domingo, 12 de mayo de 2024

F183 - Guerrilla psicológica, (Bruselas VIII)

 

Nunca fui de llevarme cosas de los hoteles. Me parece una cutrez. Echar al saco algún jaboncillo o botecito de gel tamaño vuelo Rallaner , o sobrecito de champú, o cepillito de dientes que jamás de los jamases utilizarás, o el peinecito absurdo, … es aceptable. Pero levantarte toallas, ceniceros (cuando existían), albornoces, vajilla, cojines, cuadros, televisores planos en el fondillo de la maleta… ya es demasiado. Nunca lo entendí. Siempre lo achaqué al morbo, o al exhibicionismo para fardar entre expoliadores como si comparasen cicatrices de guerra: mira, esta taza la mangué en el Palace en el 95; ¿has visto la Samsung 55 pulgadas que birlé de la habitación Paradise en el Caledonia allá por el 2006? Un sin sentido.

Lo que nunca había encontrado es lo inverso. Me explico. Que el hotel “te robe” a ti. Una exageración, lo sé. Sin embargo, mi última experiencia me lleva a pensar en complots contra mi persona o quizás pura y simple venganza. La chica de la recepción me la tiene jurada desde el pequeño incidente con la caja fuerte de mentirijillas. No se lo tomó bien. Lo noto. Cada vez que bajo a desayunar me echa miradas de soslayo cargadas de radiactividad. “Ojalá se corte la leche de los cereales y vayas directo al baño”. Parece pensar, con aquellos lindos y peligrosos ojos azules. ¡Yo tan sólo quería ser amable, darle conversación! Pero cuando me pongo nervioso (esa voz dulce por teléfono) no logro filtrar el contenido que brota desde las profundidades del cerebro hacia mi boca.

Primero fue una toalla desaparecida. Todo un misterio. Nada más producirse el episodio de la cutre caja, a mi regreso. ¡Zas! Desapareció la toalla de manos. Busqué y busqué y busqué, sin éxito. No lo podía creer. Tentado estuve de llamar a Iker Jiménez. Bajé a la recepción.

−Disculpa, no hay toalla pequeña en mi habitación.

−Buenos días −dice, tirando con bala.

−Buenos días −me tiembla la voz −no tengo toalla pequeña.

−…

−Mmm −miro el cuadro que tiene detrás, amapolas en jarrón chino. Su mirada me hace una radiografía y una resonancia magnética por el mismo precio.

−De acuerdo, se lo comentaré al personal de habitaciones.

−Gracias, muy amable.

Vi cómo, desganada, garabateaba algo sobre una tarjeta. No en un bloc con el membrete del hotel, no en una libreta de tapa brillante, ni siquiera en el ordenador. Una mísera tarjeta arrugada que (estoy seguro) irá directa a la papelera, hecha un gurruño, en cuanto le de la espalda. ¡Me la tiene jurada!

En los hoteles de alto copetín son muy suyos. Aborrecen que les llamen la atención, que reclames algo, por muy educado que te muestres, por mucha sonrisa profidén que exhiban.

Por la noche, la toalla sigue desaparecida en combate. Carezco de fuerzas para reclamación alguna, estoy reventado cual recluta de infantería. Esto del turisteo dominguero debería remunerarse. Decido concederme una larga ducha y al amanecer volveremos a las trincheras.

Voy a acostarme, pongo un rato la televisión. Debo hacer oído con el neerlandés, el alemán o flamenco. Ni idea de cual usan los personajes de la serie en el único canal disponible. Hablan raro, pero les voy  cogiendo el puntito. Algo falla en la cama. No estoy cómodo. ¿No me habrá hecho “la petaca” como en el internado? Pienso asustado, recordando aquella forma de tortura estudiantil, que consistía en doblar una de las sábanas por la mitad, de modo que imposibilitaba el estirar las piernas. Compruebo la ropa de cama. No se trata de eso.

Falta la sábana encimera.

¿Qué será lo próximo: ¿la almohada, el edredón, la alcachofa de la ducha?

Es una guerra psicológica. Estoy seguro. Lo hace a propósito. Da instrucciones al personal de habitaciones, la muy. O quizás entra ella a hurtadillas para boicotear la faena de las trabajadoras. Cualquier cosa para darme una lección. No debí enfadarla con lo de la caja acorazada de juguete y después rematar con la maldita toalla (debería haberme secado la cara con la esquinita de la toalla grande, o con el secador corriendo el riesgo de quemarme las pestañas). ¡Te has aburguesado, Jorge! Me abronco.

Al día siguiente bajo a desayunar. Espero agazapado tras una esquina y cuando la moceta maligna se gira para coger unas llaves, me lanzo a la carrera agachado, cual Hombre de Harrelson (ni el mismísimo TeJota, oigan). Uf, no me vio. Por los pelos.

Lleno el plato de aquellos manjares de hotel de alto copetín (salchichón, chorizo, jamón york, panecillos, queso, alubias dulces para guiris, beicon, huevos revueltos, un par de pares de salchichas ahumadas, tostadas…), me lanzo a por la bollería, que le den al autocontrol (cruasán, muffin de chocolate, brazo de gitano, tarta de yaya belga…), bol de cereales, leche (cruzo los dedos al recordar la probable maldición) café, zumo de naranja, yogur… El plan es comer y comer y comer hasta que mi archienemiga finalice su turno. Así lograré esquivarla, tengo una treta en mente.

Me saltaré las reglas.

Mostrador despejado. Subo con brío las escaleras. Es un decir porque voy tan lleno que el estómago roza los peldaños. Me arrastro. ¿Quién fue el genio con la idea de que el ascensor era una ordinariez en estos hoteles de alto copetín? Al fin alcanzo el piso correspondiente. Escucho voces, incluso cánticos. Provienen del extremo del pasillo contrario a mi cuarto. ¿Serán las personas que arreglan las habitaciones? Nunca las logré ver. Creo que salen de un universo paralelo, hacen su trabajo  y vuelven a desaparecer. Como mucho ves un carrito, olvidado, lleno de rollos de papel higiénico, toallas, sábanas y potingues de higiene. Sigo el sonido de la canción. No me lo puedo creer, están cantando la Macarena. En realidad, cantan los Del Río desde un aparato de radio antiguo. Un transistor que decían nuestros padres. Las dos mujeres se limitan a seguir la coreografía rematada por un gritito iiiiaaappp y salto sincronizado. La puerta abierta e indiscreta.

Entro sin llamar y las pillo con todo el fregado.

Sorprendidas, ligero sonrojo en sus mejillas, disimulan estirándose el uniforme y continúan, pasando la mopa una, y dando palmaditas a un edredón la otra. Dos belgas haciéndose las suecas. Esto debe de ser la famosa globalización.

Me dirijo a ellas en inglés. Una, de mediana edad, la otra apenas una cría. Muestran cierto parecido físico (rostro redondeado, ojos grandes y claros, cejas pobladas). Me juego el desayuno de mañana (gratis) a que se trata de madre e hija. No entienden nada. Nothing de nothing. Cero. Niechts. El inglés no es lo suyo. Toca expresarse en el idioma internacional. Comienzo a hacer mímica como si tuviera ascendencia italiana. Uso inglés, español, francés inventado. Palabras sueltas para que las pillen al vuelo. Importante, el número de habitación. Hago alarde idiomático.

Oui. Yo, room deu tres four. ¿Tú comprender? Sá-ba-na. −digo, pizcando entre pulgar e índice la puntita de la susodicha. En inglés no me atrevo. Ya saben, todo depende de aquellas malditas vocales largas o cortas… sheetshit… No deseo más equívocos, y menos los escatológicos, que son muy desagradables a la hora del desayuno.

−Ja, ja −dice la jovencita (afirmativo, en su idioma, suena ya, ya). La presunta señora madre me observa como si yo necesitara ayuda psicológica.

−Abajo. Lady. Recepción. Shhhh. Niet. Top secret. ¿Ok?- les digo, bajando la voz. La sola idea me provoca temblor de rodillas. La joven guerrillera no debe conocer mi queja furtiva.

Ahora ambas me observan cogiéndome las medidas, a ojo de buen cubero, para la camisa de fuerza.

Me despido, con la mano, agotado del dispendio idiomático. Las dejo con su labor multidisciplinar (logística, limpieza, arte). Podría haber salido peor, me digo.

Salgo del hotel, mochilita a la espalda (mapa, libro, paraguas plegable, frutos secos, gafas de viejo), y me encamino al apeadero del tren. Aquel en medio de la nada. Dispuesto, un día más, a turistear como si no hubiera un mañana.

De regreso a la noche, alcanzo a rastras la puerta de mi habitación. La mochilita pesa como mochilón de maniobras en los Monegros. Paso la tarjeta magnética, una, dos, tres veces. Luz roja, roja… verde. Hotel de alto copetín. Si hubiera fallado una cuarta vez me veía gritando aquello de ¡Ábrete sésamo!

Me descalzo, dando un puntapié a las viejas zapatillas, asomo la cabeza tras la puerta del baño, allí está la toallita, doblada, junto al lavabo. Arrastro los pies hasta la cama. La abro cual sobre sorpresa… me recibe, blanca como vestido nupcial, impoluta, tirante cual colchoneta elástica, limpia y pura… la sábana.

¡Qué grande dominar idiomas!

 

             

Truquitos                                                                                                Quedada Foro Spaniards

5 comentarios:

  1. Todavía guardo la esperanza de que tras el comportamiento de la chica de recepción haya un malentendido.

    Besos.

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    1. Tranquila, es todo de coña. Recibí un trato exquisito, y todo el staff del hotel fue profesional y amable conmigo. Incluso me concedieron desayuno gratuito todas las mañanas por los inconvenientes sufridos.
      No te tomes demasiado en serio mis batallitas.
      Gracias por comentar.
      Un saludo.

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  2. Cuántas veces habré dicho mierda en vez de sábanas, hasta que me dije, hasta aquí hemos llegado con el choteo y ahora digo 'bedding clothes' 😁
    Silvia

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  3. Hasta llegar al extremo de que la cama del hotel estaba infestada de chinches...fue en Madrid.😂

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  4. Uf, yo también he visto cosas que harían vomitar a una cabra, como dice "el bueno" de Rambo. Es lo que tiene el ir de hostels (en mi caso). Pero te hace más fuerte, ¿no? jaja
    Gracias por comentar.

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