No se lo van a creer ustedes,
pero a pesar de toda la preparación y consultas en internet, me fui a Londres
sin reservar una habitación. Vi que en la zona de King´s Cross existían
multitud de hostales y bed and breakfasts,
así que no me tomé la molestia de hacer una reserva. Yo es que soy así de chulo
(es decir, así de desastre). Me eché la mochila pequeña a la espalda, libros,
mudas, un par de bocadillos y me lancé a la aventura.
Como no podía ser de otra manera,
llegué de noche. No era tan tarde, pero en el Reino Unido los horarios
funcionan algo diferente. Tras una larga jornada, avión, autobús al centro de
la ciudad, allí estaba yo, en mitad de una calle, pelado de frío, agotado y sin
tener la mínima idea de donde me encontraba. Todas las calles me parecían la
misma. Todos los nombres me sonaban igual. Me había bajado en la parada que me
recomendó el conductor, al cual apenas pude entenderle. ¿Por qué hablan tan
diferente el mismo idioma, unos y otros? Es una pregunta a la que nunca
encontré respuesta.
Hacía frío, todo era oscuridad.
No llovía pero la noche inglesa me escupía con desprecio. ¡Vuelve a Jockland! Parecía gritarme. Me acercaba
a las farolas y abría el mapa callejero. Un libro grueso que había comprado.
La letra minúscula, las callejitas de tamaño ridículo. No veía nada, a pesar de
la luz de las farolas y escaparates. Decidí guardar el recién estrenado atlas y
moverme por instinto. Siempre me fue fiel, mi instinto. Mucho más que la zorra
de la orientación.
Callejeando comencé a descubrir
hostales. Había varios en la misma calle. Pero a medida que iba acercándome,
descubrí que la mayoría estaban llenos. En algún otro que llamé ni me abrieron
la puerta. “Bien, Jorge. Cagándola como
siempre”. Me abronqué a mí mismo.
Sin darme cuenta me metí en una
callejuela estrecha, no parecía llevar a ningún sitio. Pero al fondo se
distinguía el neón de un bed and
breakfast. Crucé los dedos, dentro de los bolsillos de la cazadora y me
acerqué a la puerta. Llamé al timbre. Nada. Me asomé a la ventana sin cortinas.
Había una luz encendida al fondo de la estancia. Golpeé el cristal. Nada.
Insistí con largos timbrazos. Ni un alma. No me lo podía creer. Era como si
hubiera un complot contra mi persona. Me giré y seguí caminando. Hacia el
comienzo del callejón.
De repente lo vi.
Un tipo cruzaba
la calle y se dirigía hacia la acera donde yo estaba. Me miraba y hacía
señas. También hablaba, pero la distancia me robaba sus palabras. Venía directo
hacia mí. No distinguía todavía sus rasgos. Mediana estatura, sin abrigo, tez
oscura. Instintivamente saqué las manos de los bolsillos. El golpe de
adrenalina hizo el resto. Mano derecha en bolsillo del pantalón. Con rapidez.
Como si lo hubiera ensayado mil veces en lugar de haberlo leído en alguna
novela. Saqué las llaves y las encerré con mi puño derecho. La puntita de la
llave del piso asomando entre los dedos. Puño cerrado. Nudillos blanquecinos.
Brazos algo encorvados y separados del cuerpo. “Menos mal que me puse las botas militares” pensé viendo lo torcido
de la situación. Son el mejor complemento por si hay que dar una patada y salir
corriendo.
A medida que se acercaba, el
chaval incrementó la sonrisa. Tenía aspecto hindú, o paquistaní. En aquella
época todavía no los distinguía. Incluso actualmente me cuesta bastante
diferenciarlos. Inmediatamente notó mi tensión. Se paró a medio camino,
intuyendo que no era bienvenido en mi espacio personal. “Are you looking for a room, mate?” me preguntó, con acento extraño. Le
respondí afirmativamente, todavía con inquietud. Me hizo gestos inequívocos de
que le siguiera. Hacia la entrada de la calle. Si hubiera indicado hacia el
otro sentido, me hubiera negado. Le seguí a una distancia prudencial. Llave en
puño. Miraditas por encima del hombro. Nadie más tras mis pasos. Llegamos a una
puerta. Un hotel. Una entrada de apariencia lujosa. Hotel Carlton, decía el
cartel luminoso. Me dijo que preguntara adentro. Esto es muy caro para mí, le
insinué. Volvió a lucir aquella sonrisa. Era una sonrisa amigable, dientes
increíblemente blancos y perfectos. Comencé a relajarme. Incluso guardé las
llaves en el bolsillo. Mi vocecita interior me susurró que la situación de supuesto
peligro había pasado. Mis niveles de adrenalina volvieron a la normalidad.
El tipo llamó en mi lugar. Asomó
la cabeza y le hizo una seña a la chica que atendía recepción. A continuación
entré yo. “Good luck my friend”, dijo
el chico a modo de despedida, con su eterna sonrisa. La chica también me
sonreía. No entendía nada. Primero la noche inglesa me mostraba su desprecio,
escupiéndome esa ridícula llovizna, prima lejana de mi añorado chirimiri. Y
ahora todo se tornaba en cálidas sonrisas. Comencé a tratar de explicarle a la
bella inglesa mi situación de penuria económica. Pero me interrumpió
ofreciéndome un precio que no pude rechazar. Una habitación doble, con baño y
ducha, por menos de la mitad de su precio. El cansancio se juntó con la
suculenta oferta y acepté.
Abrí la puerta de la habitación y
no lo podía creer. Allí estaba yo, ante un cuarto de hotel de película, por el
cual había pagado un precio rozando lo ridículo. Una habitación espaciosa, con
una cama enorme, una mesa de trabajo grande, con su lámpara y todo. El baño era
amplio e impoluto. La ducha, tras una mampara de cristal, se veía de cabeza
ancha y potente. Toallas blancas inmaculadas, con el logotipo del hotel.
Jaboncitos y demás detalles me daban una bienvenida de aromas delicados.
Dejé caer la mochila, junto a la
cama. Las pesadas botas quedaron abandonadas como dos viejos cascarones hartos
de navegar. El resto de mis ropas sobre la silla, junto a la mesa. Dejadas de
cualquier manera, con el desprecio del agotamiento.
Anduve descalzo, y como mi madre me
trajo al mundo, hacia el cuarto de baño. Dispuesto a batir el record Guinness
de tiempo resistido bajo un chorro de agua hirviendo.
Esa noche dormí como un niño tras
un largo día en la feria -en las barracas, que dirían en mi pueblo-.
Hola,
ResponderEliminarLlegué a tu blog desde el foro de Spaniards. Después de mas de un año leyéndolo casi a diario me considero adicta al mismo, aunque apenas he escrito en un par de ocasiones, así que, tras leerme todas tus entradas ayer por la tarde de una sentada, me siento en la obligación de darte las GRACIAS. Me he reído y alguna lagrimita se me ha escapado también, me has emocionado y además me has dado mucho que pensar.
No esperes a tus memorias para escribir un libro...acaba este blog y escribe una novela...yo la compraría :)
Saludos y una vez mas....GRACIAS DE CORAZÓN.
Así da gusto oye. Muchas gracias Myriam. Novela no lo sé, pero a este paso tal vez llegue a publicar el libro-blog! jaja.
EliminarGracias por leerme y por tales palabras. Comentarios como el tuyo son los que me ayudan a seguir rascándome las neuronas y metiendo cucharadas en el tarro de la memoria.
Suertudo ;)
ResponderEliminarLa suerte del novato, me temo. :-)
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