Nunca fui de llevarme cosas de los hoteles. Me parece una
cutrez. Echar al saco algún jaboncillo o botecito de gel tamaño vuelo Rallaner
, o sobrecito de champú, o cepillito de dientes que jamás de los jamases
utilizarás, o el peinecito absurdo, … es aceptable. Pero levantarte toallas,
ceniceros (cuando existían), albornoces, vajilla, cojines, cuadros, televisores
planos en el fondillo de la maleta… ya es demasiado. Nunca lo entendí. Siempre
lo achaqué al morbo, o al exhibicionismo para fardar entre expoliadores como si
comparasen cicatrices de guerra: mira, esta taza la mangué en el Palace en el
95; ¿has visto la Samsung 55 pulgadas que birlé de la habitación Paradise en el Caledonia
allá por el 2006? Un sin sentido.
Lo que nunca había encontrado es lo inverso. Me explico. Que
el hotel “te robe” a ti. Una exageración, lo sé. Sin embargo, mi última
experiencia me lleva a pensar en complots contra mi persona o quizás pura y
simple venganza. La chica de la recepción me la tiene jurada desde el pequeño
incidente con la caja fuerte de mentirijillas. No se lo tomó bien. Lo noto.
Cada vez que bajo a desayunar me echa miradas de soslayo cargadas de
radiactividad. “Ojalá se corte la leche de los cereales y vayas directo al baño”.
Parece pensar, con aquellos lindos y peligrosos ojos azules. ¡Yo tan sólo
quería ser amable, darle conversación! Pero cuando me pongo nervioso (esa voz
dulce por teléfono) no logro filtrar el contenido que brota desde las
profundidades del cerebro hacia mi boca.
Primero fue una toalla desaparecida. Todo un misterio. Nada
más producirse el episodio de la cutre caja, a mi regreso. ¡Zas! Desapareció la
toalla de manos. Busqué y busqué y busqué, sin éxito. No lo podía creer.
Tentado estuve de llamar a Iker Jiménez. Bajé a la recepción.
−Disculpa, no hay toalla pequeña en mi habitación.
−Buenos días −dice, tirando con bala.
−Buenos días −me tiembla la voz −no tengo toalla pequeña.
−…
−Mmm −miro el cuadro que tiene detrás, amapolas en jarrón
chino. Su mirada me hace una radiografía y una resonancia magnética por el
mismo precio.
−De acuerdo, se lo comentaré al personal de habitaciones.
−Gracias, muy amable.
Vi cómo, desganada, garabateaba algo sobre una tarjeta. No
en un bloc con el membrete del hotel, no en una libreta de tapa brillante, ni
siquiera en el ordenador. Una mísera tarjeta arrugada que (estoy seguro) irá directa
a la papelera, hecha un gurruño, en cuanto le de la espalda. ¡Me la tiene
jurada!
En los hoteles de alto copetín son muy suyos. Aborrecen que
les llamen la atención, que reclames algo, por muy educado que te muestres, por
mucha sonrisa profidén que exhiban.
Por la noche, la toalla sigue desaparecida en combate.
Carezco de fuerzas para reclamación alguna, estoy reventado cual recluta de
infantería. Esto del turisteo dominguero debería remunerarse. Decido concederme
una larga ducha y al amanecer volveremos a las trincheras.
Voy a acostarme, pongo un rato la televisión. Debo hacer
oído con el neerlandés, el alemán o flamenco. Ni idea de cual usan los
personajes de la serie en el único canal disponible. Hablan raro, pero les
voy cogiendo el puntito. Algo falla en
la cama. No estoy cómodo. ¿No me habrá hecho “la petaca” como en el internado?
Pienso asustado, recordando aquella forma de tortura estudiantil, que consistía
en doblar una de las sábanas por la mitad, de modo que imposibilitaba el
estirar las piernas. Compruebo la ropa de cama. No se trata de eso.
Falta la sábana encimera.
¿Qué será lo próximo: ¿la almohada, el edredón, la alcachofa
de la ducha?
Es una guerra psicológica. Estoy seguro. Lo hace a
propósito. Da instrucciones al personal de habitaciones, la muy. O quizás entra
ella a hurtadillas para boicotear la faena de las trabajadoras. Cualquier cosa
para darme una lección. No debí enfadarla con lo de la caja acorazada de
juguete y después rematar con la maldita toalla (debería haberme secado la cara
con la esquinita de la toalla grande, o con el secador corriendo el riesgo de
quemarme las pestañas). ¡Te has aburguesado, Jorge! Me abronco.
Al día siguiente bajo a desayunar. Espero agazapado tras una
esquina y cuando la moceta maligna se gira para coger unas llaves, me lanzo a
la carrera agachado, cual Hombre de Harrelson (ni el mismísimo TeJota, oigan).
Uf, no me vio. Por los pelos.
Lleno el plato de aquellos manjares de hotel de alto copetín
(salchichón, chorizo, jamón york, panecillos, queso, alubias dulces para
guiris, beicon, huevos revueltos, un par de pares de salchichas ahumadas,
tostadas…), me lanzo a por la bollería, que le den al autocontrol (cruasán,
muffin de chocolate, brazo de gitano, tarta de yaya belga…), bol de cereales,
leche (cruzo los dedos al recordar la probable maldición) café, zumo de naranja,
yogur… El plan es comer y comer y comer hasta que mi archienemiga finalice su
turno. Así lograré esquivarla, tengo una treta en mente.
Me saltaré las reglas.
Mostrador despejado. Subo con brío las escaleras. Es un
decir porque voy tan lleno que el estómago roza los peldaños. Me arrastro.
¿Quién fue el genio con la idea de que el ascensor era una ordinariez en estos
hoteles de alto copetín? Al fin alcanzo el piso correspondiente. Escucho voces,
incluso cánticos. Provienen del extremo del pasillo contrario a mi cuarto. ¿Serán
las personas que arreglan las habitaciones? Nunca las logré ver. Creo que salen
de un universo paralelo, hacen su trabajo
y vuelven a desaparecer. Como mucho ves un carrito, olvidado, lleno de
rollos de papel higiénico, toallas, sábanas y potingues de higiene. Sigo el
sonido de la canción. No me lo puedo creer, están cantando la Macarena. En realidad,
cantan los Del Río desde un aparato de radio antiguo. Un transistor que decían
nuestros padres. Las dos mujeres se limitan a seguir la coreografía rematada
por un gritito iiiiaaappp y salto sincronizado. La puerta abierta e indiscreta.
Entro sin llamar y las pillo con todo el fregado.
Sorprendidas, ligero sonrojo en sus mejillas, disimulan
estirándose el uniforme y continúan, pasando la mopa una, y dando palmaditas a
un edredón la otra. Dos belgas haciéndose las suecas. Esto debe de ser la
famosa globalización.
Me dirijo a ellas en inglés. Una, de mediana edad, la otra
apenas una cría. Muestran cierto parecido físico (rostro redondeado, ojos
grandes y claros, cejas pobladas). Me juego el desayuno de mañana (gratis) a
que se trata de madre e hija. No entienden nada. Nothing de nothing. Cero.
Niechts. El inglés no es lo suyo. Toca expresarse en el idioma
internacional. Comienzo a hacer mímica como si tuviera ascendencia italiana.
Uso inglés, español, francés inventado. Palabras sueltas para que las pillen al
vuelo. Importante, el número de habitación. Hago alarde idiomático.
−Oui. Yo, room deu tres four. ¿Tú comprender?
Sá-ba-na. −digo, pizcando entre pulgar e índice la puntita de la susodicha. En
inglés no me atrevo. Ya saben, todo depende de aquellas malditas vocales largas o cortas… sheet… shit… No
deseo más equívocos, y menos los escatológicos, que son muy desagradables a la
hora del desayuno.
−Ja, ja −dice la jovencita (afirmativo, en su idioma,
suena ya, ya). La presunta señora madre me observa como si yo necesitara
ayuda psicológica.
−Abajo. Lady. Recepción. Shhhh. Niet. Top
secret. ¿Ok?- les digo, bajando la voz. La sola idea me provoca temblor de
rodillas. La joven guerrillera no debe conocer mi queja furtiva.
Ahora ambas me observan cogiéndome las medidas, a ojo de
buen cubero, para la camisa de fuerza.
Me despido, con la mano, agotado del dispendio idiomático. Las
dejo con su labor multidisciplinar (logística, limpieza, arte). Podría haber
salido peor, me digo.
Salgo del hotel, mochilita a la espalda (mapa, libro,
paraguas plegable, frutos secos, gafas de viejo), y me encamino al apeadero del
tren. Aquel en medio de la nada. Dispuesto, un día más, a turistear como si no
hubiera un mañana.
De regreso a la noche, alcanzo a rastras la puerta de mi
habitación. La mochilita pesa como mochilón de maniobras en los Monegros. Paso
la tarjeta magnética, una, dos, tres veces. Luz roja, roja… verde. Hotel de
alto copetín. Si hubiera fallado una cuarta vez me veía gritando aquello de
¡Ábrete sésamo!
Me descalzo, dando un puntapié a las viejas zapatillas,
asomo la cabeza tras la puerta del baño, allí está la toallita, doblada, junto
al lavabo. Arrastro los pies hasta la cama. La abro cual sobre sorpresa… me
recibe, blanca como vestido nupcial, impoluta, tirante cual colchoneta
elástica, limpia y pura… la sábana.
¡Qué grande dominar idiomas!
Todavía guardo la esperanza de que tras el comportamiento de la chica de recepción haya un malentendido.
ResponderEliminarBesos.
Tranquila, es todo de coña. Recibí un trato exquisito, y todo el staff del hotel fue profesional y amable conmigo. Incluso me concedieron desayuno gratuito todas las mañanas por los inconvenientes sufridos.
EliminarNo te tomes demasiado en serio mis batallitas.
Gracias por comentar.
Un saludo.
Cuántas veces habré dicho mierda en vez de sábanas, hasta que me dije, hasta aquí hemos llegado con el choteo y ahora digo 'bedding clothes' 😁
ResponderEliminarSilvia
Hasta llegar al extremo de que la cama del hotel estaba infestada de chinches...fue en Madrid.😂
ResponderEliminarUf, yo también he visto cosas que harían vomitar a una cabra, como dice "el bueno" de Rambo. Es lo que tiene el ir de hostels (en mi caso). Pero te hace más fuerte, ¿no? jaja
ResponderEliminarGracias por comentar.