En ocasiones, la mente busca la excusa perfecta para
perseguir el verdadero deseo. Ese deseo que escondemos, sin atrevernos a
mencionarlo en voz alta, temerosos de gafarlo, antes de tiempo, o escandalizar
a quién lo escuche al ser citado.
El pasaporte había caducado hace más de tres años. “He de
renovarlo, hoy mismo”, me dije. Tres largos años criando polvo, en un
archivador junto a carnés, fotografías y otros documentos de la etapa escocesa,
más de mil días aparcado, cual utilitario sin seguro, el salvoconducto de tapas
borgoña. Y de repente, las prisas. Debía renovarlo ya, sin falta, a la carrera,
ahora que visitar mi añorada Edimburgo requeriría su uso. Los british y
su locura paranoide llamada Brexit. Y quién sabe si pasado mañana estallará
dentro de mi cerebro, como un rayo golpeando un avión en plena noche, la irrefrenable necesidad de acariciar el
hocico de la estatua del pequeño Greyfriars Bobby, por aquello de la
buena fortuna. ¡Necesito el pasaporte, ya! Por si acaso…
Tan sólo se trata de una mera excusa, su vulgaridad años luz
de la perfección pretendida. Lo que bullía entre las paredes de mi cráneo era
el titular recién nacido: el equipo de mis amores había alcanzado la final de
la Champions. Así denominan, los modernos, a la Copa de Europa de toda la vida,
para darse importancia. Con el pasaporte en regla cabía una posibilidad
liliputiense de acudir al evento, si no dentro del estadio al menos alcanzar la
ciudad donde tendría lugar: la vieja Londres, The Big Smoke, como la
llaman los lugareños; poder respirar la atmósfera in situ; gritar cada
gol a favor y llorar cada uno en contra, ante una pinta de cerveza en un pub
con solera y pantalla grande; embutido en la camiseta merengue, emular el
pasado posando entre dos guapas, y rivales, alemanas, a golpe de móvil; revivir
todo aquello, como si el tiempo concediese segundas y cuartas oportunidades. Sin
pasaporte, toda posibilidad se iba por el sumidero de los sueños inalcanzados.
"I´m going to London, baby!"Anhelé, por un instante, gritar a los cuatro vientos. Me vi merodeando
los aledaños de Wembley, como hice en el Hampden Park de Glasgow, en busca de mi Reventas favorito (pelón, musculado,
acento de Newcastle); ahora, igual de calvo, tal vez más gordo y encorvado,
quien, al verme, desempolvaría para la ocasión aquella frase que veintidós años
atrás me abrió los portones de la Felicidad, por noventa libras en billetes
arrugados: “¿Cuánto dinero llevas encima? ”
Pasaporte, con olor a impresora láser, en mano, y vozarrón de
camarero nocturno me arrojé de cabeza a las frías y oscuras aguas de internet.
La víspera, noche dura, gritos con cada gol victorioso, cantina de barrio,
prórroga, amigos, nervios que llaman al insomnio, cerveza, efluvio
antimadridista que surge, patético, junto a la barra en esa búsqueda de la
derrota ajena, tan propia de la envidia (riesgos de habitar territorio
comanche). Ligero temblor de los dedos que golpean el teclado, en busca de lo
imposible, un El dorado futbolístico, más cerca de los dioses que de un pobre
aficionado: un vuelo, una entrada.
Localidades cuyo precio explora lejanas órbitas, allá donde
no alcanza la luz solar. Entradas reservadas para privilegiados que manejan
petrodólares como quien juega con billetes del Monopoly: hoy te compro un
hotel, mañana reservo un viaje a Marte, el sábado te invito a la final de la
Champions en Londres. Billetes de avión que sufren una repentina pandemia, el
contagio es feroz, no se libra ni la más recóndita compañía aérea, cuyo
principal síntoma es una fiebre voraz que sube la temperatura en grados que son
euros hasta niveles no compatibles con la vida real. En cristiano: el atraco a
mano armada previo a grandes acontecimientos.
No por falta de fe descarté reservar vuelo (la voz
susurraba, dentro de mi cabecita: roído el hueso del Manchester City, en
cuartos, alcanzaremos la final). Tampoco carencia de ilusión; disfruté cada
fase eliminatoria como antaño. Quizás pesó tanto cambio moderno (mil partidos
de cien competiciones cada semana), tanta tecnología por real decreto (tiques
sólo en móvil), tanta globalización (finales españolas jugadas en Abu Dhabi, Catar
o Arabia Saudita), tanto elitismo. No lo sé.
En el fútbol, con los
años, me sucede como con las películas de miedo. Ya no me las creo; el terror
alcanza sólo el rozar mi cuerpo la cama, incluso a oscuras; el cansancio, la
rutina, el telediario que no veo, hacen desaparecer los monstruos que antaño
acechaban tras las cortinas, y caes rendido sobre la almohada. Que me maten, me
degüellen, que claven sus colmillos en mi cuello, lo que quieran. Reventado,
cierras los ojos, acariciando el sueño. Ya no me creo lo del fútbol, a pesar de
gritar Síííuuu en cada gol −en homenaje a Cristiano− de saltar con
alegría tras cada eliminatoria. ¿Dónde está el fútbol de mi infancia? Aquel que
hacía soñar. ¿Dónde quedó el gran Santillana, que surcaba los cielos? ¿Dónde
Gordillo corriendo la banda con las medias por los tobillos, sin espinilleras,
lleno de barro? ¿Cuándo desapareció mi uniforme blanco y recio, manga larga de
algodón, el poliéster todavía una ensoñación, escudo añil coronando el corazón,
y el idolatrado nueve −cosido por mi madre− a la espalda? ¿Dónde quedaron
aquellos partidillos, auténticas finales de Mundial, sobre tierra dura,
disparando el cuero entre las grandes piedras, o carteras escolares, que hacían
de postes, bajo un larguero imaginario cuya altura decidíamos a ojo, en cada
tiro? Todo son jequedólares, mercado chino, derechos televisivos, estadios
prostituidos y marcados a fuego con apodo publicitario; canales de pago,
presidentes con vocación presidiaria, y mercenarios vestidos de corto,
depilados cual barbis, con moño, y tatuados hasta lo absurdo, que juran por su
madre, ante el micrófono, que soñaron desde críos vestir aquella camiseta
blanca, amarilla, azulgrana, celeste, albiazul… mientras, por lo bajini, sobre
su hombro, cubriendo los labios con la mano, le canturrean al Presi, a ritmo de
JLo: “¿Y el Ferrari pa cuándo?”
A pesar de todo, ese mocoso con el nueve a la espalda, dentro
de mí, sigue añorando creer.
Dejada a un lado la opción de volar a Londres, aun sin
entrada (como mi aventura lisboeta en 2014), toca buscar plan dentro de las
fronteras de mi querida, y a veces odiada, España.
Tan sólo dos años atrás, cuando alcanzó la última final de Liga
de Campeones que se jugaba en París, descarté la escapada sin tan siquiera
planteármelo. Quizás por el mal recuerdo que todavía guardaba, el disgusto,
cuando traté de acudir a la final anterior (Cardiff) y numerosos vuelos fueron
cancelados, incluido el mío que debería haber salido de Bilbao. ¿Lo recuerdan? O, tal vez, asociaba la ciudad de
la luz a mi primera gran final en directo, en aquel magnífico Estadio de
Francia en Saint-Dennis, cuando mi hermano me hizo uno de esos regalos que tan
sólo un hermano mayor puede hacer: la entrada para la gran final española en
Copa de Europa, Real Madrid vs Valencia allá por el remoto 2000. Acontecimiento
que inoculó el veneno en cada uno de los vasos sanguíneos de mi cuerpo (luego
vendrían Glasgow 2002 y Lisboa 2014). Y no deseaba mezclar ese maravilloso
recuerdo con otra visita a la capital francesa. O quizá, mi ángel de la guarda
(ella, siempre Allí Arriba velando) lo impidió, librándome de los graves
incidentes (robo, agresión, acoso), que sufrieron ambas hinchadas (inglesa y
española) por parte de vecinos delincuentes (con nacionalidad o sin ella), en
los aledaños del estadio y calles adyacentes, mientras los gendarmes gabachos contemplaban
el cielo, por si venía lluvia.
Cualquiera fuese la razón, les contaba, dos años ha, y casi
perdida la esperanza de ver la final en terreno amigable, saltó una
notificación en el Caralibro:
Concierto
de Estopa
+
Final
Champions 2022 en Pantalla Gigante
Feria de Muestras Valladolid.
Comentaron los hermanos Muñoz que, al coincidir ambos
eventos en la misma fecha y hora, recibieron miles y miles de peticiones para
aplazar la actuación, y ellos, sabedores de lo que un público añora, ofrecieron
no sólo el retraso de su concierto sino la posibilidad de ver el partidazo,
mediante una pantalla enorme, por el mismo precio. Ni en mis más lujuriosos
sueños habría imaginado mejor plan. Así que allá marché, a darlo todo. Una
experiencia cuyo recuerdo todavía me hace sonreír. Aunque, lo confieso, la
lagrimilla que no brotó tras la euforia del pitido final, me la arrancó después
la muchedumbre coreando “Ni Pa Ti Ni Pa Mí”, teletransportándome a aquel portal, en otra vida, como si trepara de nuevo aquellos peldaños −SU
piso, cima del Aconcagua−.
Ella
le invito a subir
Diciendo,
entra, no te quedes ahí parado
Y se
dio cuenta que estaba mintiendo
Que
le había engañado
Tecleo. Navego. Busco. Mi velero surcando las oscuras aguas
de internet. Los buenos de Estopa se encuentran en plena gira otra vez, mas no
existe coincidencia de fecha entre el acontecimiento deportivo y alguna de sus
actuaciones. Así que, esta edición de Champions, por primera vez, los vientos
empujan mi nave rumbo sur. Habrá que navegar y navegar, hasta el avistamiento
de la tierra madridista por excelencia.
Este año, toca visitar la capital del Imperio. ¡Este año
toca Madrid!
Disfruta de mi ciudad: espero que te cuiden bien, o que, a estas alturas (estoy haciendo mi periódico catch up de posts, conste) ya hayas estado y te hayan cuidado bien :-))
ResponderEliminarSeguimos para bingo blogueril...
Me encanta Madrid, siempre que la visito deja un poso como de nostalgia dentro de mi, como si me dijera: "regresa pronto a visitarme de nuevo". Pero lo cierto es que lo hago de ciento en adviento.
ResponderEliminarGracias.