses. No puedes aparecer en un
hostal arrastrando una maleta de ruedas. Maleta rodante y hostal no deben ir en
la misma frase. Son portavoces de la incompatibilidad. Litera y valija con
ruedines chocan y se repelen al instante, como dos polos cariñosos, de carga idéntica.
La chica me recibe con ritmo caribeño, a juego con el sol
que entra de lleno a través de la cristalera, cuyos rayos más atrevidos lamen el
suelo de la entrada. Su acento exótico hace agradable la espera. Unos ojos
negros y húmedos se desvían, a ratos, de la pantalla del ordenador, buscando
los míos. Para comprobar que la sigo, que los calores todavía no montaron una
barbacoa con mi cerebro. Su cabello ensortijado emana aroma a coco, sal y arena.
Reserva, deneí, sonrisa, wifi, garabato, sígame.
Nos dirigimos a la habitación número ocho, ella delante hace
de guía silenciosa, un poco contradictorio con el carácter cálido que uno
espera. Número ocho, pienso, y saltan a mi mente varios nombres vestidos
de blanco, saltan al césped con el pie derecho, al tiempo que se santiguan,
besan la medallita que cuelga del cuello, o señalan al cielo: Ángel, Michel, Mijatovic,
Toni Kroos. No está mal.
Se detiene en seco, la muchacha, como si escuchara mi
pensamiento. Murmura algo que tan sólo su bronceado cuello puede oír. Sin
añadir nada, gira sobre sí misma y una vaharada a pulpa del trópico y océano me
embriaga cual brisa marina bajo palmera. Con sosiego dominical, dirige sus pies
enchancletados a la habitación número siete. Ahora sí bisbisea una disculpa.
“Esta es la suya”, añade. Mi cerebro, a lo suyo, continúa explorando el saber
numerológico y sus misterios. Remueve el saco oscuro del universo, buscando la
complicidad de los números, de los astros, la magia, enviando un guasap al
hacedor de la buena suerte que incluso los grandes campeones necesitan. Número
siete, illa, illa, illa, Juanito maravilla; el Buitre y su eterno caracoleo en
área contraria; número siete, Raúl Madrid; número siete, síííuuuuu,
Cristiano Ronaldo. Número siete. Tampoco está mal, sonrío.
Escucho, como un murmullo de fondo, explicaciones sobre
horarios, taquillas y llaves.
Atascada en estado cabalístico, mi sesera busca números
capicúas, dígitos raros, números primos o hermanos, sumas o restas sospechosas,
un sesenta y nueve casto y futbolero, algo que indique buen presagio, que el pelmazo
de Murphy, la tostada, y su ley endiablada no aparecerán el sábado cerca del Santiago
Bernabéu y, por ende, cerca de Wembley, unidos ambos estadios, bajo el manto de
luna y estrellas, por un cordón invisible y pantallas gigantescas.
¡Chas! La lucecita
prende: Ocho (anterior) más siete (presente) igual a quince.
Quince, la niña bonita.
Quince años tiene mi amor.
Quince, la decimoquinta Copa de Europa.
Los números van sobre ruedas. Los números no entienden de mochilas.
Agradezco, por segunda o cuarta vez. Ahora a la Diosa
Cibeles, cuando la chica señala la cama inferior. Miro la escalerilla que trepa
al cielo de la cama de arriba y me río en su cara. No tendrás la oportunidad de
romperme la crisma, le digo. Pero noto que ni se inmuta; de hecho, sus peldaños
parecen devolverme la carcajada, como si un secreto callaran.
“El servicio está en la planta de abajo, compartido”. Dice
la chavala, señalando una escalera empinada, de moqueta vieja y gris, con
surcos y heridas. Una moqueta sucia y traicionera, la cual no dudará en liar su
piel deshilachada con la suela de mi chancla, cuando en plena madrugada,
somnoliento, llena la vejiga, baje a oscuras, haciéndome rodar hasta abajo.
Un complot de peldaños contra mi persona.
Pienso todo esto, con una clarividencia que asusta y, como
nunca tuve la droga como usos y costumbres, comprendo el mensaje: necesito
tomar una caña lo antes posible, para repeler el ataque impío que el sol
madrileño acometió sobre mi cabeza.
Sin volverme loco, tras dejar la mochila dentro de la taquilla (cabe justo, la maleta no hubiera entrado), me aseo y cambio de camiseta (todavía no reúno valor suficiente para explorar territorio apache… esas duchas solitarias, gemelas, desangeladas, que observé en uno de los pasillos, con su puerta arrugada, corredera, traslúcida. Duchas carcelarias, pienso, supongo, imagino).
Piso la calle y, esto es lo bueno de Madrid, visualizo bares
con facilidad. Con sus cartelitos
obsoletos y descoloridos en la fachada, Fanta, Coca-Cola, Mahou, San Miguel. Camino
unos metros por la acera en sombra, siempre sombra. Y, sin pensarlo demasiado,
entro en aquella tasca del año catapún. “Castizo”, buscada en la enciclopedia,
muestra junto a la entrada dicha cantina fotografiada. Barra de zinc, paredes
llenas de fotografías en blanco y negro, de actores, folclóricas y toreros; carteles
de corridas de toros de hace mil y un años, cocina al fondo expandiendo olor a
tocino frito; encurtidos en lata gigantesca, tapas medio protegidas por un
cristal insuficiente, un tarro de cristal repleto de huevos duros sumergidos, alguna
que otra mosca con vocación de Dora la Exploradora, camarero salido de una
película de Berlanga, palillo en boca incluido.
Borbotones de solera.
Arrinconada, junto al techo, moderna televisión plana e incongruente
que grita, casi muda, noticias en exclusivo directo: la bocaza del político de
turno, mentiras, sonrisas, promesas y elecciones; guerra de Ucrania, ¡más
madera, más misiles!; aniversarios de muros caídos, nuevas fronteras; pateras
vía gepese, salto de la valla con intercambio de pedradas, bocatas y
porrazos; narcoasesinos, zodiacs, y guardiaciviles abandonados; inhumanidad en
Gaza, miradas para otro lado; terrorismo etarra escondido tras el silencio, mierda
bajo la alfombra, borrón −tachón en rojo− y cuenta nueva, dicen, orgullosos,
los de siempre; asesinato de mujer e hijos, prisión permanente revisable;
grupúsculo de iluminados, brazo en alto y nostálgica bandera; hambruna,
negritos de vientre hinchado y moscas robando su mirada; conectamos con
nuestro corresponsal en Washington: ¿Trump o Biden? Ladies and gentlemen.
¿Demente o senil? Damas y caballeros. ¿Quién será el próximo hombre más
poderoso del Planeta?... Damos paso a los Deportes: mañana, sábado, Real Madrid
y Dortmund se enfrentarán en el Estadio de Wembley para disputar la final de la
Champions…
El fútbol, pildorita mágica para mitigar pesadillas y
conciliar el sueño. La frivolidad del directo inmediato. ¡Hay prisa, llega la
publicidad, viene el dinero!
Madriz, la capital de la caña.
Conozco uno, dos, cuatro docenas de camareros que bien
harían en bajarse a los Madriles y presentarse a algún seminario, “Tirado
de caña nivel profesional: temario, con ilustraciones, impreso, y clases
prácticas”.
Ancelotti sonríe zorruno en el monitor. Es un partido
difícil, dice, el Dortmund es rival complicado, alemanes, pico, mazo y pala,
una apisonadora Hamm en busca de asfalto fresco; máximo respeto, peligroso
confiarse. Pero somos el Real Madrid, algo sabemos de esto. Quizás no fueron
sus palabras exactas, lo sé, pero con el volumen rozando el silencio así las
intuí.
“Doble”, llaman por estos lares a la caña tamaño normal.
Digamos que, su “caña” es mero aperitivo en el norte, un “corto”, “zurito”, “penalti”.
Di cuenta de aquella doble, fría, espuma corpórea, blanca merengue, y perfecta,
que de inmediato llamó a su melliza. La primera para derrotar la calorina, para
saborear Madrid la gemela.
Nunca conoceré la totalidad de Madrid. Jamás. Al menos de
día, en etapa estival. Tan sólo la mitad. La mitad sombreada, la persigo calle
tras calle, semáforos, acera tras acera, pasos de cebra, sombra que llama
sombra; cuando me encuentro acorralado, sol, sol, más sol, me armo de valor y
acelero el paso, mojo pelo, cara, nuca, brazos con el agua del botellín que
llevo a mano, agua que fue fría hace un par de segundos, agua templada, agua de
sauna.
Sombra, por fin.
Sombra, cantina.
Sombra, caña y tapa.
Calle, motos, coches, sirenas, gente apresurada.
Cielo azul cielo.
Sol y sombra, asfalto, luz que ciega, edificios señoriales y
torres inclinadas.
Cielo inmenso… Madrid eterno.
Esa foto es desde el círculo de bellas artes :-))
ResponderEliminarMis amigas ucranianas recuerdan siempre cuando van a Madrid mi consejo sobre la sombra y el calor seco (muy triste lo de que le recuerden a uno por eso pero no estamos en condiciones que quejarnos).
Ahora sí: estoy puesto al día :-))
Abrazote.
Es una foto tomada de internet (legalmente, gratis).
EliminarEs un calor diferente, peculiar. No sudas mucho pero te aplatana.
Se acuerdan de ti, eso es lo que importa, la sombra es una excusa hombre, jaja.
Gracias.
Un abrazo
(Yo voy a la inversa, de adelante atrás, buscando tus comentarios).