Agosto se presentó de un modo tropical, mucho calor y
constantes aguaceros que denominan “duchas” por estos lares, debido a su
intensidad y corta duración. Yo continuaba mis excursiones a la biblioteca,
cargado de libros, todavía con el sueño latente de convertirme en un nuevo
Freud. No pudo ser, como ya conocen ustedes. Pero quizás algún día, quién sabe.
Acudía a la Universidad Napier, de incógnito y a hurtadillas debido al sencillo
hecho de que nunca me matriculé en dicho lugar. Era un sitio tranquilo, fresco,
con amplios pupitres y silencio de convento. Además pululaban por allí
constantemente jovencitas universitarias en ropitas de verano que alegraban la
vista e infundían el amor al empolle veraniego. Finalmente, el disponer de la tarjeta estudiantil de
Álvaro –la cual me dejó a modo de herencia entre amigos antes de retornar a su
Alicante natal, pues él sí que fue un
alumno debidamente registrado−, con su clave personal para acceder a los
ordenadores, y por tanto a internet, inclinó la balanza a favor de tal lugar de
estudio. Y es que eran otros tiempos, en los que el navegar por la red –en mi
caso tan sólo contar batallitas a los amigotes mediante correo electrónico− no
estaba al alcance de cualquiera como hoy en día.
Otro ilustre universitario de Napier era el señor Koldo.
El chaval ponía todo su empeño en lograr su título en inglés, que le abriría
las puertas del mundo. Le cogí cierto cariño a ese mocete con aspecto más
italiano que vascuence, para su propio tormento. Y es que eso del reciclaje
común fortalece los lazos de amistad. Quienes reciclan juntos, permanecen
unidos y todo eso.
Como ya comenté, Koldo era una buena persona aunque a
veces sus acciones me producían un desasosiego muy cercano a la vergüenza más
absoluta. Al tierra trágame y no me escupas de vuelta. Creo que Koldo logró que
los colores rojizos granate que atormentaron mi rostro, tan a menudo, durante
mi infancia y adolescencia, volvieran a explorar mi ya adulto rostro. En tales
situaciones sentía el ferviente deseo de ponerme una bolsa del Tesco en la
cabeza y salir corriendo al grito de “¡yo no le conozco!”.
Una de aquellas ocasiones sucedió una tarde de sábado. Ambos
teníamos el día libre y decidimos evitar los calores caribeños yendo al cine.
Estrenaban un largometraje dirigido por el gran Clint Eastwood, por tanto la
cosa prometía: “Mystic River”.
Llegamos con tiempo, compramos nuestras entradas: Koldo a precio de estudiante,
yo poseía un pase especial por el que abonaba diez libras mensuales y que me
daba derecho a ver todas las proyecciones que deseara. A continuación nos
dirigimos a la zona de las chuches y refrigerios. En este país son muy
confiados y esperan un comportamiento honrado por parte del ciudadano. Aclaro
este punto porque en algunos cines, el cliente o potencial espectador puede
servirse palomitas de maíz, chucherías y bebidas él mismo y luego acudir al
mostrador a abonar el importe correspondiente. Así que allí estábamos Koldo y
yo, como Manolo y Bartolo, recién salidos del pueblo, asombrados ante tales
costumbres. Yo tan sólo cogí un botellín de agua, que a tal precio creí que
sería gintonic envasado, pero un día es un día. Koldo se sirvió un cubilete de
palomitas tamaño Big Ben, un vaso enorme de fanta-de-naranja y un Kit Kat. Me acerqué al mostrador de pago
en solitario. Para mi pasmo Koldo se fue directamente a la fila de entrada a
las salas. Al alcanzarle, le recordé que debía ir a pagar todo aquello que
llevaba descaradamente en las manos. Me miró sonriente y dijo: “Tranqui Jorge, lo hago siempre. No pasa
nada”. Yo no salía de mi asombro mientras avanzábamos en la cola. Imaginaba
que todos nos observaban, los cientos de cámaras que había por todos lados, los
gorilas en las puertas de salida, los chavales picando las entradas, las chicas
con ajustados uniformes expendiendo palomitas. Los metros que nos separaban de
la entrada iban acortándose. Ya casi estábamos a la par de los dos adolescentes
con granos que hacían las veces de modernos acomodadores, pero sin linterna. Mi
cara tornaba del blanco tiza al color del vino de mi tierra. Delante de
nosotros tan sólo ya una pareja, un jovenzuelo bajito con cara de susto, cuya
nariz llegaba a la altura de los escotados cántaros de miel de su moza. Ya
está, pensé. En cuanto crucemos la línea de entrada se abalanzarán sobre
nosotros los maderos escondidos tras las puertas. Nos tumbarán en el suelo boca
abajo, pondrán sus poderosas rodillas en nuestras espaldas, torcerán nuestros
brazos hacia atrás, nos pondrán sus cortantes grilletes y nos llevarán en
volandas a un furgón policial. ¡Todo por el señor Koldo y sus palomitas
gratuitas!
Para mi alivio nada de eso sucedió. Nos picaron las
entradas, entramos en la sala correspondiente y disfrutamos de la película. Eso
sí, a Koldo le dije que era la última vez que le acompañaba al cine.
En otra ocasión acudimos a una fiesta de unos amigos que
teníamos en común. Era la típica party. Gente
de diversas nacionalidades, escaso picoteo sólido y abundante brebaje líquido.
Nos separamos según entramos en aquel piso de luces apagadas y velas encendidas.
Cada uno se lanzó a explorar el lugar, a buscar conocidos o encontrar
desconocidas. Ustedes ya me entienden. Al cabo de un buen rato vi a Koldo
hablando formalmente con una chica escocesa amiga mía. Digo formalmente porque
así lo reflejaba su cara y sobre todo la de mi amiga (un poema titulado “Por
favor, sáquenme de aquí”). Me acerqué con sigilo y advertí el porqué de
aquellas expresiones. Koldo hablaba de política. Le contaba a aquella linda
escocesa sobre una diminuta aldea tomada por los malvados romanos. Le explicaba
nombres de un pequeño país en diferentes idiomas y sus connotaciones diversas.
Le hablaba de una historia que sólo aparece en ciertos libros de Historia,
hechos a medida como los trajes de luces. Así que me apiadé de mi amiga y traté
de librarla de aquel Asterix y su mágica pócima. Intenté usar el humor, que
casi siempre funciona. Le dije a Koldo que aquella chica no tenía ni pajolera
idea de qué demonios estaba hablando. Esto lo comenté en inglés para beneficio
de la señorita anglosajona. Y acercándome a él le susurré en castellano: “Vamos Koldo, si esta chica a lo justo sabe
donde está Madrid, y cree que Magaluf es una República Independiente”. Lo
dije en tono amigable, sonriendo con mi voz. Él se volvió muy serio y comenzó a
balbucir en inglés, nervioso y alzando la voz. Que si estaba insultando a su
país, que insultaba a su gente, que insultaba a no-sé-quién-más (¿tal vez a
Arzallus?) Ante tal pataleta nostálgica le respondí: “Mira Koldo, cuando orines
el medio calimocho y te tranquilices, hablamos. Agur”.
Y me di la vuelta, dejándolo allí con mi conocida
escocesa que contemplaba con horror mi salida de escena, suplicándome con la
mirada que no la abandonara con aquel tipo que gesticulaba mucho y decía cosas muy raras.
Buenos días
ResponderEliminarDesde luego es que te las pintas tu solito para cruzarte con cada compañía... ;-)
Bonita fargadita, no he podido evitar retrotraerme a mis tiempos de estudiante, ya se sabe, fiestas, faldas, y por supuesto algo (Mas bien casi nada) de estudio.
A los 20 se está a lo que se está
Santurtziarra
K era buen chaval, Santurtzi. Un poco en su pequeño mundo.
EliminarSalvo cuando se le cruzaba el cable, ya te digo
ResponderEliminarSanturtziarra
Bueno, el alcohol nos hace zozobrar. A cada uno le afecta de una manera.
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