En ocasiones has de revestir tu
alma con una coraza de titanio. En caso contrario podrías morir de pena.
Hacía frío aquella mañana de
enero. Un frío meticuloso y eficaz. Un frío que encontraba los pequeños huecos
entre tus ropas, para colarse y helarte los huesos. Acompañado de una lluvia
ladeada, débil pero insistente y el sempiterno viento edimburgués – acosador insaciable
de ingenuos turistas con paraguas de colores −.
Atravesaba North Bridge, camino
de uno de mis cafés favoritos. Pasé a su lado y no pude evitar girarme y
mirarle a los ojos. Su rostro inclinado hacia arriba, encontrando los míos.
Tenía una mirada limpia, azul, y al mismo tiempo nublada. Una mirada de vieja.
No tendría ni siquiera dieciocho años. Era una chica guapa, con la piel blanca,
translúcida, que dejaba entrever sus delicadas venas azules. Tenía el cabello
del color de la paja, sucio y algo enmarañado. Vestía un plumífero rojo y
ajado, con un rasgón en la manga derecha.
“Spare some change, please! Have a nice day!”
Era su cantinela, repetida hasta
la eternidad ante cada transeúnte que caminaba a su vera. Todos ellos con
prisas, con ganas de llegar a sus trabajos o a sus hogares, sin tiempo ni deseo
de detenerse. Sin tan siquiera mirar a ese bulto humano que murmuraba palabras
que el viento secuestraba. Era uno más de los numerosos homeless que cubren las aceras. O una más. ¿Qué más daba si era
chica o chico? ¿Qué importaba su edad? ¿A quién preocupaba si su teddy favorito quedó abandonado, sobre
su cama, en un pueblecito perdido de las Highlands?
Me acuclillé y dejé unas monedas
en su vaso de cartón – con el logotipo de Starbucks
(qué paradojas tiene esta vida tan perra) −. Apenas sonrió, pero aprecié un
brillo de agradecimiento en sus ojos.
“Thanks pal. God bless you”
¿Dios? ¿Qué Dios? Pensé mientras
me alejaba tratando de sorber lágrimas de rabia. Mientras yo −también− le daba
la espalda, en busca del calor de un café. A la búsqueda de cobijo contra la
maldita lluvia, el odioso viento. Al amparo de sonrisas de bonitas y agradables
camareras. A la seguridad de otros mundos, de otras vidas, que me
proporcionaría el libro que llevaba en mi pequeña mochila. Yo también la
ignoraba, por el precio de unas tristes monedas. Bastantes menos que las
treinta que recibió Judas Iscariote. Sólo me faltó darle un tierno y
traicionero beso.
Esa fue una de las poquísimas
veces que he dado dinero a un homeless.
Te llenas de excusas. De datos e información que lees o te cuentan: Tienen
ayudas oficiales; les dan pisos gratuitos; se lo gastan todo en alcohol y
drogas; son enfermos mentales y necesitan ayuda profesional; están ahí porque
quieren; rechazan la ayuda del gobierno; hacen turno de “oficina” y luego
regresan a su habitación pagada con nuestros impuestos. Etc. Etc.
Pero lo cierto es que no te paras
porque no soportas su mirada. Esas miradas limpias y, al mismo tiempo,
nubladas. Esas miradas que te echan en cara tu suerte. Esas miradas que
agradecen el detalle con un fugaz brillo, pero te recuerdan la oscuridad del
abismo. Esas miradas que no deseas contemplar. Las que prefieres olvidar. Lo
que no ves, no existe.
Años más tarde volví a pararme
con uno de ellos. Fue en el mismo sitio, en
North Bridge (favorito puente para los que deciden rendirse, abandonar el
maldito vaso de cartón, saltar a las vías del tren). Esta vez yo regresaba de
mi pub preferido. Camino de casa. Con dos o tres pintas en la bodega. Comiendo
la recién comprada pizza. Era una noche de verano. No hacía ni pizca de frío.
Yo había perdido a una amiga. No es que se muriera, simplemente la había
extraviado literalmente. Me sentía culpable y, en parte, responsable, pues era
una chica muy vulnerable. Su cuerpo caminaba entre nosotros, pero su mente a
veces volaba a otros mundos. A lugares donde ella se sentía segura. Pero esa es
otra Fargadita lejana todavía en el tiempo. Aún por venir. Les pido paciencia.
Al principio pasé de largo.
Ignoré su lastimera frase. Todos ellos la utilizan, como si apareciese en el
manual del homeless: “Any spare change, please?” Sin embargo,
me detuve a los pocos metros. Desanduve la distancia y le ofrecí lo que quedaba
de la pizza (algo menos de la mitad). Tan sólo pensé que si yo ayudaba (un
poco) a aquel pobre diablo, tal vez alguna buena persona ayudaría a mi
extraviada amiga. Ese fue mi ingenuo y utópico razonamiento.
Seguí mi camino, hacia el
autobús. Entonces escuché los primeros gritos. Iban dirigidos a mí. Eran
improperios en un tono de enojo e indignación. Me giré y contemplé a un tipo de
unos cuarenta años. Bien vestido. Algo bebido. “¿Que por qué le daba comida! ¿Que por qué le entregaba nada? Que eran
unos vagos que no querían trabajar. Que él pagaba sus impuestos para ayudarles.
Que no deberían estar ahí. Que tienen ayudas oficiales. Que tienen pisos
gratuitos…
Le encaré en la distancia y con
toda la mala leche que tenía acumulada le grité:
“ ¿Por qué?¡Porque me da la puta gana!” (en su idioma, evidentemente).
Y regresé al calor de mi hogar.
Al armario de mi habitación. A volver a vestirme la coraza de titanio.
¿Así, en español?
ResponderEliminarNo mujer, su equivalente en inglés.
EliminarA veces traduzco los diálogos con mis personajes, para que todo el mundo lo entienda.
Yo no sabría decirlo en inglés con la misma fuerza... Yo creo que hay mucha gente que tiene mala suerte en la vida por un cúmulo de circunstancias. Que como en todo, pues habrá excepciones, pero es verdad que a veces nos quejamos de vicio y somos unos afortunados
EliminarLo peor es que no somos lo más mínimamente conscientes de lo cerca que estamos de esas personas, de que podríamos ser tú o yo, no hace falta que pasen cosas tan alejadas de lo posible. Pero preferimos empatizar con otras personas... La psicología humana es así de caprichosa supongo.
ResponderEliminarPues sí M. basta una mala racha, un soplido algo más fuerte del viento del destino, un ligero cambio químico en tu cerebro... y te ves ahí sentado en una acera, con un plumífero rojo rasgado en la manga derecha.
EliminarLo que más jode es que te recriminen por darle comida!! que fuerte!
ResponderEliminarPues sí nanagut. A mí se me cae el alma a los pies -todavía- cuando me cruzo con ellos, sobre todo cuando es alguna chavala jovencita.
EliminarAquel tipo era un idiota borracho. Yo he visto a gente llevarles un BigMac, o café, una pizza entera o kebabs etc. Sobre todo en invierno. Ellos lo agradecen mucho claro.
Hace un par de años (cachis estoy adelantando una Fargadita) me quedé tirado en Edimburgo gracias a la querida compañía Easyjet y después a la nieve (cúmulo de despropósitos acumulados). Y estaba yo de muy malas pulgas (esto sólo me pasa a mí, que mala suerte tengo, no es justo bla bla. El típico lloriqueo), era Nochebuena, nevando a tope, un frío de órdago. Fui a comprar algo a un Tesco del centro (había quedado con unas españolas que conocí en el airport y se habían quedado tiradas también. Ibamos a hacer cena de nochebuena). Y en la puerta había un tipo sentado en la acera, con un edredón cubriéndole las piernas. Con la que estaba cayendo. Le di un par de libras (que te garantizo nunca me sobran). Se me cayó el alma al suelo, otra vez.
Y yo quejándome por perder un vuelo...
Gracias por comentar. Feliz 2013!
A veces nos pasan cosas que nos ponen en nuestro sitio, que nos aterrizan y nos hacen ver que, aún teniendo una vida favorecida, nos preocupamos por tonterías. Es como un grito que te manda el universo para decirte: "Idiota, de qué te quejas?"
ResponderEliminarPues sí. Así es. Lo malo que tendemos a olvidarlo continuamente y volvemos a la queja y al lloriqueo sin razón.
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