Bruselas me tiene encandilado. El ambiente festivo, los
visitantes alborozados, sus mil y un chocolates y gofres de ensueño; el aroma a
levadura de cerveza que es como huele la nostalgia (cierro los ojos y me hallo
subiendo Slateford Road, junto a Caledonian Brewery, la fábrica
de cerveza, en mi añorada Edimburgo). No es novedad, esto de encandilarse. Me
sucede a menudo, visitas que son tentaciones, sitios que susurran quédate
para siempre, o al menos otros trece años. Lisboa, Praga, las islas Aran,
Tenerife, isla de Skye, incluso Boloña, a pesar de mi corta estancia entre
temblores febriles y camisetas nocturnas empapadas de sudor. Mi espíritu
enamoradizo me arroja en brazos de ciudades, libros y camareras.
Ha oscurecido, poco a poco, como si el día me hubiera dado
la oportunidad de retirarme temprano. No lo hice. Estoy a gusto paseando por
las calles de la capital belga, luz de escaparates, la noria iluminada asoma en
la distancia, la luna, celosa, luce llena. Observo la gente a mi alrededor,
gente ociosa, divertida, diría que feliz. Supongo que todos tratamos de
esconder el monstruo interno, sobre todo en vacaciones.
En ocasiones, es el lugar (incluso una novela) quien te
encuentra a ti. Una ciudad, un museo escondido, un parque periférico, un bar al
fondo de una callejuela.
La fuerza desconocida me atrae a su interior. Carezco de
otra manera para explicarlo. Un hilo de música que escapa a través de la puerta
entreabierta, las risas acarameladas, la media luz que refleja su ventana. No
lo sé.
El ambiente es acogedor, cosy, que dirían mis amigos
escoceses. Una estancia pequeña, luz de velas, la diminuta barra al fondo, en
forma de herradura. Equipo de música clásico, con su tocadiscos,
amplificadores, sintetizador, bafles y demás parafernalia musical. Montañas
de vinilos (tesoro en peligro de extinción) se amontonan sobre baldas que
escalan las paredes. Mesas de madera, tamaño y formas diversos, sillas con
respaldo una de cada padre, sillones y sofás un tanto estrafalarios. Los
servicios situados en el piso de arriba, al que se accede por una angosta
escalera de caracol, sus altos escalones trampa mortífera para viejos y
borrachos.
Elijo una mesa individual de forma ovalada, una silla coja,
y una cerveza fría, de nombre impronunciable, sugerencia del camarero; cabello
largo recogido en coleta, un par de pendientes en la oreja izquierda, una
estrella de siete puntas tatuada en el antebrazo; simpático, hablador,
profesional. Frente a mí, sentado a una mesa de aspecto desvencijado, un trío
de muchachas estadounidenses todavía con las maletas a su vera −camisetas y
tops escotados, vaqueros rotos, rostros sonrojados, juventud a borbotones−
ataca cerveza tras cerveza, siguiendo el orden de la lista plastificada, entre
risas, exclamaciones y coqueteo. Sin embargo, mi atención toma otros
derroteros, una pareja, justo a mi izquierda. Un chico, una chica, charlan en
inglés de estudiante, así lo llamo yo. Él podría ser francés, por el acento,
pero lo supongo belga. Alto, cuerpo atlético, rostro atractivo con ligero toque
malote. Ella, española. Su acento y aspecto la delatan ante mis sentidos
refinados para estas lides. No es bella, tampoco fea. No parece alta, sin
llegar a ser bajita. Ojos castaños, algo almendrados (efecto aumentado por la
rayita de rimel). A pesar de ello, atesora ese algo que eclipsaría la
hermosura de mil y una modelos belgas. Su desparpajo, su risa, su gozo, ese
parloteo en Spanglish (él, cómo no, muestra interés por su idioma
materno) me traen recuerdos de Erika y nuestras citas lingüísticas en el viejo
Elephant House. Al cabo de unos minutos
confirmo lo intuido, dice ser de una ciudad catalana, Tarrasa; una catarata de
carcajadas brota de su boca, tras el vano intento de pronunciación del joven.
La sola mención del lugar evoca recuerdos agridulces (mi primer trabajo de
regreso a España, canguro inglés para una familia acomodada, cual vulgar Mary
Poppins pero sin vestido, paraguas mágico, ni sombrero; tres niñas y un niño,
juegos analógicos y obsoletos que les producían sopor y apatía. Noches de insoportable
calor húmedo incompatible con la ducha; trayectos en vagón de cercanías desde
Barcelona, devorando “The girl on the train”; un sueño romántico
truncado, otra huida hacia adelante; sudores salinos a juego con su nombre…
Marina).
La muchacha está en su salsa, disfruta el momento.
Consciente de que, en dos semanas, tres meses… trece años, acabará regresando a
España, y jamás volverá a vivir aquello.
Embelesado, el muchacho belga la mira como si fuera la
mismísima Penélope Cruz. Su inglés, casi perfecto (es lo que tiene disponer de
televisión sin doblaje) intercala frases breves, aquí y allá, con el
característico acento afrancesado. Ella se sabe protagonista y relata
escaramuzas del Erasmus, líos de casa, viajes, aventuras y amantes exóticos,
toda una mezcolanza de fantasía y vivencias. Él, la contempla, escucha, ríe, tienta.
Vibra la maltrecha mesa. Iluminada la pantalla de un móvil
que se acerca con peligro al borde. Ambos se hallan sentados en uno de esos
sofás psicodélicos, feos, como sacados del “Cuéntame”; vintage, dicen
los modernos para darse importancia; aquellos que lucen camiseta dos tallas
menor, brazos de mangas tatuadas y barba pseudo-yihadista. Sí, los mismos que
saludan “Holi” sin atisbo de vergüenza, toman té chai con leche de burra
tibetana, y cubatas con pajita auto biodegradable servidos en absurdos tarros
de melocotón en almíbar reciclados (siempre me pregunto qué diablos harán los
camareros con tanta tapa suelta). Jipsters, se hacen llamar, los disparatados
jipis de este siglo ridículo.
Pide disculpas, chico educado, lee y contesta el mensaje,
pulgar en ristre, a velocidad adolescente. Ignoro la explicación que da a la
chica, no alcanzo a entender el diálogo, más allá de un par de palabras
sueltas. Tampoco es mi intención. Mas la escena siguiente es curiosa.
La puerta se abre y un pedazo de noche entra en el bar.
Una joven alta y rubia, de ojos cristalinos, se dirige hacia
ellos. Su figura grácil se desliza con pasos decididos. Saluda al chaval, esquivando
su beso, en el último instante, que no alcanza a rozar la comisura de los
labios. No llega a cobra, pero sí a culebrilla. Seria, cordial, estrecha la
mano de la española (aquí sí, marcándose una cobra, de manual, ante el amago de
la morena para darle dos besos). Sin nada que añadir, se excusa y busca la
escalerilla, camino del baño. El chico titubea, al final toma asiento. La
catalana, todavía en shock, trata de comprender qué error cometió con el saludo
(convencida de que el manido par de besos era apuesta ganadora).
Aquí no acaba la cosa
La novia (me jugaría el Lamborghini que no poseo a que lo
es) retorna del tocador, y enfila el camino hacia la puerta, ante el asombro de
la pareja parlanchina. Abandona el local. Sin decir una palabra, diciéndolo
todo. Él, calla por un momento, mira a su interlocutora que respeta el
silencio, desvía los ojos hacia la puerta, luego a través de la ventana, duda,
sonríe confuso. No se levanta. Supongo que aquellos ojos castaños vencen la
batalla.
Contemplo la escena, divertido, con disimulo. “Chaval, hoy
duermes en el sofá”, me digo. Sí, esta noche tus jóvenes huesos descansarán en
uno de esos sofás viejunos que tenéis en vuestro piso compartido (quizás, con
otro chico polaco y una checa). Un sofá descolorido, cascado, con el muelle
peleando por emerger a la superficie, que se clavará en tu espalda de nadador (mientras la luz ambarina del
farol atraviesa la ventana sin cortinas para incordiarte entre pesadilla y
pesadilla). Dormirás en un sofá con solera, justo como el que da confort a tu
trasero en este momento, en el que disfrutas y sonríes, rozando el éxtasis,
oliendo su perfume como un niño lector percibe el aroma que desprenden las
páginas de un libro nuevo. Esta noche dormirás en vuestro sofá vintage.
No puedo dejar de pensar que si la novia del chico fuera de otra nacionalidad la escena habría tenido algún tirón de pelos incluido.
ResponderEliminarBesos.
👍😅
EliminarDe acuerdo con Devoradora de Libros, si la novia llega a ser española o italiana.., la que se podría haber liado..😆 Saludos de Silvia
ResponderEliminarChicas, eso ya serían palabras mayores. Gracias por leer y comentar. Un saludo.
ResponderEliminarA veces, los nórdicos tienen formas de actuar que, personalmente, me resultan mucho más agresivos que los "ladridos sureños" que gastamos en otras latitudes.
ResponderEliminarNada como un serio silencio para cortarle la meada a cualquiera: creo quizás que esa fue la jugada... Un simple y claro silencio: "Con nada que decir, queda todo dicho".
Ajedrez Tridimensional :-))
Exacto, nada sale de mis labios, y te lo digo todo. Esa era la idea. Eso fue lo que yo leí de aquella escena, que fue algo diferente, claro. Pero si quisiera algo calcado, habría hecho una foto y la hubiera subido aquí, sin más.
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