Estos días he recordado de nuevo al amigo Murphy. Aunque empiezo a tener dudas. Una cosa es que el maestro de las tostadas pasee por tu día y otra que seas gafe. En ciertas circunstancias brota la pregunta del millón de rupias: ¿estas cosillas sólo me suceden a mí?
Mejor les cuento, y ustedes deciden.
Con los años, como los coches, uno va necesitando revisiones
y citas de mantenimiento. Y de vez en cuando, una ITV. Hoy tocaba comprobar el
estado de los neumáticos y poner algún que otro parche: hoy tocaba pies. Visita
al podólogo, como se autodenominan, los que adoran toquetear pies ajenos, para
darse importancia.
Me presento con
antelación, los británicos me inculcaron aquello de la puntualidad, aunque aterricé
con los deberes medio hechos; venir de fábrica sin gepese crea ciertos
hábitos, acostumbras a ir sobrado de tiempo a cualquier evento o cita, por si
te pierdes, por si no te ubicas, que dicen ahora los estiradillos de turno.
La singular pareja llega un poco después. Matrimonio japonés
de mediana edad tirando a prejubilación.
Llama mi atención que él entre primero; ella, tras unos segundos eternos en
posición de firmes, con cabeza gacha, cruza el umbral (a punto estuvo de
cerrarse la puerta en su cara). Como si hubiera pedido permiso mentalmente.
Ropa de excursión: él, pantalones de monte y cortavientos goretex de tonos
apagados, y botas impregnadas de barro. Ella, más de lo mismo, pero sus botas
apenas tienen lodo. Ambos portan gafas de montura metálica, un tanto pasadas de
moda, o quizás vintage explorador. A pesar de la distancia física
(sillas separadas) noto complicidad entre ellos, aquella que nace y crece
durante toda una vida cercana. Gestos gemelos, conversación tranquila, idéntica
postura al sentarse, la curiosidad compartida. Son viandantes del Camino de
Santiago, no es necesario poseer una Licencia de Investigador Privado
para percatarse. Dos caminantes, con barro en las botas, en la salita de espera
del podólogo. Todo muy almodovariano, a pesar de los colores deslavados.
No puedo evitar observarles, a hurtadillas. Parapetado tras
mi libro, lanzo ojeadas distraídas. Todo lo contemplan con curiosidad
científica. Móviles en mano. Ella, dos terminales, que sujeta con una sola
mano, emparejados, como si los aparatos estuvieran haciendo cositas amorosas.
Él, alza el suyo, con desgana, trata de sonreír sin mucho éxito y dispara un
par de selfis, con la pared −plagada de marcos: diplomas y fotos de pies
retorcidos− de fondo. ¿Esto se considera kitsch? Ni idea.
Reparo en la mochila que acarrea la mujer. Apoyada sobre sus
rodillas. Aspecto barato, de tienda de chinos. Tejido bicolor: azul y granate.
Un escudo del F. C. Barcelona en la parte delantera. La lengüetilla que tira de
la cremallera superior recubierta con una funda rojigualda. Cuántos
sentimientos encontrados en tan poco espacio, pienso.
−Jorge, ya puedes pasar −dice la auxiliar, sonriendo tras la
mascarilla.
Espero unos minutos, sentado en aquella butaca reclinable,
descalzo, pies apoyados sobre un simpático papel decorado con dibujos de pinreles
que se carcajean. Pura felicidad podal.
Música suave de fondo. Aire acondicionado que pelea contra
este octubre tropical. Estoy cómodo, a pesar de que el desasosiego amenaza con
tomar la plaza. No es fácil relajarse, observando objetos punzantes, utensilios
que pueden rasgar la piel, herramientas que provocarían sangrado… instrumentos
de potencial torturador sobre una servilleta de papel color verde urgencias, y
botes con símbolos de contenido tóxico y radiactivo aquí y allá.
La podóloga comienza su labor, con aquellas grandes tijeras
que parecen de podar cepas. Se muestra afable; conversamos sobre niños,
trabajo, politicastros y vida.
De repente, la oscuridad.
Exagero, porque es mediodía y el ventanal de considerable
tamaño. Mas el potente foco de trabajo se apaga, la música de fondo cesa, las
luces del techo se unen a la sentada. El aparato de aire, tras un par de
tosidas, cof, cof, enmudece. El piloto verde que indica actividad de la
máquina con tornos, pulidores y otros instrumentos, parpadea comatoso y muere.
−¡Vaya por Dios! Disculpa, Jorge, voy a ver qué sucede −dice
la doctora, y sale del cuarto.
Vi obras en la calle. Difícil no reparar en ellas cuando
pulsas el portero automático. Polvo, ruido y olores diversos te dan la
bienvenida. Dicen estar mejorando un paso de peatones. Aunque viendo el tamaño
del socavón dudas si estarán horadando la entrada inaugural de metro en la
pequeña ciudad norteña. Quizás un obrero se dejó llevar por el entusiasmo,
radial en mano, y cortó el cable rojo… y
el verde, y el amarillo.
Si a ello añadimos que un vientecito con vocación de huracán
y bautizado Kirk (suena a pistolero duro: Kirk Douglas) está haciendo de las
suyas por todo el norte de España, lo del apagón empieza a tener más
pretendientes que la hija de Amancio Ortega en sus años mozos.
Porque el apagón es general. El bar de abajo, el dentista
del piso inferior, el bufete de abogados arriba. Todo el edificio fundido a
negro, como en una película de misterio. Ruego que no desaparezcan clientes y
pacientes, de uno en uno, cual víctimas en “Los diez negritos”, o “Los
solitarios”.
Me envían para casa.” Lo lamento mucho, Jorge, esto va para
largo”, dice la buena mujer tras realizar un par de llamadas. Acordamos una
siguiente cita; cruzo los dedos tras la espalda, como cuando éramos chiquillos.
No acepta ni un céntimo, detalle que agradezco.
El hall está vacío, ni rastro de los japoneses. Quizás
requerían algún tipo de cura urgente y quedaron servidos. Así lo espero, ¡Buen
Camino!, les deseo en un susurro.
Apenas una semana después. En otra ciudad, otra vida.
Día gris y triste. La tormenta dando sus últimos coletazos.
Decido ir al cine, antaño refugio habitual. Hoy, los precios, Netflix y las
infames películas españolas de subvención asegurada, hacen de mis visitas a la pantalla
grande algo esporádico.
“Soy Nevenka”, dice la cartelera. Icíar Bollaín, la
directora. Sonrío, recordando aquella película que me hizo soñar mil años ha.
Cuando el cine patrio todavía podía sorprenderte. Film, quizás, germen
inconsciente de mi futura escapada escocesa, quién sabe. “Hola, ¿estás sola?” rezaba
el título. Ignoro si mi nostalgia se debe al contenido de la cinta o a los
veintipocos años que yo lucía.
Me vengo arriba, “para dos días al año que vienes”, trato de
convencerme, de callar la vocecita que susurra palabras incómodas, dieta,
calorías, sal, michelines. En el mostrador, palomitas, chocolatinas,
botellín de agua. Un festín cinéfilo.
La fila es interminable. El local, en restauración. Golpes y
taladros de fondo. Me persiguen las obras en este país del ruido. Espero que la
sala esté bien aislada.
−Aquí tiene. Sala dos, fila tres, butaca trece
−dice la adolescente, su gesto concentrado impide brotar la sonrisa.
Tras picar el tique, es un decir pues la señora de la puerta
se limitó a echar una ojeada, tras unas gruesas lentes, me dirijo a la doble
puerta. Sala dos, reza un cartel junto a un folio, con el título multicolor del
largometraje, pegado con celo.
Es una sala diminuta, los multicines se cargaron el invento.
La magia se desangró, apuñalada por la avaricia. Única meta, amortizar el metro
cuadrado. Apenas media docena de filas. La tercera por la mitad. Me acerco,
miro hacia un lado, hacia otro, la numeración cada vez más absurda en los cines
modernos. No consigo encontrar el maldito trece, nunca mejor dicho. Salgo un
tanto azorado. Bajo la luz amarillenta del pasillo, con dedos temblorosos,
extraigo la funda y me coloco las gafas de viejo. Compruebo los numeritos
hechos diminutos a propósito, para confundirnos. Sala dos, fila tres,
butaca trece. What the fuck!, no puedo evitar el juramento en voz
alta. Nadie parece escucharlo.
−Señorita, por favor −digo a la mujer que “picó” la entrada.
Me mira como a un extraterrestre recién aterrizado. Lo de señorita ya no
se lleva, Jorge, me abronco.
Le comento el problemilla. Mire usted, quizás estoy algo
torpe, no logro hallar mi asiento. En su defensa, debo indicar que en ningún
momento me miró mal, ni insinuó que en efecto era un tipo de lo más torpe. Algo
sospechaba la señora.
Entra con rapidez a la sala de juguete. El Cinexin lucía más
glamur. Sigo sus pasos cual fiel escudero. Índice alzado, señala.
−Mire, ahí mismo, en la fila tres, a la izquierda,
junto a la pared está su asien…
Silencio.
Me mira, ojos muy abiertos.
La miro, más curioso que enojado.
Fundido a negro.
Sale a la carrera, despavorida, con mi entrada en la mano, murmurando
palabras sin sentido, quizás en alguna lengua muerta, hace aspavientos en
dirección Taquillas.
Al cabo de un rato, regresa. La espero junto a la doble
puerta, el cartón de palomitas en una mano, el agua en la otra, las
chocolatinas derritiéndose en el bolsillo trasero.
Con gesto contrariado, serio, extiende su mano. El gesto
invita a la imitación, así que extiendo la mía, sujetando precariamente el
botellín helado bajo la axila.
−Lo lamento muchísimo, la butaca trece no existe
−dice, depositando en mi mano un puñado de monedas que amenaza caer.
Da media vuelta y desaparece tras una puertecita que juraría
no estaba cuando llegué… un eco de risa brujeril alcanza mis oídos, o tal vez
se trate del sonido de una broca de taladro al penetrar la pared, y mi mente haga
el resto.
“Se acerca el puto Halloween”, me digo, mientras acerco el
cubilete al rostro y ataco a bocados las palomitas.
Murphy contrataca! (o te ha mirado un tuerto).
ResponderEliminarMientras sólo se traten de esas cosillas.. ahora por si acaso compras algún cupón de los ciegos y te quedas todas las papeletas que se te crucen de Navidad (tiembla cartera..).
A los veintipoco todo se vive más intenso y esos recuerdos se graban a fuego. Agotador.
Sí, los cines ahora tienen menos gracia, encanto.. pero reconozco que mejores butacas y sonido :)
Espero que pasaras la itv, eventually.
A cuidarse!
Orxatis
PS. Ojo con el Halloween, que a Murphy lo tienes torcido.
Hola, Orxatis. Yo, en otra vida, iba muchísimo al cine, tanto en España como después en Escocia. Ahora muy poquito.
ResponderEliminarNo celebro Haloween, pero guardo gratos recuerdos de la experiencia en Edimburgo (los nenes disfrazados en las guardes, y los críos haciendo el Trick or Treat puerta a puerta por mi barrio).