Las anécdotas son enloquecidas golondrinas que revolotean a
mi alrededor. Se persiguen unas a otras, como si de un juego se tratara; regresan
al nido bajo el alero, donde recobran el aliento durante un segundo, y saltan
otra vez al vacío, sin temor, disfrutando de su capacidad planeadora.
Incansables. No seré yo quien las encierre en la jaula de la cronología.
Poniéndolo en cristiano: relato aquello que me llega a la mente, restando
importancia a si ocurrió el primer día, el segundo o el cuarto.
Siempre soñé conocer Brujas.
Desde hace décadas, desde mi estancia en Edimburgo, algo
poderoso encerraba su nombre, Brujas. Veía fotografías, reportajes en la
televisión, publicidad por internet. “¡Algún día llevaré a mi chica allí!”. Me
decía, una y otra vez, ensimismado con aquella ciudad de postal navideña, de
cuento de hadas, con sus calles adoquinadas, sus casas y puentecitos de piedra,
sus coquetas iglesias de estética medieval. Me veía yo, nos veía, cabalgando
sobre una yegua blanca, briosa y noble. Espada en ristre, mi chica sentada
sobre la grupa, a la antigua usanza, sus piernas juntas sobre el lomo izquierdo
de la bestia, agarrada a mi poderosa cintura…
¡Jorge, despierta!
En fin, que tocaba excursión a Brujas.
Paseos, un café expreso a precio de barril de petróleo árabe
en tiempos de crisis (sudores fríos sólo pensar en un capuchino), iglesias,
fotos tiradas al tuntún, callejuelas abarrotadas, un bocata aquí, una jarra de
cerveza helada allá, otro gofre del demonio acullá, más fotos. Lo que viene a
ser tiempo de asueto en población extranjera. Camino contemplando sus canales,
Ámsterdam acude raudo al pensamiento, otra casilla en mi lista que no logré
tiquear durante la etapa escocesa. Algún día, me digo. Lucen apacibles los
canales, con esas barcazas abarrotadas de gente, que surcan sus tranquilas
aguas. Mi imaginación abre su puerta −ñiiiiiiiic, suena− en busca de cocodrilos
al acecho, ojos amarillentos que asoman sobre la superficie del agua; cierro de
un portazo. No es el momento. Ahora no. Observa, entrecierra los ojos, disfruta
bajo el sol, escucha el murmullo del agua, las voces lejanas, las risas
infantiles, sueña, vive… me digo en silencio.
Decido embarcar en uno de esos botes, evocando Praga, allá
en otra vida (soy consciente de repetir esta expresión, así lo siento). Aunque
en aquella ocasión se trató de un ferry pequeño. Elijo al azar, guiado por el
instinto −de nuevo, la voz interior−, sin pensarlo demasiado, entre tres o
cuatro barcos que ofrecen tour turístico. Rechazo el primero, no me atrae la
zona donde se haya amarrado, tampoco me gusta la gente de la fila. Cosas mías,
o de la voz. Camino unos minutos más y veo el que será mi bote, mi barco, mi
velero, mi navío, mi galeón pirata... Bueno, tampoco nos vengamos arriba. Es
una especie de patera raquítica, donde caben una treintena de personas,
sentadas entre el centro y ambos bordes.
La operación de embarque tiene su aquel. Nunca imaginé la
dificultad implicada. El sujeto al mando, a quién luego presentaré, nos va
distribuyendo a babor, estribor y centro. Calcula a ojo, pesos, actitud, y
dimensiones. Es un joven viejo lobo de mar dulce. Se las sabe todas. Nos divide
después de una rápida ojeada, profesional, discreta a la par que profunda.
Vamos, que nos hace una radiografía sin peligro radiactivo. Un crack, el
piloto. Al mismo tiempo, recuerda a todos las normas básicas, tan básicas que
de no comprenderlas deberías esperar sentado en el muelle, cual Penélope, las
piernas colgando, mientras echas miguitas de pan a los peces. “Subid despacio,
sin miedo, sentaros de inmediato donde yo indique. Bajo ningún concepto os
pongáis de pie durante la travesía, sobre todo, muy importante, cuando
atravesemos el Puente Bajo”.
Se llama Paolo, dice ser autóctono, pero con tal nombre yo
lo imagino italiano. Un gondolero caído en desgracia, quizás por tener un
tórrido encuentro con una cliente, esposa de un acaudalado hombre de negocios
turbios, cuñado del primo hermano de un capo de la Camorra napolitana venido a
menos. Un timonel huido de su añorada
isla natal, Burano, hermosa a la par que diminuta para esconderse. “La góndola
o la vida. Tú eliges”, le dijeron aquellos tipos con cara de decirlo en serio.
Enamorado hasta las amígdalas de su Góndola verde y dorada, eligió la vida.
¡Soy romántico, no gilipollas!, dice enfadado cuando le sacan el tema.
Paolo luce cabello azabache que caracolea, sus grandes ojos
un mero reflejo; viste una camisola blanca lavada con Ariel, calza un sombrero
ancho incapaz de poner bajo orden aquellos rizos indómitos, un fular fucsia
protege su cuello de la brisa traicionera y de miradas indiscretas que buscan
edades y currículum. Paolo es un tipo dicharachero. Está claro, me digo, este
de belga tiene lo que yo de noruego. Vacila a unas y otros, según vamos subiendo al bote. No hace
ascos a nada. Domina tres idiomas, dice. Inglés, alemán, y por supuesto
neerlandés. El italiano se lo calla, para no dar pistas (nunca se sabe dónde
puede aparecer un Corleone aburrido). Cuando muestras tu tique, él hace la
radiografía consabida y te pregunta: ¿inglés? ¿alemán? Para, mentalmente, trazar
el croquis de su barca. Cuántos minutos ha de parlotear en cada idioma y
dirigiéndose a qué zona.
Distraído con tanto detalle, no capto el significado de su
pregunta cuando llega mi turno:
−¿Inglés?
−No, español −respondo.
−Amigo, me temo que hasta ahí no llego – dice entre risas.
Como toda la conversación fluye en el idioma del viejo
Shakespeare me coloca en el sector correspondiente de su chalupa romántica.
El trayecto es placentero. Paolo se gana por goleada a todos
y cada uno de los pasajeros. En el trío de lenguas. Salta de una a otra como si
presionara la tecla correspondiente, como si hubiera nacido de tres madres distintas,
al mismo tiempo. Un intérprete haciendo malabares. Un genio del parloteo. Ríe, dispara
chascarrillos, comenta curiosidades (“miren a babor, a ese lado no, al otro,
allí arriba se encuentra la ventana más estrecha de toda Bélgica, probablemente
de toda Europa; allá, en la esquina, la casa amarilla, donde vivía una familia
más rica, en aquella época, que Ángela Channing; a este otro lado, tres
ventanas tapiadas, como simbólica protesta al añejo impuesto por ventana”).
Delante de mí, una pareja española. Al borde de una
adolescencia tardía. Ella, radiante de puro joven −te haces mayor, Jorge−
encandilada busca un arrumaco. Él, que parece no darse cuenta, contempla
embobado las malditas ventanas. La muchacha lo mira como a un hombre le
gustaría ser mirado. El mozo, serio, de ojos cansados anclados en el vacío,
ignora su fortuna. Ninguno de los dos habla inglés. Van a lo suyo, satélites distraídos.
Esas cosas se notan. Al menos yo las noto (fueron más de trece años en la Bonnie Scotland). Él, torpe, a punto de
levantarse bajo uno de los puentes, desiste tras la sonrisa severa del patrón. Confirmado,
ni papa de lengua inglesa.
La barcaza, ya próxima al final del recorrido, dará la
vuelta y navegará el canal en sentido contrario hasta alcanzar otro de los
muelles, explica Paolo idioma tras idioma.
−¡Atentos! −dice. Su cara refleja una mezcla de emoción,
sorna y hastío− Vamos a pasar por debajo del Puente del Amor Eterno. Cuenta la
leyenda que, si una pareja se besa bajo su arco mágico, el amor que los une jamás
perecerá.
Sonrío triste vislumbrando a Erika junto a mí, imaginando el
abrazo de Marina (mientras besa mi mano), quizás añorando la mirada de Ella.
Doy gracias por las gafas negras, anchas, de patilla extendida, cobijo de unos
ojos húmedos víctimas de absurdas ensoñaciones. “¿Por qué no veré putos
molinos, como Don Quijote?”, maldigo para mí mismo.
La pareja española no se besa. Ni de verdad, ni de
mentirijillas. Conversa en voz baja, que si el coche alquilado, que si la
tarjeta de trasporte, que si la excursión a Gante. Que si los bocatas de atún.
La pareja no se besa y mi alma muere de pena.
−Dios da pan a quien no tiene idiomas −digo, casi en voz alta.
(Brujas, 2024)
Truquitos Quedada Foro Spaniards
En Belgica hay bastantes habitantes con ascendencia italiana, doy fe.
ResponderEliminarDe Bélgica tengo un recuerdo frío y gris, quizá debido a que no fue visita turística lo que me llevó alli.
Siempre marca el motivo de la visita. No es lo mismo ocio que obligación, o causa mayor.
EliminarGracias por comentar.
Desde que retomaste escribir en el blog has ido mejorando con cada post. Saludos de Silvia.
ResponderEliminarMuchas gracias, Silvia. Es uno de esos comentarios que gustan y dan miedo al mismo tiempo. Ya lo comenté en la entrada de "escribir". Me siento todo el rato un impostor, que duda si será capaz de escribir la siguiente batallita.
EliminarEs evidente que ahora les dedico más tiempo. Las mimo más antes de publicarlas aquí, con el fondillo verde. Antaño publicaba "más a lo loco", ahora trato de depurar un poco. De tunearlas que digo yo. Requiere más esfuerzo y tiempo, claro, pero se ve pasan las horas volando cuando estoy metido en ello.
Me alegro de que que guste.
Y mil y una gracias.
Eso sí, unas salen mejor que otras, claro. Y luego está el gusto personal de quien lee, por supuesto.
Un saludo
* se me pasan las horas...
EliminarSon curiosas, y únicas, las razones de cada uno para decantarse por una opción, como las tuyas para elegir el bote que te llevaría a Brujas.
ResponderEliminarMe alegra ponerte cara.
Besos.
Yo casi siempre sigo mi instinto, para esto y para todo. Ignoro como lo hace el resto de los mortales. Por supuesto, cometo errores (maldita voz) y me meto también en atolladeros, pero quién no.
ResponderEliminarNo te fíes mucho de la foto jaja... han pasado muchísimos años... incluso pudiera tratarse de otra persona...
* Ignoro cómo lo hace...
EliminarGracias por comentar eh.
ResponderEliminar"Dios da pan a quien no tiene idiomas"... ¡Qué frase! Me dan ganas de ponerla en un póster o algo :-))
ResponderEliminarApuntada queda por tanto (no hace ni falta presentarme para saber quién escribe estas palabras: lo bueno de la expresión escrita es que, bien utilizada, puede ser tan certera como una huella dactilar :-)).
Suena algo pretencioso, pero me gusta esa frase que me salió jaja. Gracias por resaltarlo.
ResponderEliminarGracias.
Un saludo.