miércoles, 25 de septiembre de 2024

F197 - En cada viaje muero (Bruselas) (y XIV)

 El fin de cada viaje, incluso mera escapada, es el final de una vida. El fin de esa personita que fuiste durante unos días. Imprimes el billete de vuelta y comienzas a morir. Subes al avión y tu latir cesa. Aquel Jorge en Bruselas deja de respirar, para comenzar a reconvertirse, poco a poco, en el otro Jorge que aterrizará en su ciudad de residencia. Entonces uno se enfunda el uniforme de a diario y regresa a su caparazón, a su ser cotidiano, a la persona que es cuando le envuelve la rutina.

Sonrío al preparar el equipaje. Es una sonrisa triste, una sonrisa de cerveza entre amigos tras un funeral. Siempre me sorprende lo sencillo que resulta hacer la maleta de regreso. Doblar pantalones usados, camisetas arrugadas, meter los gayumbos sucios en una bolsa de plástico. Todo apretujado. ¡Qué mas da si dejaré de existir! Es curioso, una vez en casa, en el castillo, dejo la maleta abandonada en cualquier esquina del cuarto, como si no me atreviera a abrirla, a deshacerla. Como si hacerlo fuese abrir un ataúd. Profanar una tumba. Así queda durante un tiempo. Hasta que reúno fuerzas y mi yo anterior, el rutinario, sabe que debe enfrentarse a la realidad, que debe abrir aquel cofre de ropas y acabar con el conjuro.

Antes de bajar a desayunar por última vez, en aquel hotel belga, dejo hecha la maleta. Son cuatro trapos estrujados. Coloco el tique de vuelo sobre ella. Nunca sobre la mesilla pues trae malos recuerdos (durante un viaje, en otra vida cuando no existían los móviles, olvidé un billete de avión en una mesita, junto a la cama, de un apartamento prestado, en mi querida Santa Cruz de Tenerife, y caí en la cuenta justo en el momento de escuchar el clinc, que emitieron las llaves al aterrizar sobre la base metálica del buzón, y un sudor frío recorrió mi espalda desde la rabadilla hasta los pelillos de la nuca).

Necesito verla por última vez.

Sé que no osaré despedirme. Sería absurdo, nuestras conversaciones nunca pasaron del “Hola, buenas noches, una cerveza por favor”. “¿Rubia, tostada, negra o casera?”. Entonces yo rellenaba la casilla de respuesta con el antojo nocturno. Pero ¿cómo te diriges a la mismísima Lisbeth Salander? ¿Qué le dices? ¿Cómo logras cerrar la boca para que no te entre algún bicho?

¡Es ella, joder, es ella! Murmuré, gracias a Dios en castellano, la primera noche. Aquella lejana noche lluviosa, tras el incidente de la sombra que me perseguía. O creí que así lo hacía.

Es Lisbeth Salander huida de las páginas de la novela.

Un rostro níveo, torturado por piercings aquí y allá;  cabello corto, salvaje, negro y brillante cual tinta derramada. Peinado rebelde, pseudo punki, sin llegar a lucir cresta. Camiseta negra, talla infantil, sobre su mínimo pecho reza un estampado: “FTP”, debajo una estrella roja de cinco puntas. “Fuck tha Police!”. Las fauces de un dragón asoman por su nuca, como si trepara la espalda. Rictus serio, profesional sin llegar a serlo. Engaña su baja estatura, parapetada tras el burladero en forma de barra, la sé capaz de saltarlo y sacar a golpes a un borracho de doble peso y mitad cerebro. Su mirada vuela, en cortos y rápidos brincos, sobre mi hombro, hacia la puerta, como si temiera la llegada del enemigo, quizás un miembro de aquella malvada banda de moteros.

El último atardecer, antes de marchar al aeropuerto, regresé a su escondite.

El deseo de inmortalizarla fue casi físico, quemaba los dedos; tomar una instantánea que diera fe, que probara que no había perdido la cabeza, que hallé a Salander tras la barra de un bar en un remoto pueblo de Bélgica. Pensé sacar el móvil del bolsillo, disparar una foto de aquella enorme jarra de cerveza cual guiri emocionado. Lo haría de tal forma que ella quedara retratada al fondo, a la derecha, de perfil, como si formara parte del decorado del bar. Una casualidad, mera coincidencia. Un accidente.

Su mirada, fría, negra y profunda como la pinta de Guinness que yo sujetaba, me lo impidió.

Deslicé el móvil dentro del bolsillo trasero, sin apenas haberlo extraído, cual pistolero que renuncia al duelo, y desliza el revólver en la cartuchera sin llegar a desenfundar, sabiéndose más lento que su oponente. Un pistolero que desea tomar el próximo güisqui, cabalgar otro atardecer, visitar un sábado más el burdel.

No es buena idea, Jorge. Pensé, visualizando mi cuerpo entre rejas o postrado en la camilla de una ambulancia.

Me limité a sonreírle, embobado, y abonar la consumición dándole las gracias, por última vez.

You´re welcome! −respondió, con un amago de sonrisa.

−Saludos a Mikael Blomkvist −dije, para mi cuello. De nuevo, en castellano. Sus ojos chispearon, como los de un personaje de manga. ¿Ha sido eso un fugaz guiño? ¿Junto a una sonrisa disfrazada?

Es ella.

Llegué con tiempo al aeropuerto. Siempre procuro hacerlo, a pesar de que el retorno resulta más sencillo. Deshacer el camino andado: easy peasy como decía el bueno de Stevie, antiguo compañero de piso en mi añorada Edimburgo.

Permanezco en ayunas durante horas, el día que vuelo me cuesta ingerir alimento alguno. Nada que ver con el miedo, tan sólo la incertidumbre de que todo vaya bien: no perder nada, equipaje, ruta, billete, avión, yo mismo. Apenas había comido un emparedado −adoro este vocablo en desuso, me recuerda tanto a mi madre que causa dolor pronunciarlo, un dolor agradable− antes de abandonar el hotel. El postre lo tuve claro en cuanto recorrí con la vista aquella barra de autoservicio, ya en el aeropuerto. Una buena porción de tiramisssúúú, tiramisssúúú, tiramisssúúú susurraba la vocecilla desde un sombrío rinconcito de mi cabeza. Una cerveza de trigo, y una ración de pastel italiano sería el homenaje.

No todos los días celebra uno su cumpleaños a doce mil metros de altura.

Ya en pleno vuelo, agarrado al reposabrazos durante una pequeña turbulencia, y rezando un par de avemarías por si acaso, un pensamiento asomó su peluda patita: si este tubo metálico con alas cayera en picado, y ni siquiera Nuestra Señora de Loreto pudiera salvarme, dejaría una curiosa lápida: día y mes idénticos, del amanecer al ocaso… Benditos eufemismos inventados por el hombre blanco. Cómo nos cuesta pensarlo, decirlo, escribirlo: del nacimiento a la muerte. Da cosilla.

La había visto dentro del avión. No es que llamara mi atención, pero la recuerdo. Una mujer de raza negra, alta, pelo rizado y voluminoso a los lados. Traje chaqueta gris oscuro, portátil en funda violeta. No soplará ya las cuarenta velas. Rostro serio, fiel reflejo de su estado de concentración. Ojos enormes, de marrón caoba. Sentí su zozobra como si fuera la mía. De hecho, es una zozobra que yo podría patentar. La noté tras recoger los equipajes, y después en la fila de espera para subir al autobús, ya en el aeropuerto de la ciudad española. Nerviosa mirada en derredor. Búsqueda de ayuda. Casi al borde de gritar: Please!!

Era algo evidente, para un observador que lo ha sufrido en sus carnes.

Aquella mujer no sabía decir siquiera “hola” en castellano.

Confieso que mi primer pensamiento fue ignorarla. Hacerme el longuis, que se decía en la prehistoria de mi infancia. El cansancio es egoísta. Deseas cerrar los ojos, ya de noche, poner la mente en blanco madridista y dejarte llevar por el ronroneo de las ruedas sobre el asfalto; confianza ciega en el chofer que incluso conoces de vista. Estas en casa.

Mas no pude.

Recordé al chico amable que me ayudó en aquel infierno de estación de tren. Aquel joven, con deje afrancesado en su inglés perfecto, quien se detuvo para atender a un desconocido con su libretita naranja entre las manos y el rostro alzado; un desconocido que mira nervioso las gigantes pantallas, un Paco Martínez Soria contemplando rascacielos. Recordé su empatía, su paciencia, incluso extrajo el teléfono móvil e indagó cual era la ruta que me convenía. Todo aquello vino de sopetón a mi mente agotada; un disparo a bocajarro; abrí los párpados que ya vencían. Yo era ella. El muchacho belga soy yo.

Can I help you? −le dije, según pusimos pie en el andén.

El brillo de aquellos ojos enormes fue su respuesta. Relajado el rictus, dejó de recordarme a la tía Viv del Príncipe de Bel-Air cuando echaba la bronca a Will. Su sonrisa confirmó algo que no requería confirmación.

Yes, thanks!

Le expliqué dónde nos encontrábamos, le hablé del metro, de autobuses urbanos, de taxis y tranvías. Todo en inglés con inclinación vallecana. Un inglés torpe, pusilánime, solícito de permiso para ser hablado. Siempre me sucede en España, ignoro el motivo. Como si el pisar suelo patrio (si puede hoy mencionarse tal palabro) inhibiera mi capacidad para usar el idioma de Shakespeare. Cual, si intentarlo me convirtiera en traidor, conchabado con el espíritu de Wellington, en aliado de la pérfida Albión.

Como si mi inglés muriera en cada retorno.




 

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