martes, 4 de junio de 2024

F187 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (XII) (Wembley II)

 

La cosa no empezaba bien. Rozó el larguero de la mala suerte. ¿Una señal de mal agüero? Crucé los dedos para que aquello no emponzoñara la Final. En el fútbol, el amor y la vida, hay que cruzar los dedos, santiguarse y echar sal por encima del hombro para alejar la mala ventura. Y luego rezar. ¿Por qué un autobús de largo recorrido sale a las 10,41 cuando su hora es 10:30? Quizás mi reloj interno marque el tiempo con añoranza británica.

Con ello no acabaron los oscuros vestigios.

El trayecto en bus se hacía eterno. Sueño en débito. Libro abierto, borrosos párrafos que remueven, traviesos, sus frases. Cabezadas no reclamadas. Nos detuvimos, al fin, para un pequeño receso, en palabras del chofer. Diez minutos, dijo el buen hombre. Burgos, estación a la vieja usanza, funcional a la par que cutre. Entrañable. Humo de gasoil almacenado bajo una cúpula como de película años ochenta (cuando el mundo era real como la vida misma). Olores a madrugada de lunes estudiantil, autocares que engullían críos somnolientos hacia el internado. Hedores que gracias a Dios pronto dejaron de clamar bolsa de vómito. La costumbre todo lo puede. Fuimos niños duros cual marines yanquis (incluso montábamos en bici sin casco, rodilleras, coderas ni escudo, imagínense la temeridad; sin contar aquel tobogán, en la escuela del pueblo, de final cortante y oxidado, que debías esquivar en el último segundo, y el suelo, una capa irregular de cemento, charcos, piedras y barro).

 Cafetería, casi desierta: grandes cristaleras, tapas de chorizo, bocadillos de jamón, clásicas banderillas y aroma a café y cruasán. Un paraíso donde exiliarse. En pleno siglo de las máquinas vendin y comida plastificada, deberían concederle un Premio Princesa de Asturias del Avituallamiento y Sosiego para el Viajero, o al menos inscribirla en la lista de categorías en peligro de extinción. ¡No la toquen! Doce horas y un minuto, dice la pantalla del móvil. Entro en aquel cuarto de baño, previa promesa de pedido a la camarera tras presentar mis respetos al Sr Roca (“Uso exclusivo para clientes”, reza el cartel sobre la puerta; la llavecita, encima del mostrador, sujeta a una larga cuerda, ni marcar código en el teclado ni leches. Lo dicho, un premio nacional, por favor). Ninguna gana al partir, toda ahora. ¡Puto Murphy y su maldita tostada!  Me urge mitigar la incomodidad de la última hora (claustrofóbico, eso de orinar encerrado en el cubículo del bus, temo siempre no volver a salir, abducido por una garra de tres dedos que surge del oscuro agujero…).

“Sólo un café solo” (le digo a la buena mujer, retándola a colocar, donde corresponda, las tildes que consideran, los listos de turno, tan innecesarias y obsoletas). Hoy toca ser bueno, nada de cruasanes (todavía aguo el paladar en recuerdo del bufé belga) ya vendrán los excesos en forma de zumo de cebada tan pronto pise Madriz, capital de la caña. De acuerdo, algún churro que otro saldrá al escenario gastronómico con afán de protagonismo, pero con café: ¡lo prometo!

Paseo, con mi cafecito en la mano (el platillo abandonado a su suerte sobre la barra), por aquello de estirar las piernas, que a uno ya se le empiezan a dormir con semejantes sentadas. Paseo, miro, sorbo café. Un chico negro, todo brazos y piernas, entra con cara de circunstancias. Le dice a la camarera que la máquina de afuera no funciona, algo sobre unas monedas. Su acento, profundo como una cueva, confiere seriedad a la reclamación. Una chica, aspecto pálido, pecosa, sexy nariz aguileña, con rizos (clavada a Baby en Dirty Dancing) se devana los sesos ante las numerosas opciones de chuminadas insalubres en bolsas de colores. (La oscuridad del vendin ya acecha, sobre baldas de madera). Se decide por unos chetos. El muchacho insiste, mis monedas y tal. La mujer tras la barra, paciente, recita sus líneas, lo siento cariño, se traga el dinero. Lo hace a menudo. No puedo ayudarte. Hay un número de teléfono en la máquina. En esos instantes, te asalta la vocación de superhéroe y preguntas, sin sonido, por qué está encendida la máquina insaciable que se alimenta de monedas ajenas, sin ofrecer nada a cambio. “No es mi guerra”, replicas, para sentirte un poquitín menos insolidario. Olvidé meter la capa en la mochila.

Baby, bolsa de chetos en mano, continúa observando la exposición de pseudo-alimentos deshidratados, adictivos y salados. Parece indecisa, una lucha interna entre salud y capricho. Quizás sólo sea una vegana con hambre, o haya quedado en trance pensando en su particular Johnny.

Yo sigo a lo mío, sorbito a sorbito, pasito a pasito. A lo George Clooney pero de la montonera: “Mmm espresso, what else?” De vez en cuando echo una ojeada de soslayo. Se ve la trasera del autobús, aparcado junto al bordillo, como si estuviera en imaginaria doble fila, mientras tres de sus pasajeros saciamos, o quizá combatamos, nuestros impulsos primarios.

El larguirucho parece haberse rendido, dando por perdido su dinero, y corre hacia la puerta, tal vez enfadado con la máquina, con la estación ochentera, con la camarera, con España, con la Humanidad. ¿Quién sabe? Corre, el tipo, como alma que lleva el diablo. Entonces ocurre algo curioso. La chica que no sabía bailar, bolsa de chetos agarrada, también sale a la carrera, tras el chaval. Mi imaginación lujuriosa, lo sé, no es el mejor de los adjetivos, me dice que todo es un complot de la pareja corredora. No existen monedas desaparecidas dentro de la barriga metálica de una máquina de cocacola. Todo es un plan, urdido con las tripas vacías, para hacerse con una bolsa de chetos, que después compartirán, entre risas y besos, los corredores amantes dentro del autob…

−¡Que se va! ¡Que se os va el autobús! −dice la camarera.

Doy portazo a la imaginación y giro sobre mi mismo, observando lo inobservable. La trasera de mi querido autocar ha desaparecido, “hago chas y desapareces de mi lado”, como por ensalmo. Dejo la tacita sobre una de las mesas altas, deseándole, puño en corazón, que halle el camino para reunirse con el platillo del que la separé (otra pareja rota, y esta vez por mi culpa). Y echo a correr, tras el par de velocistas que creí mangantes. Corro y corro. Cincuenta metros, bandolera y chaquetilla en mano, tras aquel autobús traicionero. Cincuenta metros que ni el mismísimo Carl Lewis, oigan.

Luces rojas, benditas ellas. El conductor ha parado el vehículo, tras ver el desastre por el retrovisor. Jadeantes subimos los tres desterrados. El primero no dice nada, todavía rumiando su disgusto; Baby le echa un pequeño rapapolvo al chofer, que cabizbajo no dice ni mu (quizás temeroso de que aparezca Johnny, camiseta negra de tirantes y mala uva); yo, que arrojé la originalidad junto al higadillo durante esos inmejorables cincuenta metros lisos le fusilo el rapapolvo. El reloj marca justo las 12,07. Diez minutos con vocación de siete, pienso, o quizás añoran a Cristiano Ronaldo, como todos los madridistas agradecidos.

La muchacha se sienta en mi fila, en las butacas al otro lado del pasillo. Móvil en ristre, habla en voz alta y algún que otro aspaviento. Habla raro, nada que ver con el perfecto castellano empleado durante su regañina al autobusero. Habla un idioma que pudiera ser desde griego hasta rumano, pasando por ucraniano. Hoy no tengo el oído fino, ayer tampoco. Ni idea. Supongo que le estará explicando al novio, a una amiga, a su madre, el susto que nos ha dado el conductor con ínfulas de Fernando Alonso. Tras colgar (es un decir, tan sólo presiona con delicadeza la pantalla), curioso, meto baza, con la utópica esperanza de ser mirado cual Patrick Swayze (dedo al Cielo, “¡va por ti, Johnny!”).

−Dijo diez minutos, ¿no? “Baby” −esto último lo añade mi mente, no es cuestión de salir esposado.

−Sí, claro que lo dijo. Siempre pasa lo mismo, cuando viajo a Madrid.

−Vaya.

−¿Sabes que fue lo peor?

−No lo sé.

−No pagué los chetos a la señora −dice, mientras agita la bolsa, cual sonajero.

Entonces, creo observar que mira hacia atrás, de reojo, allí donde está sentado el muchacho de largos brazos y ojazos negros, a quien lanza un guiño imperceptible para el resto de los mortales.

 

                           


Truquitos                                                                          Quedada Foro Spaniards

5 comentarios:

  1. En la mayoría de ocasiones lo que imaginamos no tiene nada que ver con la realidad, pero es muy interesante.
    Me ha gustado mucho la aventura de hoy.

    Besos.

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    1. Como dijo Santa Teresa de Jesús, "la imaginación es la loca de la casa". Yo añadiría: para lo bueno y para lo malo.
      Gracias por comentar. Y me alegro que ésta te haya gustado.
      Un saludo.

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  2. Jajaja los Cheetos que entran por los que salen... Todos en paz 😂

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  3. “Sólo un café solo” (le digo a la buena mujer, retándola a colocar, donde corresponda, las tildes que consideran, los listos de turno, tan innecesarias y obsoletas).

    Que sepas que esto me costó un intercambio epistolar telemático con la defensora del lector de EL PAÍS porque los señores, en su libro de estilo, han decidido dejar de usar la tilde para esa palabra...

    Y tengo un mosqueo con ellos desde entonces que no puedo ocultar ni que pretendo reprimir.

    Degradar el idioma "porque sí" y encima los que van por la vida dando lecciones de escritura (no puedo: este tema me pone del hígado :-)).

    En fin: seguimos para bingo (un post más y estaré al día).

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  4. Yo seguiré escribiendo "sólo" cuando corresponda, hasta el día que muera.
    Hace tiempo que decidí no discutir con Nadie, sobre el tema lingüístico. Sobre tildes, y sobre todo sobre el lenguaje denominado absurdamente "inclusivo". Es una batalla perdida, seguiré hablando y escribiendo tal y como me enseñaron en la escuela, y como he leído a gente que sabía mucho más que yo.
    Un saludo.

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