jueves, 31 de octubre de 2024

F200 - Más allá de la realidad

 Lo prometido es deuda. A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Permítanme, hoy, la osadía de burlar las reglas; consentir que Jorge Ariz salte al otro lado del muro, que escape de este rincón de palabras apretujadas al mundo ficticio; para convertirlo en personaje. Llámenlo, si gustan, pequeño homenaje para celebrar su batallita número doscientos.

Nada de lo relatado a continuación sucedió, todo es fruto de la imaginación de este humilde juntaletras. Como afirman los escritores a quienes tanto admiro, escritores pata negra: cualquier similitud con acontecimientos reales, cualquier parecido de los personajes con ciertas personas, sería producto de la casualidad, obra del azar, una carambola del caos. (Siempre soñé decir esto).

Mera coincidencia, como el hecho de ser, en unas horas, noche de Halloween… o quizás no.

Una última advertencia, tamaño XXL, así que relájense, conecten el modo pantalla grande (ordenador) y no se me duerman.

 

 

                               Frágil cual muñeca desnuda

 

Apenas llevaba tres meses en Edimburgo cuando la conocí.

Recuerdo entrar en aquel bar confuso, alicaído, al borde de la derrota. Necesitaba alcohol, mucho alcohol, alcohol en vena; yo que siempre fui abstemio. ¿En esto consistía mi sueño? ¿Así resultó la gran aventura que imaginé? Abandoné España porque deseaba emular a Edmundo Dantés, protagonizar andanzas novelescas, cruzarme con John Rebus en el Oxford Pub… yo quería ser Teresa Mendoza. ¿Y qué logré? ¿Limpiar retretes en una hamburguesería por cuatro míseras libras la hora? ¿Aguantar las chanzas de los compañeros? ¿Malvivir en un albergue apestoso, un cuarto repleto de literas, paredes desconchadas, olor a orines de gato, gemidos nocturnos y cucarachas con capacidad trepadora?

Al menos, quedan mis novelas. Intenté consolarme.

Acometí la tercera pinta de cerveza, ya a media asta; mi propia carga ladeada. Entonces la vi, una solitaria silueta, encorvada sobre la mesa alta del fondo, la observé durante un instante, de forma subrepticia, vistazos rápidos por encima del borde del vaso. Pelirroja, cabello largo, rostro blanquecino iluminado por su teléfono, vaqueros rotos, chupa de cuero. Delgada y de baja estatura, sus botas no alcanzaban el reposapiés del taburete. Parecía delicada como una caricia. No debía de rebasar los diecisiete años.

Entonces, sintiéndose observada alzó la vista, clavándola sobre mí. Noté la succión de todos mis pensamientos, no sólo del presente, sino todo lo experimentado durante mis treinta y un años de vida. La muchacha robó millones de diapositivas almacenadas en mi cerebro. Apoyé la bebida sobre la mesa, aguantando aquella mirada, a pesar de que una voz interior me susurraba que no lo hiciera, que saliese de allí a la carrera.

Después de una eternidad, que duró segundos, ella sonrió de modo extraño, más enigmático que atractivo. Una sonrisa de niña traviesa que hubiera hecho un pacto con el diablo, una vampira aficionada, una ociosa brujilla. Incapaz de bajar la vista, imantado por una fuerza alienígena, devolví el gesto, más ingenuo, mundano, una bandera blanca; sin embargo, una brizna de esperanza estalló en colorines y artificios: tal vez tenga veinticinco, y parezca más cría. Un guiño cruzó el espacio entre las mesas y burló mis defensas. El chiquillo era yo, ella la diosa.

Sin saber que aquella seña destrozaría mi vida.

Valentina, así resultó llamarse, se convirtió en mi sombra durante las siguientes semanas o, más bien, yo en la suya. Uruguaya, de Montevideo, según me contó. Valentina, enamorada hasta las amígdalas del profesor de filosofía, al cual escribía y escribía y escribía cartas que él nunca contestaba.

Un padre con mano exploradora, adepto a los juegos manuales, y labios pegajosos que desbordan deseo. Una madrastra con currículo de cuento. Aptitudes óptimas para el puesto. Nada veía, nada escuchaba, nada censuraba. Licenciada en licores y bebidas espiritosas, máster en Manipulación de Mentes Masculinas.

Huyó del país con apenas quince años, escondida en un carguero, el cual, tras larga travesía arribaría en el puerto de Glasgow. Descubierta por un vigilante del buque, a los dos días de viaje, sació el hambre sufrida, macarrones con tomate por kilos, bizcocho de zanahoria obsequio del pinche de cocina; colmó su sed a base de agua y zumo de piña; pero acabó entre las paredes de un centro de acogida, según amarró el barco.

En una semana se fugó.

−Prefiero morir asesinada en la calle a vivir enjaulada −dijo, en una de nuestras conversaciones, entre canuto y cerveza (con ella me gradué en ambos vicios). Yo reí, sin darle importancia, acostumbrado a sus frases lapidarias. El aroma dulzón anotó su puntito extra.

Un mal día, discutimos. Gritamos. Nos arrojamos calderos de resentimiento y frustraciones. La distancia mínima tornó en desierto. Las confidencias levantaron el campamento, arrojando agua sobre la fogata.  Mi remordimiento, un continuo y constante bombardeo. El trabajo pasó de asqueroso, con ensoñaciones platónicas y rostro bobalicón, a repulsivo a secas. El albergue fue mi búnker, refugio de zambombazos y recuerdos.

Recibí la llamada en plena madrugada.

Pasaban un par de minutos de las tres. Mi pequeño Nokia vibró bajo la almohada (guardado junto a la cartera, a salvo de manos inquietas. Las novelas que traje dormían en la taquilla abierta. Nadie roba libros). Observé la pantalla, sin llegar a verla y, aún somnoliento, presioné la tecla verde mientras bajaba aquella escalerilla infernal, tratando de no romperme la crisma. Nada, el aparato continuaba vibrando. ¡Maldito cacharro obsoleto! El suelo estaba helado, pero decidí no perder un segundo buscando las zapatillas. Aquello no era normal, alguna desgracia hubo de suceder, pensé, para que llamen a semejante hora. ¿Acaso a mi hermano? ¿Mi padre? ¿La nena? Me tranquilicé un poco al comprobar la ausencia del 0034, prefijo desde España. El número reflejado contenía el 0131 local. Volví a pulsar la consabida tecla verde, mientras abandonaba el dormitorio camino de los baños comunes.

−¡Jorge, ayúdame, por favor! ¡Me han encontrado! Ellos…

La comunicación se cortó. Me contemplé allí quieto −desde arriba, como si hubiera salido de mi cuerpo −sentado en aquella mugrienta taza de inodoro, en gayumbos, con el pelo largo y sucio, legañas de kilo y medio, semidormido, mirando la pantallita de aquel móvil barato, ya oscura como mi conciencia.

Las rodillas me temblaron.

Me disponía a pulsar la tecla de rellamada, cuando caí en la cuenta de que no procedía de su celular (como ella decía), el cual tenía fichado. Antes de marcar, una rara intuición congeló mi dedo en el aire. Podría ser peligroso para ella, advirtió aquel murmullo interior. Desistí.

−¿Y ahora, qué demonios hago? −dije a los azulejos con chorretones. Procuré no inspirar por la nariz. Apestaba a mierda, pis y algún otro fluido humano. Un hedor que se reía a mandíbula batiente de la lejía derramada.

Traté de calmarme, mientras me vestía, en silencio, a tientas. Uno de aquellos bultos, tosía bajo las mantas desde la cama inferior de una litera cercana, otro más allá, balbucía palabras ininteligibles, entre lamentos escapados de alguna pesadilla, mientras un tercero expulsaba una larga ventosidad a modo de protesta. Salí de la habitación, con sigilo, mi último deseo, despertar a alguno de aquellos seres del inframundo.

La noche era fría, la luna llena, cuyo cerco le otorgaba aspecto de huevo desparramado; la acera, húmeda por el relente, reflejaba la luz amarillenta de las farolas. Un taxi multicolor, naranja, azul, gris, y el logo de IRN-BRU impreso sobre la carrocería, pasó junto a mí, sus ruedas salpicaron agua de un charco.

−¡Que te jodan, cabrón!  −grité en inglés, imitando el acento escocés chungo que oía a diario entre mis entrañables compañeros de dormitorio.

Recordé, de pronto, las palabras de Valentina. Acudieron a mi mente desde un cajoncito olvidado, al fondo de la memoria. Las mencionó la noche en la que nos conocimos, las tomé a broma, una exageración para darse importancia. Una tontería de una cría que resultó alcanzar los dieciocho, recién cumplidos.

−Si algún día desaparezco, busca a Meghan. No la llames por teléfono. Ellos lo escuchan todo.

Meghan era una vieja amiga, dijo. Inglesa, pero afincada en Edimburgo media vida. Periodista, y escritora de novela erótica. La ayudó durante los primeros días (cama, comida, un poco de dinero, y algún que otro abrazo), recién fugada del Centro de Acogida. Sin embargo, también se zafó de su empatía, de su cariño desinteresado, regresó al frío de las calles, a vagar desangelada, a robar fruta, magdalenas de colores, y esquivar borrachos.

−Quiero buscarme la vida sola, odio vivir de prestado… aunque Ellos me localicen… como susurran las voces… y un día aparezca muerta en una cuneta −dijo, en otra ocasión. Yo callaba, no la cuestionaba, ni le pedía explicaciones acerca de esos misteriosos personajes, que parecían habitar sólo en su cabecita.

Ignoro cómo logró subsistir hasta ahora, evitando a los guardias, sin llegar a sucumbir ante los Servicios Sociales, cómo logró continuar con vida en aquella ciudad hostil, bajo el barniz que embriaga a los turistas, ella, frágil como una muñeca desnuda. Quizás justo hasta hoy. Quizá yazca en una zanja, apaleada, violentada, su cabello de fuego cubriendo el rostro pálido, carente de vida, moteado de sangre, como tantas veces ella misma describía, a modo de morbosa premonición de niña traviesa, adicta a las novelas de Stephen King y los cuentos de vieja.  Pensé, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de norte a sur, pasando por el ecuador. El vello erguido; toque de guerra; corre o pelea.

−¡Jorge, déjate de boludeces, carajo! −me abronqué, rasgando el silencio de la noche. Sonreí ante la expresión utilizada. Tan uruguaya, tan propia de Valentina.

Alcancé el barrio de Leith sin caer víctima de ningún atraco. Todo un logro a aquellas horas intempestivas, atravesando los jardines de Links. Reí, imaginando el careto que pondría el yonqui de turno, al cachearme, navaja en ristre, y comprobar que su botín ascendía a cuatro libras, y cuarenta y ocho centavos. A lo justo  alcanzaría para la cucharita, el filtro de cigarrillo y un limón. De la dama blanca, olvídate.

El sonido del timbre alumbró aquella avenida repleta de casas adosadas. Giré la cabeza echando un vistazo atrás. No había un alma en la calle. Tampoco hubo respuesta. Insistí con un poco más de ahínco, convencido de que algún vecino llamaría a la policía, al ver a tal desarrapado incordiando en un vecindario pijo.

Justo me volvía, en retirada, cabizbajo, la puerta se abrió.

−¿Eres tú, Jorge?  −Valentina me la presentó en su día, cuando todavía vivía bajo el amparo de su cálida presencia  −¿Qué sucede? ¿Se trata de  Valentina? −lo preguntó a su manera, ojos muy abiertos, cejas alzadas, los labios torcidos. Meghan se volcaba con los demás, vivía miles de vidas.

Entonces, extasiado, no pude aguantar más, rompí a llorar.

Meghan me invitó a pasar. Tomamos un té con leche en la cocina. Ya sosegado, le relaté lo sucedido. Tras escucharme, sin interrumpir, sacó su móvil y marcó un par de números seguidos. El de su confidente, asesor, y me temo que amante, y el de la policía.

Tras unas pesquisas, y otro par de tés, recibimos la desoladora noticia.

Valentina se hallaba en la comisaría sita en la Plaza Gayfield, bajo custodia, más en calidad de protegida que de investigada. Estuvo ingresada, durante las previas cuarenta y ocho horas, en el Ala de Salud Mental del Royal Hospital, en Morningside, tras sufrir una crisis con visos de brote psicótico. La sorprendió un taxista camino de casa, tras el turno de noche. De pie, en mitad de la carretera, vestía una minifalda a cuadros escoceses, algo caída, sin medias, una blusa arrugada que en su día fue blanca, zapatillas viejas. Alrededor de su cuello colgaba un sostén negro, rasgado,  probablemente suyo. Y sujeto entre las manos un puñado de sobres, abiertos de forma tosca, arrugados, de aspecto ajado.

−Las 48 cartas que mi padre escondió, las 48 cartas que mi padre escondió… −balbucía; sus pupilas a miles de millas; una mezcolanza de lágrimas, sangre, mocos y saliva goteaba sobre el capó del taxi negro, enorme, de formas redondeadas y aspecto clásico.

−¿Cariño, estás bien?  −preguntó de forma estúpida, a la par que preocupada el taxista −¿Hablas inglés? −añadió el tipo, obeso, cráneo rasurado, brazos repletos de tatuajes azules, deslavados.

Entonces, ella encendió aquellos faros en plena noche de tormenta, que llenaban su rostro, chispeantes, ora malévolos, ora virginales, como la protagonista revoltosa de un manga nipón, los cuales atravesaron los ojos saltones del chofer, cuya papada compartía talla XXL con las ojeras.

 El conductor vio una muchacha indefensa, aterrada (la risita pícara escondida tras las cortinas), que dijo, en perfecto inglés:

−¡Ha sido Jorge!; ¡Jorge Ariz intentó matarme!

Fui localizado, detenido, y esposado por un par de policías descomunales, con cara de dieta vegetariana, uniforme oscuro y chaleco antipuñaladas; emplearon lenguaje educado y modales férreos: “desearíamos que nos aclarase un par de asuntos, Míster”· Me sentí manejado cual equipaje de clase turista, ninguneado, arrojado primero al interior de una furgoneta con rejas, después a un calabozo tétrico, de época victoriana, frente al cual mi añorado hostal se me antojó el Hilton.

El destino, burlón, me reveló el infierno: ¡bienvenido a tu Castillo de If, pringado!

 


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