Luego de sobrevivir a la primera noche en el hostal,
escalera asesina incluida, me levanté temprano, mientras los otros cinco
compañeros ponían descanso a una madrugada de juerga, ligoteo y alcohol.
Bendita juventud, me dije una vez más.
Por cosas del destino, mi visita futbolera coincidió con la
Feria del Libro en la capital del Imperio. No todo va a ser cañas, fútbol y
tapas. Así que, tras dar cuenta de unos churros, con café (cumplí la promesa y
rechacé el chocolate), salté a las calles todavía frescas. El sol se escondía
tras una neblina de timidez, quizás reuniendo fuerzas para achicharrarnos
luego.
Miraba y miraba el plano y lo volvía a mirar. Como si
aquellas callejuelas, números y letras pertenecieran a una cultura milenaria
largo tiempo extinguida. Vamos, que no acababa de orientarme. Lo que en Madrid
parece aquí al ladito, asomado a uno de los pocos mapas en papel que
sobreviven, después la realidad te da con toda la mano abierta. El Retiro
estaba allá en el quinto pino, rozando con el sexto. ¿Y para qué está el metro?
Dije en voz alta, detenido en mitad de la acera y abriendo mucho los brazos. Nadie
me miró. Absolutamente nadie. Allí estaba yo, cual Paco Martínez Soria, en
lugar de maleta de cartón, bandolera de un gris perla de lo más moderno.
El metro me gusta. Mi escasa experiencia deja un poso
agradable en la memoria. Un artilugio mágico que devora largas distancias en
superficie como si se desplazara por una dimensión paralela, el subsuelo.
Recuerdo aquella primera vez, en Londres, esa muchacha
risueña de extraño acento, que la vida luego me enseñó era acento kiwi. Acento neozelandés. Su paciencia, el
tiempo brindado a un extraño con cara de apuro, me indicó cada línea, cada
color, cada mirada al andén, al cartelito, para fijarme cual era el destino del
convoy que se acercaba. ¡Ojo! me decía, chequea eso bien o acabarás festejando,
perdido, en un barullo de líneas de colores. Y una cascada fresca, en forma de
risa, acompañaba su propia broma. Yo la miraba agradecido, al tiempo que algo
acongojado, y un tanto enamorado, todo ojos y oídos, temeroso de acabar
daltónico sin distinguir la línea roja de la verde, la marrón con la granate.
Extraviado en alguna de aquellas paradas con nombre inglés.
Glasgow se queja. Eh, tú, traidor, dice. Ofreciendo su
recuerdo en bandeja de plata. Un metro de juguete, de película local con bajo
presupuesto. Tren estrecho y naranja que, orgulloso, recorre la única línea que
rodea la ciudad. Tren con forma de torpedo. Un vagón, un billete que aún
conservo (Glasgow Subway, 07/sep/2014), una mano junto a la mía,
una cabecita sobre mi hombro. Aquel tique me recuerda que todo acaba, que ellas
desaparecen…que soy mortal (como el esclavo al emperador romano tras una
batalla victoriosa, memento mori). Lo que pudo haber sido y acabó no
siendo. El amor, la vida, las tarjetitas romanticonas, la sobredosis de
emoticonos, el cuentecito que nos venden cual humo desde críos.
Los hombres, y supongo un porcentaje de mujeres, sentimos
esa atracción por los trenes, rayana en la locura, como si tuviéramos algo del
maniático, a la par que entrañable, Sheldon Cooper. Recuerdo aquellos largos
viajes destino Barcelona −cuando el cuento todavía mostraba hadas, duendes y
pajaritos cantarines− libro a estrenar, bocata en papel de plata, película con
auriculares, lata de birra helada a precio de champán francés en el vagón
cafetería. Disfrutaba ver atardecer, tonos rojizos y violetas, sobre el
desierto de los Monegros, mientras bebía sorbos de aquella cerveza fría,
buscando en cada reflejo el trocito de esperanza que cada vez era más pequeño.
Hechizos de ruedas.
Una de las primeras memorias de infancia, el contemplar a
través de la ventana, cristal con vaho, la carita apoyada, hechizado, los
tractores que suben la cuesta del Porrón. Rojos, amarillos, verdes. Aquellas
ruedas enormes, chimeneas de latón verticales echando humo negro, mientras
arrastraban remolques cuya carga en forma de uva −negra, moscatel, mixta−
rebosaba las cartolas. Embobado miraba aquellas máquinas de vivo color, cuyas
ruedas dejaban surcos sobre el asfalto mojado, que se desvanecían poco a poco…
hasta que la voz de mi madre llamaba para la merienda.
También recuerdo las salidas de la escuela, acompañado por
uno o dos amigos, caminando al borde de la carretera que atravesaba el pueblo, con
esos andares torpones, intercalando carreritas y bromas, de niños en libertad,
tras una dura jornada en sus oficinas de mentirijillas. Recuerdo aquellos
gigantescos camiones volquete amarillos, naranjas, cargados con rocas y tierra,
camino de la Autopista que iba surgiendo de la nada. Nuestros saludos llenos de
entusiasmo a los diferentes conductores y, alborozados, gritábamos cuando
alguno de ellos, a modo de respuesta, tocaba la bocina, cual voz atronadora
surgida de la garganta de aquellos monstruos con ruedas.
Rueda tras rueda, tras rueda, el Santo se me va por la autopista
hacia el cielo (gran serie que mi madre adoraba, por cierto).
Próxima parada, El Retiro, dice la voz enlatada.
Un pequeño milagro, en forma de árboles, sendas y pájaros
hace que olvides estar en pleno Madrid. El recorrer sus caminitos de arenilla,
bajo el cielo inmenso y azul recién pintado, aleja asfalto, calores, semáforos,
estrés y torres.
Sobraba tiempo, y tras caminar un rato doy de bruces con una
exposición. Mira que bien, pensé (ingenuo de mí). Yo, incapaz de disparar a
cualquier ente que respire (incluso a través de un piquito), mataré dos pájaros
de un tiro. Museo y libros, libros y museo.
Palacio de Velázquez, grita, orgulloso, el letrero sobre la
fachada.
Agradecí la gratuidad de la visita. La agradecí al entrar, y
casi lloro de la emoción, repitiéndola, a golpe de pecho, cuando salí de allá a
los cinco minutos. ¡Gracias, Dios mío!; gracias, por no haber tenido que pagar
un euro por… esto.
Pueden ustedes llamarme paleto, pero aquello… aquello no
tenía nombre. Soy capaz de permanecer horas visitando el Museo Militar de
Tenerife, la exposición madrileña por el segundo centenario del Levantamiento
del Dos de Mayo, la casa museo de Kafka en Praga,
o de Saramago en Lisboa, hasta salir exhausto con temblores y mareos por
sobredosis stendhaliana… pero esto…
En cada espacio, un homenaje a lo abstracto, a la belleza
desangelada: unas doscientas cincuenta canicas de las gordas, gordas, una
seguida de la otra, haciendo un “dibujo” sobre el suelo (estaban simplemente
puestas en fila, al tuntún); una sábana blanca, amarilleando debido a la lejía,
arrugada así como quien no quiere la cosa, envolviendo un… cuerno recto
retorcido, un cuerno de unicornio, que vaya usted a saber de dónde lo sacaron;
en la siguiente, una bola de piedra, enorme, no del todo lisa, rugosa cual desgastada
(seguro que la usaron en otro museo), que podría ser el pedrusco utilizado en
lo de Indiana Jones; cubos, triángulos flotantes, cilindros aquí en medio o un
poco más allá; laberintos para que jueguen los niños de alguna aldea de
pitufos… y así todo.
Vigilantes aburridos tratan de contener la risa y el
bostezo. Niños corretean tras niñas en un silencio quebrado por el clac,
clac, clac de sus pisadas. Japoneses, cámara en ristre, dan fe de todo
aquello.
Después de cinco minutos, con la empleada de la entrada:
−Disculpe… yo… en realidad… yo busco la Feria del Libro.
−… (Claro, claro) – pienso que piensa.
Me mira, tratando de ocultar la carcajada tras una bella
sonrisa. Seguro que habrá ganado una apuesta con la compañera: “éste no dura
diez minutos ahí dentro”.
Me indica la dirección, no tiene pérdida, se va a dar de
morros con ella, añade castiza.
Y así es.
Casetas, casetas y casetas. Millares de personas, en un
sentido y en otro. Yo, fiel a mis creencias, camino por el lado sombrío. Es un
avance dificultoso, toda aquella gente se ha debido de liar, porque van todos
contra mí. Luego caigo en la cuenta de que soy yo quien va contracorriente, por
aquello de esquivar el sol, recorro aquel circuito de puestos, como salmón que
salta de rápido en rápido subiendo por el río.
Más de trescientos tenderetes literarios. Miles y miles y
miles de libros. Escritores de todo pelaje, raza y condición que firman entre
sonrisas, selfis y ojeras. No busco nada en concreto, me limito a curiosear
aquí y allá. No puedo evitar reconocer a alguno de ellos. Entonces veo una
inmensa fila, kilométrica, bajo el sol madrileño, chicas sentadas en el suelo
sobre sus finos vestidos veraniegos, chicos bebiendo refrescos mientras hojean
la novela recién adquirida, señoras con un pie en la jubilación erguidas cual legionarias,
hombres con pinta de oficinistas, farmacéuticos, grueros e incluso maestros de
primaria. Todos con un ejemplar en la mano para ser firmado. Y no, no se trata
de mi adorado Pérez-Reverte (supongo que él multiplicará esta fila por mil), es
un tipo llamado Javier Castillo, que ha encontrado la fórmula mágica, la
fórmula de petarlo en la actualidad. Confieso haber leído sus dos primeras
obras, ambas mencionaban la Pérdida, una de la cordura, otra del amor, como si
fueran cosas diferentes. Algo en su estilo me chirrió, desde el máximo respeto,
alejándome de la tercera. ¿Alguna otra Pérdida? ¿De la fe?
Allí estaba el sujeto, listo para el circo de este siglo, no
eres nadie si escribes un libro y no sabes venderlo; trajeado de Primera
Comunión 3.0 (chaqueta ajustada, pata de pantalón breve, deportivas blancas, tobillo desnudo)
sonrisa alquilada por horas, rotulador en mano, echando garabatos y sufriendo
selfis de admiradores ojipláticos y nerviosos, como si no hubiera un mañana.
Estoico, gotas de sudor, encaraba el próximo, sin amago de escapar, como si una
enorme bola de hierro al extremo de una cadena sujetara su tobillo desabrigado,
la mesa rebosante de ejemplares de su enésima novela, su cerebro creando ya la
próxima: “El día que se perdió… la sensatez”.
Nunca sentí menos envidia por un escritor que aquella
soleada mañana en el Parque del Retiro de Madrid.
Unos pasos más allá, la fortuna recompensó mi rastreo, en
forma de sendos ejemplares de un genio. Un genio, canario, que nos dejó
demasiado temprano. Un tipo que escribía novela negra sin artificios, ni
postureos, ni mensajes por tuiter. Novela negra de verdad. No lo imagino
vestido de novio moderno haciéndose selfis con adolescentes excitadas.
Me sabe mal «quedarme» solo con dos detalles entre todo lo que has contado, pero no puedo evitarlo.
ResponderEliminarMe encantaba Autopista hacia el cielo, lo veía con mi madre.
Lo de «pata de pantalón breve» me ha alegrado el día. Ya ves qué poco necesito para ser feliz XD
Besos.
Quédate con lo que quieras. Todos tenemos nuestros detalles favoritos. Me alegro poder aportar ese granito de felicidad. Gracias por leer y comentar.
EliminarUn abrazo