Hay momentos en la vida en los
que uno ha de pegar un grito. Dar un puñetazo a la mesa. O como dicen en mi
pueblo: poner los cojones encima de la mesa.
El día a día en el gimnasio fue
cambiando. Porque todo evoluciona. Nada se mantiene. La energía ni se crea ni se destruye, se transforma, y todo eso. Es
ley de vida. Unos se van, llegan otros nuevos. John abandonó el barco muy
pronto (algo que nunca le perdoné y se lo eché en cara, en broma, en más de una ocasión). Pero no fue el único. Con
tanto movimiento la química del grupo se rompe. Descubres, de repente, que ya
no disfrutas como antaño. El trabajo cada día se parece más a un trabajo. Ya no
hay risas con las camareras, o las hay menos. Ya no existe esa complicidad con
la nueva chef. Y el segundo nuevo chef (entonces había dos) no te cae bien. Empiezas
a mirar al reloj, a cada momento. Mala señal. Eso siempre es una mala señal.
El segundo chef era un
gilipollas. Para que vamos a maquillar la realidad con palabras tono pastel. No
es que fuera una mala persona, pero tenía ese aura de superioridad que viste
cierta gente. Mejor dicho, de sentimiento de superioridad. Y, qué les voy a
contar a ustedes, ese rasgo tan humano me repatea el hígado. Es algo superior a
lo que puedo aguantar. Imagino que su elevadísima estatura, su fuerte
complexión, sus ojos azules, su cabello rubio, su acento sudafricano, sus dotes
de mando, su bella novia francesa… todo ello así mezclado formaba un cóctel
molotov en su personalidad. Así era Chris. Del que ya les hablé anteriormente.
Chris poseía esa cualidad
irritante de mandar, como viejo sargento chusquero. Le importaba un pimiento si
aquello era parte de tus responsabilidades o no. Disponía tareas como aquel que
reparte cartas trucadas. Siempre deslizándose todos los triunfos para sí mismo.
Yo cocino (frío hamburguesas, meto al
microondas salsas precocinadas, hundo patatas en aceite industrial hirviendo)
tú limpias la mierda que voy dejando a mi alrededor. Aparte, por supuesto, de
la basura que te traigan los camareros. Y de fregar los suelos y de ordenar
toda la cocina y de limpiar tu lavaplatos y de reponer vajilla limpia y de
frotar las cacerolas y de limpiar las encimeras y de y de…
Eso sí, siempre con una sonrisa.
El muy cabrón.
Chris me agotaba. Llegaba más
cansado de lo normal a casa. Rachel me lo notaba. Me preguntaba. Se preocupaba
por mí. A veces, ella, incluso fregaba los platos de la cena cuando era mi turno de
hacerlo. Un día le conté lo que me sucedía en el trabajo. Que estaba harto ya.
Que me sentía utilizado, pero que no quería crear un mal ambiente en la cocina.
No quería discutir con Chris. Al fin y al cabo era uno del grupo, muy amigo –y flatmate− de su compatriota Paul, que me caía genial. Rachel me escuchó con paciencia, con gesto serio. La recuerdo con
su cup of tea y mirándome fijamente.
Cuando acabé mi relato de queja me dijo que eso no era justo. Que ciertas
tareas no eran asunto mío. Que él no tenía derecho a exigirme ciertos trabajos
que eran competencia suya. Que no importaba si era parte de la cuadrilla o
amigo de Paul. Que no dejara que abusara de mí. Que le plantara cara. Y concluyó
con una frase que me infundió coraje para la batalla: “Jorge, sometimes you have to put your foot down!” Que es el
equivalente anglosajón a nuestro tan ibérico puñetazo a la mesa.
Así que, a la mañana siguiente,
me armé de valor, me tomé un doble colacao matutino y acudí a “la oficina”. Fue
un jueves tranquilo, sin los ajetreos del fin de semana y además al día
siguiente tenía libre, algo que siempre anima el espíritu del trabajador.
Se lo dije de buenas maneras.
Mira Chris, yo creo que esto no me corresponde hacer a mí y tal y tal. Me
cortaba, se ponía a hablar parrafadas a toda velocidad en su extraño acento
africano. Hacía aspavientos. Amenazaba apuntándome con su dedo. Nada British su
actitud, me temo. Claro, es que es sudafricano, me decía yo para consolarme. Y
yo cada vez más nervioso. Mi inglés más inútil que nunca. Cuando más te
necesito (pensaba yo) y me abandonas. ¡Maldito seas! Mi inglés convertido, de
repente, en inglés de parvulario. Tartamudeando. Dudando. Mal pronunciando. Una
basura de idioma. Y claro, el contrincante se agranda, se infla de orgullo. Te
mira por encima del hombro. Abusón y egoísta como su madre lo echó a este
mundo. El cabrón. Perteneciente a ese grupito (afortunadamente pequeño) de
angloparlantes que cuando no te entienden en inglés, o ven que no te expresas
bien, que te cuesta comunicar, piensan que eres tonto. Que eres un estúpido
incluso en tu idioma. Que no sabes defenderte. Incluso que ignoras cómo buscar
ayuda. Te creen un monigote, del que pueden abusar y reírse después.
Le dije que no iba a limpiar sus
inmundicias. Esa noche. No le gustó. Me miró torcido y me gritó que más me
valía no irme del lugar de trabajo sin limpiar TODA la cocina.
Me gritó.
Nunca, en casi un año, me habían
gritado en este país. En mi querida región norteña española sí. Muchas veces. En la mili, en la calle, en mitad del tráfico, gente cercana y querida también, profesores, en el trabajo (tanto jefes como compañeros), en los bares, los amigos, los enemigos…
Y pensé:
“¿Ah sí? ¿Esas tenemos? ¿Intento defenderme y se acabó el buen rollito, la
linda sonrisa, la miradita azul cielo?
“¡Pues ahora te vas a cagar!”
Esa noche me encerré en mi cuarto
sin cenar. Me temblaban las manos. No hubiera podido sujetar los cubiertos. Me
puse a redactar como un loco un par de folios. Usé los llamados bullet points que me enseñaban en el
college (es decir, enumerar en frases sueltas). Puse sobre papel todo lo que
tenía que hacer en la cocina. Todas mis tareas y las que el chef me añadía.
Expresé como me sentía. Todo lo que me vino a la mente.
Al día siguiente me levanté
temprano. Era mi día libre pero no me importó. Esto era importante y lo tenía
que hacer sí o sí. Me odiaba a mí mismo por lo que iba a llevar a cabo. Iba a
chivarme. Me disgustaba incluso mirarme al espejo. Pero me animaba razonando que
no tenía otra salida. En este país se toman en serio estas cosas. Los managers
están precisamente para eso. Aquí se desviven para que tú estés a gusto en tu
puesto de trabajo. No valen los abusos ni las tonterías. Da igual que seas
novato o veterano, inglés o portugués, blanco o negro. El trabajo es sagrado.
Nadie debe ser tratado con desprecio o de una forma arrogante por los compañeros
o por los jefes. Este país se toma todo esto en serio. Y funciona.
Me acerqué a la barra. Pregunté
por nuestra manager. Qué mala suerte, Paul estaba tras la barra. Me vio serio,
nervioso, con dos folios escritos a tirones en la mano. Apenas pude sonreírle.
A Paul. El fantástico Paul.
Salió la manager. Era una mujer
simpática. Se nos unió en alguna que otra juerga. Las malas lenguas decían que
la taza de té, que siempre portaba, contenía algo más que hierbas recalentadas.
Pero era una jefa justa. Hasta
donde yo conocía.
“Jill, could I speak with you, please?”
(La frase estaba preparada a propósito,
de antemano, en la memoria. Para dar efecto. Ese could en lugar de can, este
with en vez del coloquial to).
“Uy Jorge, eso suena muy serio. Vamos afuera, así fumo un cigarrillo, y me
cuentas”.
Y le conté. Vaya si le conté.
Ella apenas pronunció monosílabos y produjo movimientos de cabeza. Más nerviosa
que yo (no lo podía creer). Bebiendo a sorbitos del té mágico. Fumando caladas
rápidas y seguidas. Y escuchando. Importante esto. Escuchando a su subordinado.
La expresión le fue cambiando, a medida que yo desmigaba mi relato y disparaba
los puntos, recogidos en mis arrugados folios, como auténticas balas. Bullet
points. Ahora entiendo el significado. Y le metí la puntilla: “y anoche me gritó y amenazó”.
“¿Que te ha gritado! ¡Nadie le
grita a mi staff! ¡Nadie!”
Dijo con voz bastante más alta de
lo convencional. Puño, con cigarrillo, en alto.
(“Nobody puts baby in the corner”) (Pensé yo con una sonrisa interna
y maligna).
Entonces le dije que tampoco
fuera demasiado dura con el chaval. Al fin y al cabo continuaría trabajando con
él, codo con codo. Además ya saben el dicho “nunca te enemistes con tu cocinero”.
Me dijo que no me preocupara en absoluto por el tema.
Mano de santo, oigan.
Nunca más volvió a mandarme limpiar
su zona. Tampoco hubo demasiado mal rollo (algo de incomodidad mutua los
primeros días). Eso sí, empecé a cocinarme mi propia cena. Al menos hasta que
se le pasara el berrinche. No es lo mismo degustar un chicken wrap with chips que un chicken
wrap with chips with escupitajo.
Semanas más tarde, la buena de
Jenny me contó que Chris fue con la historia a su amigo Paul (que tan bien me
caía, y yo a él). Discutieron en su piso común. Y Paul le dijo, a su amigo del
alma, que Jorge llevaba razón. Que se estaba pasando con él. Que hizo bien en
acudir a la manager.
Cuando uno es buena persona, como
Paul, y además tiene lo que hay que tener, no se anda con tonterías ni se vende
a nadie. Con dos cojones.
Yo, aquí y ahora, te lo sigo
agradeciendo, Paul.
Pues sí, eso de pegar un buen puñetazo encima de la mesa va muy bien para uno mismo y además es una especie de "marcaje" de terreno, de decir: no me toques el brazo si sólo te doy la mano. Que no se por qué, pero todos lo hacemos, vamos tanteando la situación de forma consciente o inconsciente a ver hasta dónde llegamos con la otra persona.
ResponderEliminarHe tenido ocasión de ver a gente cercana a mí cómo actúan en estos casos y a pesar del "miedo" -muchas veces producto de las vueltas que les damos a las cosas en la cabeza- que podemos tener a las consecuencias de denunciar un abuso por evitarnos problemas o represalias
es mejor decirlo. A la larga siempre ganas, como mínimo con uno mismo.
A esta persona le han dicho que parecía un "perro rabioso" por defender lo que era justo pero una cosa tengo que decir: el tiempo no sólo le ha dado la razón sino que le ha situado en el lugar que merecía, por ir siempre con la verdad por delante.
Un abrazo y feliz año.
Gracias Andrómeda por comentar (me encantan los comentarios :-) ).
EliminarPues sí, pero el complejo de "chivarse" nos lo meten debajo de la piel desde canijos. Yo esos días lo pasé horrible. Pero no podía arriesgarme a perder ese trabajo (si me llego a enfrentar abiertamente a él o a dejar todo sin limpiar a pesar de ser su zona). Preferí recurrir a los medios que aquí te facilitan: el management.
Como digo en la batallita: aquí eso funciona. Nadie te mira mal por defender tus derechos por la vía adecuada.
En las escuelas están tratando de romper el tabú del "chivatazo" para acabar con la terrible lacra del bullying. Y a mi me parece muy bien.
Este tipo de gentuza (incluyendo a Chris) se aprovechan de tipos como yo: conformistas, que no dan guerra, que dicen que sí a todo por no armarla, etc. Yo soy muy de esa manera, hasta que me tocan mucho los cojones y estallo.
John cocinaba, hacía el mísmo o más trabajo, dejaba impoluta su area... y encima alguna noche me ayudaba a fregar el suelo para acabar más rápido.
Pero claro, John era un pedazo de señor. El otro era un gilipollas.