Hubo más escapadas a Londres. Más
aventuras y desventuras. Buena gente por el camino y otra no tan saludable.
Mas poco a poco el oro se fue
acabando. Los escasos ahorros, que poseía en mi cuenta de España, mermaban a
pasos agigantados. Los reservaba exclusivamente para mi carrera en la U.N.E.D.,
de ahí que nunca los hubiera usado para otros fines, a pesar de las miserias
pasadas al principio de mi estancia en Edimburgo. Entre vuelos, hostales,
libros –editados por la Universidad− y las m-atraco-las
pagadas por cada asignatura, incrementando su importe a casi el doble si la escogías
por segunda o tercera vez (sólo les faltaba tener a alguien en
recepción, pistola en mano y máscara del presidente Lincoln sobre el rostro),
el dinero se fue evaporando. Tuve que aparcar la carrera. Ahí, en un espacio
libre, en la esquina del fondo a la derecha, del garaje de la vida. Ahí quedó,
tras casi tres cursos completados, acumulando polvo sobre su vieja carrocería.
Con los cristales sucios y los neumáticos desinflados.
Los recuerdos de aquellos viajes
se me amontonan. No logro diferenciar fechas, evaluaciones y convocatorias. Me
veo a mi mismo medio extraviado en el metro londinense. Plano en mano. Todas
aquellas líneas de colores, números y letras. Paradas, transbordos, línea
circular. Menudo jaleo. Una chica se acerca. Es joven, atractiva sin llegar a
ser hermosa. Ojos azules brillantes y blanca sonrisa: “You got lost?” me pregunta, con la familiaridad del extraño. Le
comento que estoy un poco desubicado. Que tanta línea de colorines en aquel
plano, que sostengo en mis manos, me ha mareado ligeramente. Su sonrisa se
agranda y comienza a explicar el funcionamiento de las dichosas rayitas de
colores. Las paradas, los transbordos, la línea circular (sentido hacia A,
frente a sentido hacia B). Los cartelitos electrónicos, los minutos que faltan
para cada tren, los andenes. Habla con un inglés perfecto (claro Jorge, es su
idioma, pienso). Pero no me refiero a eso. Su dicción, su pronunciación. Es una
bendición para mis oídos todavía novatos (aunque llevase un año en el Reino
Unido). Tenía un ligero acento. Diferente. Encantador. Luego –con los años−
aprendí que procedía del otro lado del mundo: de Nueva Zelanda. Lo averigüé
cuando conocí a Erika, una chica neozelandesa de nombre vikingo que destrozó mi
corazón a base de sonrisas y caricias. Pero eso sucedería años más tarde.
En otra ocasión, tras un exitoso
examen de Biología (notable alto aparecería en la nota para mi grata sorpresa),
comencé a hablar con una de las secretarias del colegio español donde realizaba
las pruebas. Imagino que la euforia post-test me dio alas para conversar con
aquella desconocida. Se llamaba Ana. Gallega y muy simpática. Y entre una cosa
y otra, sin saber muy bien cómo, acabé en su casa. Me preparó un potaje gallego
que quitaba el aliento. Y una especie de torrijas que con sólo mirarlas me hacían
salivar, como al perro de Paulov. Aquella chica cocinaba como una madre. Me
contó que estaba casada con un tipo con maletín de cuero. Con mucho dinero y
poco tiempo. Viajante y viajero incansable. Ordenador portátil y agenda
electrónica. Lo explicaba con cariño y cansancio. Con resignación de fiel
esposa enamorada, con vocación de princesa encantada. El teléfono sonó de
repente, era su marido. Como si nos hubiera escuchado desde un universo
paralelo. Ella contestó. Todo risas y complicidades. A él no le podía escuchar,
pero lo imaginé susurrándole piropos y chascarrillos. Ella le explicaba con
naturalidad pasmosa que estaba compartiendo mesa con un extraño, al que acaba
de conocer hace una hora. Más risas. Y aquel acento cantarín, tan dócil y
entrañable: “Noo, todavía no me comióó”. Nunca
supe si se refería a las torrijas o a otro tipo de postre.
En otro de mis viajes al big smoke inglés reservé habitación para
dos noches. Poco a poco iba aprendiendo a planificarme mejor. Todavía en la
memoria aquella primera noche helado de frío y callejeando en busca de
alojamiento. Lo hice a través de internet. Encontré un bed and breakfast con precios razonables y sugestivas fotografías.
Era una zona algo desangelada.
Lejos del centro. Un barrio donde observé gran número de vestimentas árabes. Algunas
mujeres con pañuelos cubriéndoles el cabello. Otras tapadas totalmente, de pies
a cabeza, salvo una pequeña apertura a la altura de los ojos. Otras observé
igualmente cubiertas pero con una especie de rejilla de tela cubriéndoles
también el rostro. Éstas últimas me producían cierto resquemor. Casi un miedo
resurgido de la lejana infancia. Por aquel entonces no conocía la denominación
exacta de tales ropajes: hijáb, niqab y burka.
Volvía de hacer un examen de Psicometría
–mi auténtico talón de Aquiles− triste y cabizbajo. Sabedor de que no
aprobaría, que tendría que matricularme por segunda vez y pagar un pastón el
curso que viene. Decidí calentar el cuerpo y el ánimo con un buen cappuccino (recién descubiertos por mí, me había aficionado a ellos con la entrega del alumno aplicado).
Entré en el primer bar con
aspecto de cafetería que vi. Era un local de la cadena Starbucks, donde sirven un brebaje de color sucio al que llaman
café. Pero les podría jurar que ese líquido es cualquier cosa menos café. De
todas maneras un cappuccino es como
un gran vaso de leche caliente y espumosa al que añaden unas gotas de dicho
brebaje negruzco. En aquellos tiempos los adoraba, hoy en día los detesto. Nunca me gustó la leche sola caliente. Disculpen, me voy por las ramas. Pedí mi
batido de leche caliente con polvitos de canela y elegí una mesa en una esquina
discreta. Saqué el libro que siempre llevo en la mochila (uno diferente cada
vez, no vayan a creer que acarreo siempre el mismo) y me dispuse a bucear en
otro mundo, vivir otras vidas, amar y odiar con la seguridad del subalterno
desde la barrera.
Ya había notado algo extraño
según entré en el bar. Procuré no mostrar la sorpresa que me produjo ver que
toda la clientela era árabe. Todo eran ropajes largos, barbas pobladas y pieles
oscuras. Incluso varios de los camareros tenían ese aspecto. Vencida la primera
impresión, como dije pedí mi café y me senté.
De vez en cuando levantaba la
vista del libro. Me gusta observar a la gente. El libro es una especie de
parapeto que me permite hacerlo sin llamar demasiado la atención.
Entonces dos luceros me
deslumbraron.
A un par de mesas de distancia
había un grupito de chicas. Eran jóvenes. Musulmanas, o al menos eso indicaba
su vestimenta. Algunas sólo vestían el pañuelo en el pelo (hijáb) y otras llevaban el niqab.
Los ojos que me cegaron provenían de uno de estos últimos. Eran unos ojazos del
color de la coca-cola, brillantes y ligeramente almendrados. Ojos que mostraban
la tierna sonrisa que el velo ocultaba. Ojos que llamaban desde la distancia.
Faros que hubieran hecho naufragar al marino más osado, en lugar de llevarlo a buen
puerto. Me quedé ensimismado.
Desde mi atalaya observaba la
situación. Otro grupo de chicos jóvenes se situaba en una mesa cercana a la de
las chicas. Eran adolescentes. También musulmanes. Reían y se daban palmadas y
abrazos entre ellos. Cruzaban miradas con las muchachas. Éstas a su vez se
susurraban entre ellas secretos y consignas. Puro cortejo adolescente. Pero a
la vieja usanza.
Los luceros me deslumbraron de nuevo.
Eran como un imán. Miraba
aquellos ojos y sentía una paz infinita. En un par de ocasiones la chica, al
sentirse observada, cruzó fugazmente son ojos sonrientes con mi forastera
mirada. Apenas un segundo. Retornando rápidamente a su entorno de seguridad.
De repente, yo también noté algo raro. Lo sentí con los ojos del interior. Aquellos que te avisan de
presencias que todavía no llegaste a vislumbrar. Giré la cabeza hacia la mesa
de los chavales. Uno de ellos estaba clavándome la mirada. Una mirada hostil.
Una mirada enemiga. Entonces hizo un gesto que me produjo un desasosiego físico
y mental: se llevó el largo dedo índice bajo la oreja izquierda, lo fue deslizando
poco a poco a lo largo de todo su cuello, hasta situarlo bajo su oreja derecha…
sin dejar de mirarme ni un instante.
Inmediatamente bajé la mirada y seguí
leyendo. Inútil intento pues sólo veía aquella mirada de odio y aquel largo dedo.
Me acabé de prisa y corriendo el café y salí de aquel lugar.
“Mi reino por un caballo”, dicen que exclamó en su día el rey inglés Ricardo
III. Yo en aquel momento hubiera dado mi reino por una espada. La espada de Santiago
Matamoros, para mostrarle al infiel ese por dónde se podía meter el puto dedo.
Hola :)
ResponderEliminarCuando he visto que tenías una nueva entrada se me ha venido a la cabeza una frase que a veces utilizas, principalmente con féminas, con la que me rio un montón. Espero que me perdones por copiarla y plagiarte de mala manera ;)
Carne fresca jeje carne frescaaaa ssshhehehss
Saludos y hasta la próxima (espero que muy pronto : D)
Myriam
Jaja, imagino que te refieres en el foro (ahí soy algo más bruto y dejo salir al Mr Hyde que llevo dentro) pues no recuerdo haberla utilizado en el blog.
EliminarUn saludo :-)
Lo diré siempre, una mirada ... hace mucho ;)
ResponderEliminarHay miradas que matan y otras por las que te dejarías matar (o casi).
Eliminar;-)
jajaja!!! Si en el fondo eres un rompecorazones!!
ResponderEliminar¿Yoo? I don´t think so :-)
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