El fin de cada viaje, incluso mera escapada, es el final de una vida. El fin de esa personita que fuiste durante unos días. Imprimes el billete de vuelta y comienzas a morir. Subes al avión y tu latir cesa. Aquel Jorge en Bruselas deja de respirar, para comenzar a reconvertirse, poco a poco, en el otro Jorge que aterrizará en su ciudad de residencia. Entonces uno se enfunda el uniforme de a diario y regresa a su caparazón, a su ser cotidiano, a la persona que es cuando le envuelve la rutina.
Sonrío al preparar el equipaje. Es una sonrisa triste, una
sonrisa de cerveza entre amigos tras un funeral. Siempre me sorprende lo
sencillo que resulta hacer la maleta de regreso. Doblar pantalones usados,
camisetas arrugadas, meter los gayumbos sucios en una bolsa de plástico. Todo
apretujado. ¡Qué mas da si dejaré de existir! Es curioso, una vez en casa, en
el castillo, dejo la maleta abandonada en cualquier esquina del cuarto, como si
no me atreviera a abrirla, a deshacerla. Como si hacerlo fuese abrir un ataúd. Profanar
una tumba. Así queda durante un tiempo. Hasta que reúno fuerzas y mi yo
anterior, el rutinario, sabe que debe enfrentarse a la realidad, que debe abrir
aquel cofre de ropas y acabar con el conjuro.
Antes de bajar a desayunar por última vez, en aquel hotel belga,
dejo hecha la maleta. Son cuatro trapos estrujados. Coloco el tique de vuelo
sobre ella. Nunca sobre la mesilla pues trae malos recuerdos (durante un viaje,
en otra vida cuando no existían los móviles, olvidé un billete de avión en una
mesita, junto a la cama, de un apartamento prestado, en mi querida Santa Cruz
de Tenerife, y caí en la cuenta justo en el momento de escuchar el clinc,
que emitieron las llaves al aterrizar sobre la base metálica del buzón, y un
sudor frío recorrió mi espalda desde la rabadilla hasta los pelillos de la
nuca).
Necesito verla por última vez.
Sé que no osaré despedirme. Sería absurdo, nuestras
conversaciones nunca pasaron del “Hola, buenas noches, una cerveza por favor”.
“¿Rubia, tostada, negra o casera?”. Entonces yo rellenaba la casilla de
respuesta con el antojo nocturno. Pero ¿cómo te diriges a la mismísima Lisbeth
Salander? ¿Qué le dices? ¿Cómo logras cerrar la boca para que no te entre algún
bicho?
¡Es ella, joder, es ella! Murmuré, gracias a Dios en
castellano, la primera noche. Aquella lejana noche lluviosa, tras el incidente
de la sombra que me perseguía. O creí que así lo hacía.
Es Lisbeth Salander huida de las páginas de la novela.
Un rostro níveo, torturado por piercings aquí y allá; cabello corto, salvaje, negro y brillante
cual tinta derramada. Peinado rebelde, pseudo punki, sin llegar a lucir cresta.
Camiseta negra, talla infantil, sobre su mínimo pecho reza un estampado: “FTP”,
debajo una estrella roja de cinco puntas. “Fuck tha Police!”. Las fauces
de un dragón asoman por su nuca, como si trepara la espalda. Rictus serio,
profesional sin llegar a serlo. Engaña su baja estatura, parapetada tras el
burladero en forma de barra, la sé capaz de saltarlo y sacar a golpes a un
borracho de doble peso y mitad cerebro. Su mirada vuela, en cortos y rápidos
brincos, sobre mi hombro, hacia la puerta, como si temiera la llegada del enemigo,
quizás un miembro de aquella malvada banda de moteros.
El último atardecer, antes de marchar al aeropuerto, regresé
a su escondite.
El deseo de inmortalizarla fue casi físico, quemaba los
dedos; tomar una instantánea que diera fe, que probara que no había perdido la
cabeza, que hallé a Salander tras la barra de un bar en un remoto pueblo de
Bélgica. Pensé sacar el móvil del bolsillo, disparar una foto de aquella enorme
jarra de cerveza cual guiri emocionado. Lo haría de tal forma que ella quedara
retratada al fondo, a la derecha, de perfil, como si formara parte del decorado
del bar. Una casualidad, mera coincidencia. Un accidente.
Su mirada, fría, negra y profunda como la pinta de Guinness
que yo sujetaba, me lo impidió.
Deslicé el móvil dentro del bolsillo trasero, sin apenas
haberlo extraído, cual pistolero que renuncia al duelo, y desliza el revólver
en la cartuchera sin llegar a desenfundar, sabiéndose más lento que su
oponente. Un pistolero que desea tomar el próximo güisqui, cabalgar otro
atardecer, visitar un sábado más el burdel.
No es buena idea, Jorge. Pensé, visualizando mi cuerpo entre
rejas o postrado en la camilla de una ambulancia.
Me limité a sonreírle, embobado, y abonar la consumición
dándole las gracias, por última vez.
−You´re welcome! −respondió, con un amago de sonrisa.
−Saludos a Mikael Blomkvist −dije, para mi cuello. De nuevo,
en castellano. Sus ojos chispearon, como los de un personaje de manga. ¿Ha sido
eso un fugaz guiño? ¿Junto a una sonrisa disfrazada?
Es ella.
Llegué con tiempo al aeropuerto. Siempre procuro hacerlo, a
pesar de que el retorno resulta más sencillo. Deshacer el camino andado: easy
peasy como decía el bueno de Stevie, antiguo compañero de piso en mi
añorada Edimburgo.
Permanezco en ayunas durante horas, el día que vuelo me
cuesta ingerir alimento alguno. Nada que ver con el miedo, tan sólo la
incertidumbre de que todo vaya bien: no perder nada, equipaje, ruta, billete,
avión, yo mismo. Apenas había comido un emparedado −adoro este vocablo en
desuso, me recuerda tanto a mi madre que causa dolor pronunciarlo, un dolor
agradable− antes de abandonar el hotel. El postre lo tuve claro en cuanto
recorrí con la vista aquella barra de autoservicio, ya en el aeropuerto. Una
buena porción de tiramisssúúú, tiramisssúúú, tiramisssúúú susurraba la
vocecilla desde un sombrío rinconcito de mi cabeza. Una cerveza de trigo, y una
ración de pastel italiano sería el homenaje.
No todos los días celebra uno su cumpleaños a doce mil
metros de altura.
Ya en pleno vuelo, agarrado al reposabrazos durante una
pequeña turbulencia, y rezando un par de avemarías por si acaso, un pensamiento
asomó su peluda patita: si este tubo metálico con alas cayera en picado, y ni
siquiera Nuestra Señora de Loreto pudiera salvarme, dejaría una curiosa lápida:
día y mes idénticos, del amanecer al ocaso… Benditos eufemismos inventados por
el hombre blanco. Cómo nos cuesta pensarlo, decirlo, escribirlo: del nacimiento
a la muerte. Da cosilla.
La había visto dentro del avión. No es que llamara mi
atención, pero la recuerdo. Una mujer de raza negra, alta, pelo rizado y
voluminoso a los lados. Traje chaqueta gris oscuro, portátil en funda violeta.
No soplará ya las cuarenta velas. Rostro serio, fiel reflejo de su estado de concentración.
Ojos enormes, de marrón caoba. Sentí su zozobra como si fuera la mía. De hecho,
es una zozobra que yo podría patentar. La noté tras recoger los equipajes, y
después en la fila de espera para subir al autobús, ya en el aeropuerto de la
ciudad española. Nerviosa mirada en derredor. Búsqueda de ayuda. Casi al borde
de gritar: Please!!
Era algo evidente, para un observador que lo ha sufrido en sus
carnes.
Aquella mujer no sabía decir siquiera “hola” en castellano.
Confieso que mi primer pensamiento fue ignorarla. Hacerme el
longuis, que se decía en la prehistoria de mi infancia. El cansancio es
egoísta. Deseas cerrar los ojos, ya de noche, poner la mente en blanco
madridista y dejarte llevar por el ronroneo de las ruedas sobre el asfalto;
confianza ciega en el chofer que incluso conoces de vista. Estas en casa.
Mas no pude.
Recordé al chico amable que me ayudó en aquel infierno de
estación de tren. Aquel joven, con deje afrancesado en su inglés perfecto,
quien se detuvo para atender a un desconocido con su libretita naranja entre
las manos y el rostro alzado; un desconocido que mira nervioso las gigantes
pantallas, un Paco Martínez Soria contemplando rascacielos. Recordé su empatía,
su paciencia, incluso extrajo el teléfono móvil e indagó cual era la ruta que
me convenía. Todo aquello vino de sopetón a mi mente agotada; un disparo a
bocajarro; abrí los párpados que ya vencían. Yo era ella. El muchacho belga soy
yo.
−Can I help you? −le dije, según pusimos pie en el
andén.
El brillo de aquellos ojos enormes fue su respuesta. Relajado
el rictus, dejó de recordarme a la tía Viv del Príncipe de Bel-Air cuando
echaba la bronca a Will. Su sonrisa confirmó algo que no requería confirmación.
−Yes, thanks!
Le expliqué dónde
nos encontrábamos, le hablé del metro, de autobuses urbanos, de taxis y
tranvías. Todo en inglés con inclinación vallecana. Un inglés torpe, pusilánime,
solícito de permiso para ser hablado. Siempre me sucede en España, ignoro el
motivo. Como si el pisar suelo patrio (si puede hoy mencionarse tal palabro)
inhibiera mi capacidad para usar el idioma de Shakespeare. Cual, si intentarlo
me convirtiera en traidor, conchabado con el espíritu de Wellington, en aliado
de la pérfida Albión.
Como si mi inglés
muriera en cada retorno.
Las vueltas, sobretodo si son de ocio, siempre cuestan. Volver a tu yo normal, con sus rutinas y obligaciones. Morir, morir.. no sé, pero un poco apagarse sí. Aunque se pasa pronto, de camino a la oficina y vuelta a la marcha.
ResponderEliminarEspero que lo de Santa Cruz acabara medianamente bien, hoy en día con el móvil vas a cualquier lado (ojo batería).
La Lisbeth belga, ya quedó inmortalizada en tu fuero interno, para el recuerdo.
Guiris en territorio patrio.. pues depende circunstancias y actitud, ayudo en lo que puedo, por aquello del karma :)
El idioma inglés, siempre está ahí, aunque oxidado y con mitad del léxico/soltura que tenías, vuelve a ti cuando pisas suelo extranjero.
Take care!
Orxatis
Hola, Orxatis. Así es, la vuelta a la normalidad se hace dura. Lo de morir, obviamente, es metafórico. Me refiero, o así quería referirme, a que somos (al menos yo así lo siento) seres diferentes en cada situación o "destino". Yo soy alguien diferente en Bruselas, en el trabajo, con mis sobrinas, con los foreros en una quedada. Y tras cada viaje, ese Otro muere y vuelvo a ser Jorge, residente en X y que trabaja en Y. Eso quería expresar, evidentemente no lo logré. Sorry.
ResponderEliminarLo del inglés no tiene explicación alguna. Me "corto" usando la lengua de Shakespeare en España. No idea why.
Cuídate, gracias por tus comentarios.
Yo tampoco me hubiera atrevido a hacerle una foto a Lisbeth 😅
ResponderEliminarMe ha gustado eso de que termina una vida cada vez que termina un viaje. Yo siempre lo vivo más como una transformación.
Besos.
Hola, la chica impone eh.
ResponderEliminarYo así lo siento. Dejé un YO en Edimburgo, ahora vivo otro YO.
Un saludo