Lo prometido es deuda. A modo de recordatorio, pinchen aquí.
Permítanme, hoy, la osadía de burlar las reglas; consentir
que Jorge Ariz salte al otro lado del muro, que escape de este rincón de
palabras apretujadas al mundo ficticio; para convertirlo en personaje.
Llámenlo, si gustan, pequeño homenaje para celebrar su batallita número
doscientos.
Nada de lo relatado a continuación sucedió, todo es fruto de
la imaginación de este humilde juntaletras. Como afirman los escritores a
quienes tanto admiro, escritores pata negra: cualquier similitud con
acontecimientos reales, cualquier parecido de los personajes con ciertas
personas, sería producto de la casualidad, obra del azar, una carambola del
caos. (Siempre soñé decir esto).
Mera coincidencia, como el hecho de ser, en unas horas,
noche de Halloween… o quizás no.
Una última advertencia, tamaño XXL, así que relájense,
conecten el modo pantalla grande (ordenador) y no se me duerman.
Frágil
cual muñeca desnuda
Apenas llevaba tres meses en Edimburgo cuando la conocí.
Recuerdo entrar en aquel bar confuso, alicaído, al borde de
la derrota. Necesitaba alcohol, mucho alcohol, alcohol en vena; yo que siempre
fui abstemio. ¿En esto consistía mi sueño? ¿Así resultó la gran aventura que
imaginé? Abandoné España porque deseaba emular a Edmundo Dantés, protagonizar
andanzas novelescas, cruzarme con John Rebus en el Oxford Pub… yo quería ser
Teresa Mendoza. ¿Y qué logré? ¿Limpiar retretes en una hamburguesería por
cuatro míseras libras la hora? ¿Aguantar las chanzas de los compañeros?
¿Malvivir en un albergue apestoso, un cuarto repleto de literas, paredes
desconchadas, olor a orines de gato, gemidos nocturnos y cucarachas con
capacidad trepadora?
Al menos, quedan mis novelas.
Intenté consolarme.
Acometí la tercera pinta de cerveza, ya a media asta; mi
propia carga ladeada. Entonces la vi, una solitaria silueta, encorvada sobre la
mesa alta del fondo, la observé durante un instante, de forma subrepticia,
vistazos rápidos por encima del borde del vaso. Pelirroja, cabello largo,
rostro blanquecino iluminado por su teléfono, vaqueros rotos, chupa de cuero.
Delgada y de baja estatura, sus botas no alcanzaban el reposapiés del taburete.
Parecía delicada como una caricia. No debía de rebasar los diecisiete años.
Entonces, sintiéndose observada alzó la vista, clavándola
sobre mí. Noté la succión de todos mis pensamientos, no sólo del presente, sino
todo lo experimentado durante mis treinta y un años de vida. La muchacha robó
millones de diapositivas almacenadas en mi cerebro. Apoyé la bebida sobre la
mesa, aguantando aquella mirada, a pesar de que una voz interior me susurraba
que no lo hiciera, que saliese de allí a la carrera.
Después de una eternidad, que duró segundos, ella sonrió de
modo extraño, más enigmático que atractivo. Una sonrisa de niña traviesa que
hubiera hecho un pacto con el diablo, una vampira aficionada, una ociosa
brujilla. Incapaz de bajar la vista, imantado por una fuerza alienígena,
devolví el gesto, más ingenuo, mundano, una bandera blanca; sin embargo, una
brizna de esperanza estalló en colorines y artificios: tal vez tenga
veinticinco, y parezca más cría. Un guiño cruzó el espacio entre las mesas y burló
mis defensas. El chiquillo era yo, ella la diosa.
Sin saber que aquella seña destrozaría mi vida.
Valentina, así resultó llamarse, se convirtió en mi sombra
durante las siguientes semanas o, más bien, yo en la suya. Uruguaya, de
Montevideo, según me contó. Valentina, enamorada hasta las amígdalas del
profesor de filosofía, al cual escribía y escribía y escribía cartas que él
nunca contestaba.
Un padre con mano exploradora, adepto a los juegos manuales,
y labios pegajosos que desbordan deseo. Una madrastra con currículo de cuento.
Aptitudes óptimas para el puesto. Nada veía, nada escuchaba, nada censuraba.
Licenciada en licores y bebidas espiritosas, máster en Manipulación de
Mentes Masculinas.
Huyó del país con apenas quince años, escondida en un
carguero, el cual, tras larga travesía arribaría en el puerto de Glasgow.
Descubierta por un vigilante del buque, a los dos días de viaje, sació el
hambre sufrida, macarrones con tomate por kilos, bizcocho de zanahoria obsequio
del pinche de cocina; colmó su sed a base de agua y zumo de piña; pero acabó
entre las paredes de un centro de acogida, según amarró el barco.
En una semana se fugó.
−Prefiero morir asesinada en la calle a vivir
enjaulada −dijo, en una de nuestras conversaciones, entre canuto y cerveza (con
ella me gradué en ambos vicios). Yo reí, sin darle importancia, acostumbrado a
sus frases lapidarias. El aroma dulzón anotó su puntito extra.
Un mal día, discutimos. Gritamos. Nos arrojamos calderos de
resentimiento y frustraciones. La distancia mínima tornó en desierto. Las
confidencias levantaron el campamento, arrojando agua sobre la fogata. Mi remordimiento, un continuo y constante
bombardeo. El trabajo pasó de asqueroso, con ensoñaciones platónicas y rostro
bobalicón, a repulsivo a secas. El albergue fue mi búnker, refugio de
zambombazos y recuerdos.
Recibí la llamada en plena madrugada.
Pasaban un par de minutos de las tres. Mi pequeño Nokia
vibró bajo la almohada (guardado junto a la cartera, a salvo de manos
inquietas. Las novelas que traje dormían en la taquilla abierta. Nadie roba
libros). Observé la pantalla, sin llegar a verla y, aún somnoliento, presioné
la tecla verde mientras bajaba aquella escalerilla infernal, tratando de no
romperme la crisma. Nada, el aparato continuaba vibrando. ¡Maldito cacharro
obsoleto! El suelo estaba helado, pero decidí no perder un segundo buscando las
zapatillas. Aquello no era normal, alguna desgracia hubo de suceder, pensé,
para que llamen a semejante hora. ¿Acaso a mi hermano? ¿Mi padre? ¿La nena? Me
tranquilicé un poco al comprobar la ausencia del 0034, prefijo desde España. El
número reflejado contenía el 0131 local. Volví a pulsar la consabida tecla
verde, mientras abandonaba el dormitorio camino de los baños comunes.
−¡Jorge, ayúdame, por favor! ¡Me han encontrado!
Ellos…
La comunicación se cortó. Me contemplé allí quieto −desde
arriba, como si hubiera salido de mi cuerpo −sentado en aquella mugrienta taza
de inodoro, en gayumbos, con el pelo largo y sucio, legañas de kilo y medio,
semidormido, mirando la pantallita de aquel móvil barato, ya oscura como mi
conciencia.
Las rodillas me temblaron.
Me disponía a pulsar la tecla de rellamada, cuando caí en la
cuenta de que no procedía de su celular (como ella decía), el cual tenía
fichado. Antes de marcar, una rara intuición congeló mi dedo en el aire. Podría
ser peligroso para ella, advirtió aquel murmullo interior. Desistí.
−¿Y ahora, qué demonios hago? −dije a los azulejos
con chorretones. Procuré no inspirar por la nariz. Apestaba a mierda, pis y
algún otro fluido humano. Un hedor que se reía a mandíbula batiente de la lejía
derramada.
Traté de calmarme, mientras me vestía, en silencio, a
tientas. Uno de aquellos bultos, tosía bajo las mantas desde la cama inferior
de una litera cercana, otro más allá, balbucía palabras ininteligibles, entre
lamentos escapados de alguna pesadilla, mientras un tercero expulsaba una larga
ventosidad a modo de protesta. Salí de la habitación, con sigilo, mi último
deseo, despertar a alguno de aquellos seres del inframundo.
La noche era fría, la luna llena, cuyo cerco le otorgaba
aspecto de huevo desparramado; la acera, húmeda por el relente, reflejaba la
luz amarillenta de las farolas. Un taxi multicolor, naranja, azul, gris, y el
logo de IRN-BRU impreso sobre la carrocería, pasó junto a mí, sus ruedas
salpicaron agua de un charco.
−¡Que te jodan, cabrón! −grité en inglés, imitando el acento escocés
chungo que oía a diario entre mis entrañables compañeros de dormitorio.
Recordé, de pronto, las palabras de Valentina. Acudieron a
mi mente desde un cajoncito olvidado, al fondo de la memoria. Las mencionó la
noche en la que nos conocimos, las tomé a broma, una exageración para darse
importancia. Una tontería de una cría que resultó alcanzar los dieciocho,
recién cumplidos.
−Si algún día desaparezco, busca a Meghan. No la
llames por teléfono. Ellos lo escuchan todo.
Meghan era una vieja amiga, dijo. Inglesa, pero afincada en
Edimburgo media vida. Periodista, y escritora de novela erótica. La ayudó
durante los primeros días (cama, comida, un poco de dinero, y algún que otro
abrazo), recién fugada del Centro de Acogida. Sin embargo, también se zafó de
su empatía, de su cariño desinteresado, regresó al frío de las calles, a vagar
desangelada, a robar fruta, magdalenas de colores, y esquivar borrachos.
−Quiero buscarme la vida sola, odio vivir de
prestado… aunque Ellos me localicen… como susurran las voces… y un día aparezca
muerta en una cuneta −dijo, en otra ocasión. Yo callaba, no la cuestionaba, ni
le pedía explicaciones acerca de esos misteriosos personajes, que parecían
habitar sólo en su cabecita.
Ignoro cómo logró subsistir hasta ahora, evitando a los
guardias, sin llegar a sucumbir ante los Servicios Sociales, cómo logró
continuar con vida en aquella ciudad hostil, bajo el barniz que embriaga a los
turistas, ella, frágil como una muñeca desnuda. Quizás justo hasta hoy. Quizá
yazca en una zanja, apaleada, violentada, su cabello de fuego cubriendo el
rostro pálido, carente de vida, moteado de sangre, como tantas veces ella misma
describía, a modo de morbosa premonición de niña traviesa, adicta a las novelas
de Stephen King y los cuentos de vieja.
Pensé, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de norte a sur, pasando
por el ecuador. El vello erguido; toque de guerra; corre o pelea.
−¡Jorge, déjate de boludeces, carajo! −me abronqué,
rasgando el silencio de la noche. Sonreí ante la expresión utilizada. Tan
uruguaya, tan propia de Valentina.
Alcancé el barrio de Leith sin caer víctima de ningún
atraco. Todo un logro a aquellas horas intempestivas, atravesando los jardines
de Links. Reí, imaginando el careto que pondría el yonqui de turno, al
cachearme, navaja en ristre, y comprobar que su botín ascendía a cuatro libras,
y cuarenta y ocho centavos. A lo justo
alcanzaría para la cucharita, el filtro de cigarrillo y un limón. De la
dama blanca, olvídate.
El sonido del timbre alumbró aquella avenida repleta de
casas adosadas. Giré la cabeza echando un vistazo atrás. No había un alma en la
calle. Tampoco hubo respuesta. Insistí con un poco más de ahínco, convencido de
que algún vecino llamaría a la policía, al ver a tal desarrapado incordiando en
un vecindario pijo.
Justo me volvía, en retirada, cabizbajo, la puerta se abrió.
−¿Eres tú, Jorge?
−Valentina me la presentó en su día, cuando todavía vivía bajo el amparo
de su cálida presencia −¿Qué sucede? ¿Se
trata de Valentina? −lo preguntó a su
manera, ojos muy abiertos, cejas alzadas, los labios torcidos. Meghan se
volcaba con los demás, vivía miles de vidas.
Entonces, extasiado, no pude aguantar más, rompí a llorar.
Meghan me invitó a pasar. Tomamos un té con leche en la
cocina. Ya sosegado, le relaté lo sucedido. Tras escucharme, sin interrumpir,
sacó su móvil y marcó un par de números seguidos. El de su confidente, asesor,
y me temo que amante, y el de la policía.
Tras unas pesquisas, y otro par de tés, recibimos la
desoladora noticia.
Valentina se hallaba en la comisaría sita en la Plaza
Gayfield, bajo custodia, más en calidad de protegida que de investigada. Estuvo
ingresada, durante las previas cuarenta y ocho horas, en el Ala de Salud Mental
del Royal Hospital, en Morningside, tras sufrir una crisis con visos de brote
psicótico. La sorprendió un taxista camino de casa, tras el turno de noche. De
pie, en mitad de la carretera, vestía una minifalda a cuadros escoceses, algo
caída, sin medias, una blusa arrugada que en su día fue blanca, zapatillas
viejas. Alrededor de su cuello colgaba un sostén negro, rasgado, probablemente suyo. Y sujeto entre las manos
un puñado de sobres, abiertos de forma tosca, arrugados, de aspecto ajado.
−Las 48 cartas que mi padre escondió, las 48
cartas que mi padre escondió… −balbucía; sus pupilas a miles de millas; una
mezcolanza de lágrimas, sangre, mocos y saliva goteaba sobre el capó del taxi
negro, enorme, de formas redondeadas y aspecto clásico.
−¿Cariño, estás bien? −preguntó de forma estúpida, a la par que preocupada el taxista −¿Hablas inglés? −añadió el tipo, obeso, cráneo rasurado, brazos repletos de tatuajes azules, deslavados.
Entonces, ella encendió aquellos faros en plena noche de
tormenta, que llenaban su rostro, chispeantes, ora malévolos, ora virginales,
como la protagonista revoltosa de un manga nipón, los cuales atravesaron los
ojos saltones del chofer, cuya papada compartía talla XXL con las ojeras.
El conductor vio una
muchacha indefensa, aterrada (la risita pícara escondida tras las cortinas),
que dijo, en perfecto inglés:
−¡Ha sido
Jorge!; ¡Jorge Ariz intentó matarme!
Fui localizado, detenido, y esposado por un par de policías
descomunales, con cara de dieta vegetariana, uniforme oscuro y chaleco
antipuñaladas; emplearon lenguaje educado y modales férreos: “desearíamos que
nos aclarase un par de asuntos, Míster”· Me sentí manejado cual equipaje de
clase turista, ninguneado, arrojado primero al interior de una furgoneta con
rejas, después a un calabozo tétrico, de época victoriana, frente al cual mi
añorado hostal se me antojó el Hilton.
El destino, burlón, me reveló el infierno: ¡bienvenido a tu
Castillo de If, pringado!
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