domingo, 26 de mayo de 2024

F185 - Un sofá vintage, (Bruselas X)

 

Bruselas me tiene encandilado. El ambiente festivo, los visitantes alborozados, sus mil y un chocolates y gofres de ensueño; el aroma a levadura de cerveza que es como huele la nostalgia (cierro los ojos y me hallo subiendo Slateford Road, junto a Caledonian Brewery, la fábrica de cerveza, en mi añorada Edimburgo). No es novedad, esto de encandilarse. Me sucede a menudo, visitas que son tentaciones, sitios que susurran quédate para siempre, o al menos otros trece años. Lisboa, Praga, las islas Aran, Tenerife, isla de Skye, incluso Boloña, a pesar de mi corta estancia entre temblores febriles y camisetas nocturnas empapadas de sudor. Mi espíritu enamoradizo me arroja en brazos de ciudades, libros y camareras.

Ha oscurecido, poco a poco, como si el día me hubiera dado la oportunidad de retirarme temprano. No lo hice. Estoy a gusto paseando por las calles de la capital belga, luz de escaparates, la noria iluminada asoma en la distancia, la luna, celosa, luce llena. Observo la gente a mi alrededor, gente ociosa, divertida, diría que feliz. Supongo que todos tratamos de esconder el monstruo interno, sobre todo en vacaciones.

En ocasiones, es el lugar (incluso una novela) quien te encuentra a ti. Una ciudad, un museo escondido, un parque periférico, un bar al fondo de una callejuela.

La fuerza desconocida me atrae a su interior. Carezco de otra manera para explicarlo. Un hilo de música que escapa a través de la puerta entreabierta, las risas acarameladas, la media luz que refleja su ventana. No lo sé.

El ambiente es acogedor, cosy, que dirían mis amigos escoceses. Una estancia pequeña, luz de velas, la diminuta barra al fondo, en forma de herradura. Equipo de música clásico, con su tocadiscos, amplificadores, sintetizador, bafles y demás parafernalia musical. Montañas de vinilos (tesoro en peligro de extinción) se amontonan sobre baldas que escalan las paredes. Mesas de madera, tamaño y formas diversos, sillas con respaldo una de cada padre, sillones y sofás un tanto estrafalarios. Los servicios situados en el piso de arriba, al que se accede por una angosta escalera de caracol, sus altos escalones trampa mortífera para viejos y borrachos.

Elijo una mesa individual de forma ovalada, una silla coja, y una cerveza fría, de nombre impronunciable, sugerencia del camarero; cabello largo recogido en coleta, un par de pendientes en la oreja izquierda, una estrella de siete puntas tatuada en el antebrazo; simpático, hablador, profesional. Frente a mí, sentado a una mesa de aspecto desvencijado, un trío de muchachas estadounidenses todavía con las maletas a su vera −camisetas y tops escotados, vaqueros rotos, rostros sonrojados, juventud a borbotones− ataca cerveza tras cerveza, siguiendo el orden de la lista plastificada, entre risas, exclamaciones y coqueteo. Sin embargo, mi atención toma otros derroteros, una pareja, justo a mi izquierda. Un chico, una chica, charlan en inglés de estudiante, así lo llamo yo. Él podría ser francés, por el acento, pero lo supongo belga. Alto, cuerpo atlético, rostro atractivo con ligero toque malote. Ella, española. Su acento y aspecto la delatan ante mis sentidos refinados para estas lides. No es bella, tampoco fea. No parece alta, sin llegar a ser bajita. Ojos castaños, algo almendrados (efecto aumentado por la rayita de rimel). A pesar de ello, atesora ese algo que eclipsaría la hermosura de mil y una modelos belgas. Su desparpajo, su risa, su gozo, ese parloteo en Spanglish (él, cómo no, muestra interés por su idioma materno) me traen recuerdos de Erika y nuestras citas lingüísticas en el viejo Elephant House.  Al cabo de unos minutos confirmo lo intuido, dice ser de una ciudad catalana, Tarrasa; una catarata de carcajadas brota de su boca, tras el vano intento de pronunciación del joven. La sola mención del lugar evoca recuerdos agridulces (mi primer trabajo de regreso a España, canguro inglés para una familia acomodada, cual vulgar Mary Poppins pero sin vestido, paraguas mágico, ni sombrero; tres niñas y un niño, juegos analógicos y obsoletos que les producían sopor y apatía. Noches de insoportable calor húmedo incompatible con la ducha; trayectos en vagón de cercanías desde Barcelona, devorando “The girl on the train”; un sueño romántico truncado, otra huida hacia adelante; sudores salinos a juego con su nombre… Marina).

La muchacha está en su salsa, disfruta el momento. Consciente de que, en dos semanas, tres meses… trece años, acabará regresando a España, y jamás volverá a vivir aquello.

Embelesado, el muchacho belga la mira como si fuera la mismísima Penélope Cruz. Su inglés, casi perfecto (es lo que tiene disponer de televisión sin doblaje) intercala frases breves, aquí y allá, con el característico acento afrancesado. Ella se sabe protagonista y relata escaramuzas del Erasmus, líos de casa, viajes, aventuras y amantes exóticos, toda una mezcolanza de fantasía y vivencias.  Él, la contempla, escucha, ríe, tienta.

Vibra la maltrecha mesa. Iluminada la pantalla de un móvil que se acerca con peligro al borde. Ambos se hallan sentados en uno de esos sofás psicodélicos, feos, como sacados del “Cuéntame”; vintage, dicen los modernos para darse importancia; aquellos que lucen camiseta dos tallas menor, brazos de mangas tatuadas y barba pseudo-yihadista. Sí, los mismos que saludan “Holi” sin atisbo de vergüenza, toman té chai con leche de burra tibetana, y cubatas con pajita auto biodegradable servidos en absurdos tarros de melocotón en almíbar reciclados (siempre me pregunto qué diablos harán los camareros con tanta tapa suelta). Jipsters, se hacen llamar, los disparatados jipis de este siglo ridículo.

Pide disculpas, chico educado, lee y contesta el mensaje, pulgar en ristre, a velocidad adolescente. Ignoro la explicación que da a la chica, no alcanzo a entender el diálogo, más allá de un par de palabras sueltas. Tampoco es mi intención. Mas la escena siguiente es curiosa.

La puerta se abre y un pedazo de noche entra en el bar.

Una joven alta y rubia, de ojos cristalinos, se dirige hacia ellos. Su figura grácil se desliza con pasos decididos. Saluda al chaval, esquivando su beso, en el último instante, que no alcanza a rozar la comisura de los labios. No llega a cobra, pero sí a culebrilla. Seria, cordial, estrecha la mano de la española (aquí sí, marcándose una cobra, de manual, ante el amago de la morena para darle dos besos). Sin nada que añadir, se excusa y busca la escalerilla, camino del baño. El chico titubea, al final toma asiento. La catalana, todavía en shock, trata de comprender qué error cometió con el saludo (convencida de que el manido par de besos era apuesta ganadora).

Aquí no acaba la cosa

La novia (me jugaría el Lamborghini que no poseo a que lo es) retorna del tocador, y enfila el camino hacia la puerta, ante el asombro de la pareja parlanchina. Abandona el local. Sin decir una palabra, diciéndolo todo. Él, calla por un momento, mira a su interlocutora que respeta el silencio, desvía los ojos hacia la puerta, luego a través de la ventana, duda, sonríe confuso. No se levanta. Supongo que aquellos ojos castaños vencen la batalla.

Contemplo la escena, divertido, con disimulo. “Chaval, hoy duermes en el sofá”, me digo. Sí, esta noche tus jóvenes huesos descansarán en uno de esos sofás viejunos que tenéis en vuestro piso compartido (quizás, con otro chico polaco y una checa). Un sofá descolorido, cascado, con el muelle peleando por emerger a la superficie, que se clavará en tu  espalda de nadador (mientras la luz ambarina del farol atraviesa la ventana sin cortinas para incordiarte entre pesadilla y pesadilla). Dormirás en un sofá con solera, justo como el que da confort a tu trasero en este momento, en el que disfrutas y sonríes, rozando el éxtasis, oliendo su perfume como un niño lector percibe el aroma que desprenden las páginas de un libro nuevo. Esta noche dormirás en vuestro sofá vintage.

 

Truquitos                                                                                                     Quedada Foro Spaniards



5 comentarios:

  1. No puedo dejar de pensar que si la novia del chico fuera de otra nacionalidad la escena habría tenido algún tirón de pelos incluido.

    Besos.

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  2. De acuerdo con Devoradora de Libros, si la novia llega a ser española o italiana.., la que se podría haber liado..😆 Saludos de Silvia

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  3. Chicas, eso ya serían palabras mayores. Gracias por leer y comentar. Un saludo.

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  4. A veces, los nórdicos tienen formas de actuar que, personalmente, me resultan mucho más agresivos que los "ladridos sureños" que gastamos en otras latitudes.

    Nada como un serio silencio para cortarle la meada a cualquiera: creo quizás que esa fue la jugada... Un simple y claro silencio: "Con nada que decir, queda todo dicho".

    Ajedrez Tridimensional :-))

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