La cosa no empezaba bien. Rozó el larguero de la mala
suerte. ¿Una señal de mal agüero? Crucé los dedos para que aquello no emponzoñara
la Final. En el fútbol, el amor y la vida, hay que cruzar los dedos,
santiguarse y echar sal por encima del hombro para alejar la mala ventura. Y
luego rezar. ¿Por qué un autobús de largo recorrido sale a las 10,41 cuando su
hora es 10:30? Quizás mi reloj interno marque el tiempo con añoranza británica.
Con ello no acabaron los oscuros vestigios.
El trayecto en bus se hacía eterno. Sueño en débito. Libro
abierto, borrosos párrafos que remueven, traviesos, sus frases. Cabezadas no
reclamadas. Nos detuvimos, al fin, para un pequeño receso, en palabras del
chofer. Diez minutos, dijo el buen hombre. Burgos, estación a la vieja usanza,
funcional a la par que cutre. Entrañable. Humo de gasoil almacenado bajo una
cúpula como de película años ochenta (cuando el mundo era real como la vida
misma). Olores a madrugada de lunes estudiantil, autocares que engullían críos
somnolientos hacia el internado. Hedores que gracias a Dios pronto dejaron de
clamar bolsa de vómito. La costumbre todo lo puede. Fuimos niños duros cual
marines yanquis (incluso montábamos en bici sin casco, rodilleras, coderas ni
escudo, imagínense la temeridad; sin contar aquel tobogán, en la escuela del
pueblo, de final cortante y oxidado, que debías esquivar en el último segundo,
y el suelo, una capa irregular de cemento, charcos, piedras y barro).
Cafetería, casi
desierta: grandes cristaleras, tapas de chorizo, bocadillos de jamón, clásicas
banderillas y aroma a café y cruasán. Un paraíso donde exiliarse. En pleno siglo
de las máquinas vendin y comida plastificada, deberían concederle un Premio
Princesa de Asturias del Avituallamiento y Sosiego para el Viajero, o al
menos inscribirla en la lista de categorías en peligro de extinción. ¡No la
toquen! Doce horas y un minuto, dice la pantalla del móvil. Entro en aquel
cuarto de baño, previa promesa de pedido a la camarera tras presentar mis
respetos al Sr Roca (“Uso exclusivo para clientes”, reza el cartel sobre la
puerta; la llavecita, encima del mostrador, sujeta a una larga cuerda, ni
marcar código en el teclado ni leches. Lo dicho, un premio nacional, por favor).
Ninguna gana al partir, toda ahora. ¡Puto Murphy y su maldita tostada! Me urge mitigar la incomodidad de la última
hora (claustrofóbico, eso de orinar encerrado en el cubículo del bus, temo
siempre no volver a salir, abducido por una garra de tres dedos que surge del
oscuro agujero…).
“Sólo un café solo” (le digo a la buena mujer, retándola a
colocar, donde corresponda, las tildes que consideran, los listos de turno, tan
innecesarias y obsoletas). Hoy toca ser bueno, nada de cruasanes (todavía aguo
el paladar en recuerdo del bufé belga) ya vendrán los excesos en forma de zumo
de cebada tan pronto pise Madriz, capital de la caña. De acuerdo, algún churro
que otro saldrá al escenario gastronómico con afán de protagonismo, pero con café:
¡lo prometo!
Paseo, con mi cafecito en la mano (el platillo abandonado a
su suerte sobre la barra), por aquello de estirar las piernas, que a uno ya se
le empiezan a dormir con semejantes sentadas. Paseo, miro, sorbo café. Un chico
negro, todo brazos y piernas, entra con cara de circunstancias. Le dice a la
camarera que la máquina de afuera no funciona, algo sobre unas monedas. Su
acento, profundo como una cueva, confiere seriedad a la reclamación. Una chica,
aspecto pálido, pecosa, sexy nariz aguileña, con rizos (clavada a Baby en Dirty
Dancing) se devana los sesos ante las numerosas opciones de chuminadas
insalubres en bolsas de colores. (La oscuridad del vendin ya acecha,
sobre baldas de madera). Se decide por unos chetos. El muchacho insiste, mis
monedas y tal. La mujer tras la barra, paciente, recita sus líneas, lo siento
cariño, se traga el dinero. Lo hace a menudo. No puedo ayudarte. Hay un número
de teléfono en la máquina. En esos instantes, te asalta la vocación de
superhéroe y preguntas, sin sonido, por qué está encendida la máquina
insaciable que se alimenta de monedas ajenas, sin ofrecer nada a cambio. “No es
mi guerra”, replicas, para sentirte un poquitín menos insolidario. Olvidé meter
la capa en la mochila.
Baby, bolsa de chetos en mano, continúa observando la
exposición de pseudo-alimentos deshidratados, adictivos y salados. Parece
indecisa, una lucha interna entre salud y capricho. Quizás sólo sea una vegana
con hambre, o haya quedado en trance pensando en su particular Johnny.
Yo sigo a lo mío, sorbito a sorbito, pasito a pasito. A lo
George Clooney pero de la montonera: “Mmm espresso, what else?” De vez
en cuando echo una ojeada de soslayo. Se ve la trasera del autobús, aparcado
junto al bordillo, como si estuviera en imaginaria doble fila, mientras tres de
sus pasajeros saciamos, o quizá combatamos, nuestros impulsos primarios.
El larguirucho parece haberse rendido, dando por perdido su
dinero, y corre hacia la puerta, tal vez enfadado con la máquina, con la
estación ochentera, con la camarera, con España, con la Humanidad. ¿Quién sabe?
Corre, el tipo, como alma que lleva el diablo. Entonces ocurre algo curioso. La
chica que no sabía bailar, bolsa de chetos agarrada, también sale a la carrera,
tras el chaval. Mi imaginación lujuriosa, lo sé, no es el mejor de los
adjetivos, me dice que todo es un complot de la pareja corredora. No existen
monedas desaparecidas dentro de la barriga metálica de una máquina de cocacola.
Todo es un plan, urdido con las tripas vacías, para hacerse con una bolsa de
chetos, que después compartirán, entre risas y besos, los corredores amantes
dentro del autob…
−¡Que se va! ¡Que se os va el autobús! −dice la camarera.
Doy portazo a la imaginación y giro sobre mi mismo,
observando lo inobservable. La trasera de mi querido autocar ha desaparecido,
“hago chas y desapareces de mi lado”, como por ensalmo. Dejo la tacita sobre
una de las mesas altas, deseándole, puño en corazón, que halle el camino para
reunirse con el platillo del que la separé (otra pareja rota, y esta vez por mi
culpa). Y echo a correr, tras el par de velocistas que creí mangantes. Corro y
corro. Cincuenta metros, bandolera y chaquetilla en mano, tras aquel autobús
traicionero. Cincuenta metros que ni el mismísimo Carl Lewis, oigan.
Luces rojas, benditas ellas. El conductor ha parado el
vehículo, tras ver el desastre por el retrovisor. Jadeantes subimos los tres
desterrados. El primero no dice nada, todavía rumiando su disgusto; Baby le
echa un pequeño rapapolvo al chofer, que cabizbajo no dice ni mu (quizás
temeroso de que aparezca Johnny, camiseta negra de tirantes y mala uva); yo,
que arrojé la originalidad junto al higadillo durante esos inmejorables
cincuenta metros lisos le fusilo el rapapolvo. El reloj marca justo las 12,07.
Diez minutos con vocación de siete, pienso, o quizás añoran a Cristiano
Ronaldo, como todos los madridistas agradecidos.
La muchacha se sienta en mi fila, en las butacas al otro
lado del pasillo. Móvil en ristre, habla en voz alta y algún que otro
aspaviento. Habla raro, nada que ver con el perfecto castellano empleado
durante su regañina al autobusero. Habla un idioma que pudiera ser desde griego
hasta rumano, pasando por ucraniano. Hoy no tengo el oído fino, ayer tampoco.
Ni idea. Supongo que le estará explicando al novio, a una amiga, a su madre, el
susto que nos ha dado el conductor con ínfulas de Fernando Alonso. Tras colgar
(es un decir, tan sólo presiona con delicadeza la pantalla), curioso, meto baza,
con la utópica esperanza de ser mirado cual Patrick Swayze (dedo al Cielo, “¡va
por ti, Johnny!”).
−Dijo diez minutos, ¿no? “Baby” −esto último lo añade
mi mente, no es cuestión de salir esposado.
−Sí, claro que lo dijo. Siempre pasa lo mismo, cuando viajo a
Madrid.
−Vaya.
−¿Sabes que fue lo peor?
−No lo sé.
−No pagué los chetos a la señora −dice, mientras agita la
bolsa, cual sonajero.
Entonces, creo observar que mira hacia atrás, de reojo, allí
donde está sentado el muchacho de largos brazos y ojazos negros, a quien lanza
un guiño imperceptible para el resto de los mortales.
En la mayoría de ocasiones lo que imaginamos no tiene nada que ver con la realidad, pero es muy interesante.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la aventura de hoy.
Besos.
Como dijo Santa Teresa de Jesús, "la imaginación es la loca de la casa". Yo añadiría: para lo bueno y para lo malo.
EliminarGracias por comentar. Y me alegro que ésta te haya gustado.
Un saludo.
Jajaja los Cheetos que entran por los que salen... Todos en paz 😂
ResponderEliminar“Sólo un café solo” (le digo a la buena mujer, retándola a colocar, donde corresponda, las tildes que consideran, los listos de turno, tan innecesarias y obsoletas).
ResponderEliminarQue sepas que esto me costó un intercambio epistolar telemático con la defensora del lector de EL PAÍS porque los señores, en su libro de estilo, han decidido dejar de usar la tilde para esa palabra...
Y tengo un mosqueo con ellos desde entonces que no puedo ocultar ni que pretendo reprimir.
Degradar el idioma "porque sí" y encima los que van por la vida dando lecciones de escritura (no puedo: este tema me pone del hígado :-)).
En fin: seguimos para bingo (un post más y estaré al día).
Yo seguiré escribiendo "sólo" cuando corresponda, hasta el día que muera.
ResponderEliminarHace tiempo que decidí no discutir con Nadie, sobre el tema lingüístico. Sobre tildes, y sobre todo sobre el lenguaje denominado absurdamente "inclusivo". Es una batalla perdida, seguiré hablando y escribiendo tal y como me enseñaron en la escuela, y como he leído a gente que sabía mucho más que yo.
Un saludo.