lunes, 11 de noviembre de 2024

F201 - ¿Acaso un chuletón exótico?

 De vez en cuando, debe uno mirar por el planeta, por lo verde, lo ecológico y toda la parafernalia. De vez en cuando, toca turisteo regional, de kilómetro cero, local, emisiones free, el paquete completo.

Me decanté por una gira por norte del norte, pero sin atisbo del mar.

La idea resulta sencilla, un autobús te recoge al lado de casa, te lleva a tres o cuatro pueblecitos con encanto, piedra encalada y mucho verde, y alguna que otra vaca que finge no observar; te deja en cada uno un par de horitas y al final uno es devuelto a territorio urbanita, ya de noche, con los huesos cansados, pies doloridos, y los párpados a media asta.

El autocar −cruzo los dedos para que sea propulsado mediante gas, electricidad, luz solar, o viento (para no cargarme el propósito inicial)− está repleto hasta el banderín. Las numerosas cabelleras blanquecinas −la sal derrotó a la pimienta, en la expresión inglesa “salt and pepper hair” −y calvas relucientes conducen a la incertidumbre. ¿Jorge, te habrás confundido otra vez? ¿Será un bus del IMSERSO rumbo a un balneario asturiano? El conductor, micrófono en ristre, esclarece toda duda mediante berreo a volumen discotequero. No hubo equívoco. Pueblecitos. Encanto. Verde y piedra. Piedra y verde. Basílicas con ínfulas de Vaticano, ermitas, caminitos de cabras, el río manso sirviendo de guía.

No obstante, el ambiente es alegre, distendido, casi feliz, salvo algún que otro ataque de tos cercano que hace añorar tiempos de mascarilla y gel hidroalcohólico. Tan festivo que te planteas, otra vez, lo de los prejuicios y te abroncas por lo bajini. Dicho entusiasmo colectivo llama a tu imaginación traicionera que sube al escenario, y ves a los ocupantes de las cuatro primeras hileras de asientos, alzando los brazos, sincronizados, de lado a lado, mientras entonan, a voz en grito, aquello de ¡El señor conductor tiene novia, tiene novia, tiene novia! ¡Tiene novia el señor conductor!, y la entrañable viejecita, en puesto de copiloto, gira el rostro, que luce dos rosetas, azorada cual colegiala de Hermanas Agustinas.

Un bache colosal me saca del ensimismamiento.

Primer destino, todavía temprano, el sol entibia, pero sin castigo. Me vengo arriba y camino tras la muchedumbre turística. A paso ligero, como en la Puta Mili, casi puedo escuchar los gritos del Sargento Bernedo: ¡izquierda, izquierda, izquierda- derecha- izquierda! La cosa se pone fea cuando compruebo que nos alejamos un poquito de las cuatro casonas que, bien separadas, dan nombre al pueblo. De repente, el adoquín tornó gravilla y ésta pedruscos, cantos rodados y demás primos lejanos de la familia roca. Es lo que tiene nacer sin gepese de fábrica, que has de seguir a quien supones guía interesante. Observo a mi alrededor, pantalones de montaña, botas recias, goretex a cascoporro, bastones de colorines; mochilas de verdad (no de mentirijillas como la que yo porto); ellas con despeinados extraños, ellos con pañuelos alrededor del cuello. Perros atados, perros sueltos, niños asilvestrados que gritan, corretean y se ríen a carcajadas del presente, del futuro, de la vida, de los cadáveres andantes que les rodeamos. ¡Mierda!, piensas, estos tipos son profesionales, son montañeros. Este camino de cabras lleva al maldito monte. ¿Qué diantres perdí yo en la cima de un cerro rocoso? ¡Meeedia vueltaaa, ar!

Contemplo mi atuendo, a modo de excusa, no es por no caminar, sudar, ver pajaritos y acariciar cabras. Visto zapatos de domingo (de críos nos mudábamos los festivos), vaqueros recién extraídos de la secadora, gafas de sol negras estilo Caiga Quien Caiga, la chaquetilla a la cintura pues-acá-nunca-se-sabe; mochilita a la espalda, en cuyo interior atesoro la botellita de agua con tapón tocapelotas (¡Gracias, señor aburrido en poltrona bruselense! La próxima vez, ¡rellene Sudokus!), el folleto de la excursión, una bolsa de frutos secos, las gafas de viejo, y cuatro caramelos de menta pues-acá-nunca-se-sabe.

Soleado sábado de un noviembre que siempre soñó mudar en septiembre. Con mi singular horario, más sueño que alma. Café por vena en cada parada de autobús. La napolitana de chocolate, que huele a manjar en peligro de extinción, me pone ojitos y susurra con lascivia: “cómeme, Jorge, cómeme toda”. Me planto, erguido, frente al mostrador. Los pies anclados al suelo. Las manos detrás, al igual que esposadas. Rígido, con cara de acelga hervida, a falta sólo de corbata colorada y chaqueta de traje, como político en rueda de prensa televisada, respondo al bollo lujurioso, con voz cavernaria: “No. ¡No es no!”. Para secundar tal prueba de voluntad férrea −ni el mismísimo Epicteto, oigan− arrojo con desprecio el azucarillo sobre la barra. Café solo y doble, a pecho descubierto; tentado estoy de pedir un sol y sombra (evocarlo acarrea gesto triste, del tipo: os añoro toneladas, un rictus a medio camino entre la sonrisa y el llanto, recordando a mi padre); sin embargo, desecho la idea, temeroso de que, tras beberlo, por falta de hábito, mi cara torne rojo escarlata y el vello pectoral blanco Ariel, del puro susto.

La camarera sonríe, confusa, divertida, ante el ser extraño que observa la bollería y parece hablar consigo mismo. Muestra, la muchacha, una sonrisa hipnótica, luce cabello con ricitos, piel tostada, y se expresa con afable acento caribeño.

“Ésta tiene de vasca lo que yo de noruego”, pienso, al depositar las monedas sobre su mano, retornando a la realidad.

Seguimos devorando kilómetros.

Una basílica por acá, una universidad por allá… un restaurante vasco por acullá. No todo va a ser alimentar el espíritu, caminar sobre pedruscos rodados, y esquivar excremento vacuno.

Recuerdas el consejo del autobusero. Micrófono en mano, cual oficinista piripi en karaoke navideño. Un restaurante regional, de pura cepa, de esos con nombre autóctono a la par que impronunciable, largo como lunes resacoso y repleto de sílabas con mucha ka, de kilo, y alguna que otra, té equis intercalada. Lo buscas, a golpe de tecla, san gúguel mediante.

Te congracias con el perro de Pávlov −salivas, los ojos en blanco, buscas la dichosa campanita− tu cerebro proyecta imágenes Alta Definición del chuletón que te vas a meter entre pecho y espalda, con sus patatitas y su pimiento del piquillo, quizás arriesgues un primero, caliente, poderoso, a base de caparrón rojo y guindilla, o tal vez, unas cocochas, todo ello regado con un Rioja-Fuenmayor del 67, que canten lo que gusten los Estopa, no sabrá cómo los del Caprabo.

Entonces, la tragedia.

Abres la puerta de cristales tintados, ese careto que muestras al traspasar el umbral, el interior en penumbra…

Algo falla.

Percibes un aroma exótico, fuera de lugar, el cual evoca otra vida (huele a noche de farra con carga ladeada y niebla; a frío y llovizna; a cerveza derramada por las aceras; a local take away donde meter algo sólido al estómago para hacer masa. Huele a Edimburgo). Algo no cuadra. Un olor picante, especiado, lejano. ¿Acaso un chuletón exótico?

Te encaminas hacia la barra. A la derecha, sobre la pared un cartelón enorme, repleto de fotos vistosas, unas doscientas cincuenta y cuatro, así a ojo, de colores vivos y grasientos. Son platos para degustar, todos bajo un gran titular KEBAB-TXOKO, y te quieres morir, salir por patas, ser succionado por un socavón bajo los pies. Te sientes humillado, estafado, utilizado, y un montón más de adjetivos en ado.

−¡Akí, amiggo, esta mesa librre, amiggo! −dice el tipo que salió a tu encuentro. Bigotazo negro que ni el mismísimo Pancho Villa, tez morena, cabello que acompaña, negro como tinta china, tupido, recio y abundante. Camisola y pantalón de lino, todo uno, beis oscuro.

Y la última pieza encaja.

“¡Un Paki!”, pienso, el chofer nos ha enviado a un local Paki con nomenclatura vasca. La censura acude rauda a mi mente, acompañada de otro recuerdo: el rostro travieso del bueno de John, advirtiéndome de la naturaleza ofensiva de dicho diminutivo en Escocia… “Si al menos fuera uno turco, como los de Edimburgo”, concluyo, añadiendo ‘decepcionado’ a la lista gramatical.

−Sólo quería echar un vistazo. Gracias. −respondo al simpático señor paquistaní.

Doy media vuelta y salgo al sol, a la luz de final de túnel, en busca de algo más autóctono que llevarme a la boca.

−¡Mi reino por una chuleta a la brasa! −grito al cielo, brazos extendidos, mientras las tripas emiten gruñidos de protesta.

 



jueves, 31 de octubre de 2024

F200 - Más allá de la realidad

 Lo prometido es deuda. A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Permítanme, hoy, la osadía de burlar las reglas; consentir que Jorge Ariz salte al otro lado del muro, que escape de este rincón de palabras apretujadas al mundo ficticio; para convertirlo en personaje. Llámenlo, si gustan, pequeño homenaje para celebrar su batallita número doscientos.

Nada de lo relatado a continuación sucedió, todo es fruto de la imaginación de este humilde juntaletras. Como afirman los escritores a quienes tanto admiro, escritores pata negra: cualquier similitud con acontecimientos reales, cualquier parecido de los personajes con ciertas personas, sería producto de la casualidad, obra del azar, una carambola del caos. (Siempre soñé decir esto).

Mera coincidencia, como el hecho de ser, en unas horas, noche de Halloween… o quizás no.

Una última advertencia, tamaño XXL, así que relájense, conecten el modo pantalla grande (ordenador) y no se me duerman.

 

 

                               Frágil cual muñeca desnuda

 

Apenas llevaba tres meses en Edimburgo cuando la conocí.

Recuerdo entrar en aquel bar confuso, alicaído, al borde de la derrota. Necesitaba alcohol, mucho alcohol, alcohol en vena; yo que siempre fui abstemio. ¿En esto consistía mi sueño? ¿Así resultó la gran aventura que imaginé? Abandoné España porque deseaba emular a Edmundo Dantés, protagonizar andanzas novelescas, cruzarme con John Rebus en el Oxford Pub… yo quería ser Teresa Mendoza. ¿Y qué logré? ¿Limpiar retretes en una hamburguesería por cuatro míseras libras la hora? ¿Aguantar las chanzas de los compañeros? ¿Malvivir en un albergue apestoso, un cuarto repleto de literas, paredes desconchadas, olor a orines de gato, gemidos nocturnos y cucarachas con capacidad trepadora?

Al menos, quedan mis novelas. Intenté consolarme.

Acometí la tercera pinta de cerveza, ya a media asta; mi propia carga ladeada. Entonces la vi, una solitaria silueta, encorvada sobre la mesa alta del fondo, la observé durante un instante, de forma subrepticia, vistazos rápidos por encima del borde del vaso. Pelirroja, cabello largo, rostro blanquecino iluminado por su teléfono, vaqueros rotos, chupa de cuero. Delgada y de baja estatura, sus botas no alcanzaban el reposapiés del taburete. Parecía delicada como una caricia. No debía de rebasar los diecisiete años.

Entonces, sintiéndose observada alzó la vista, clavándola sobre mí. Noté la succión de todos mis pensamientos, no sólo del presente, sino todo lo experimentado durante mis treinta y un años de vida. La muchacha robó millones de diapositivas almacenadas en mi cerebro. Apoyé la bebida sobre la mesa, aguantando aquella mirada, a pesar de que una voz interior me susurraba que no lo hiciera, que saliese de allí a la carrera.

Después de una eternidad, que duró segundos, ella sonrió de modo extraño, más enigmático que atractivo. Una sonrisa de niña traviesa que hubiera hecho un pacto con el diablo, una vampira aficionada, una ociosa brujilla. Incapaz de bajar la vista, imantado por una fuerza alienígena, devolví el gesto, más ingenuo, mundano, una bandera blanca; sin embargo, una brizna de esperanza estalló en colorines y artificios: tal vez tenga veinticinco, y parezca más cría. Un guiño cruzó el espacio entre las mesas y burló mis defensas. El chiquillo era yo, ella la diosa.

Sin saber que aquella seña destrozaría mi vida.

Valentina, así resultó llamarse, se convirtió en mi sombra durante las siguientes semanas o, más bien, yo en la suya. Uruguaya, de Montevideo, según me contó. Valentina, enamorada hasta las amígdalas del profesor de filosofía, al cual escribía y escribía y escribía cartas que él nunca contestaba.

Un padre con mano exploradora, adepto a los juegos manuales, y labios pegajosos que desbordan deseo. Una madrastra con currículo de cuento. Aptitudes óptimas para el puesto. Nada veía, nada escuchaba, nada censuraba. Licenciada en licores y bebidas espiritosas, máster en Manipulación de Mentes Masculinas.

Huyó del país con apenas quince años, escondida en un carguero, el cual, tras larga travesía arribaría en el puerto de Glasgow. Descubierta por un vigilante del buque, a los dos días de viaje, sació el hambre sufrida, macarrones con tomate por kilos, bizcocho de zanahoria obsequio del pinche de cocina; colmó su sed a base de agua y zumo de piña; pero acabó entre las paredes de un centro de acogida, según amarró el barco.

En una semana se fugó.

−Prefiero morir asesinada en la calle a vivir enjaulada −dijo, en una de nuestras conversaciones, entre canuto y cerveza (con ella me gradué en ambos vicios). Yo reí, sin darle importancia, acostumbrado a sus frases lapidarias. El aroma dulzón anotó su puntito extra.

Un mal día, discutimos. Gritamos. Nos arrojamos calderos de resentimiento y frustraciones. La distancia mínima tornó en desierto. Las confidencias levantaron el campamento, arrojando agua sobre la fogata.  Mi remordimiento, un continuo y constante bombardeo. El trabajo pasó de asqueroso, con ensoñaciones platónicas y rostro bobalicón, a repulsivo a secas. El albergue fue mi búnker, refugio de zambombazos y recuerdos.

Recibí la llamada en plena madrugada.

Pasaban un par de minutos de las tres. Mi pequeño Nokia vibró bajo la almohada (guardado junto a la cartera, a salvo de manos inquietas. Las novelas que traje dormían en la taquilla abierta. Nadie roba libros). Observé la pantalla, sin llegar a verla y, aún somnoliento, presioné la tecla verde mientras bajaba aquella escalerilla infernal, tratando de no romperme la crisma. Nada, el aparato continuaba vibrando. ¡Maldito cacharro obsoleto! El suelo estaba helado, pero decidí no perder un segundo buscando las zapatillas. Aquello no era normal, alguna desgracia hubo de suceder, pensé, para que llamen a semejante hora. ¿Acaso a mi hermano? ¿Mi padre? ¿La nena? Me tranquilicé un poco al comprobar la ausencia del 0034, prefijo desde España. El número reflejado contenía el 0131 local. Volví a pulsar la consabida tecla verde, mientras abandonaba el dormitorio camino de los baños comunes.

−¡Jorge, ayúdame, por favor! ¡Me han encontrado! Ellos…

La comunicación se cortó. Me contemplé allí quieto −desde arriba, como si hubiera salido de mi cuerpo −sentado en aquella mugrienta taza de inodoro, en gayumbos, con el pelo largo y sucio, legañas de kilo y medio, semidormido, mirando la pantallita de aquel móvil barato, ya oscura como mi conciencia.

Las rodillas me temblaron.

Me disponía a pulsar la tecla de rellamada, cuando caí en la cuenta de que no procedía de su celular (como ella decía), el cual tenía fichado. Antes de marcar, una rara intuición congeló mi dedo en el aire. Podría ser peligroso para ella, advirtió aquel murmullo interior. Desistí.

−¿Y ahora, qué demonios hago? −dije a los azulejos con chorretones. Procuré no inspirar por la nariz. Apestaba a mierda, pis y algún otro fluido humano. Un hedor que se reía a mandíbula batiente de la lejía derramada.

Traté de calmarme, mientras me vestía, en silencio, a tientas. Uno de aquellos bultos, tosía bajo las mantas desde la cama inferior de una litera cercana, otro más allá, balbucía palabras ininteligibles, entre lamentos escapados de alguna pesadilla, mientras un tercero expulsaba una larga ventosidad a modo de protesta. Salí de la habitación, con sigilo, mi último deseo, despertar a alguno de aquellos seres del inframundo.

La noche era fría, la luna llena, cuyo cerco le otorgaba aspecto de huevo desparramado; la acera, húmeda por el relente, reflejaba la luz amarillenta de las farolas. Un taxi multicolor, naranja, azul, gris, y el logo de IRN-BRU impreso sobre la carrocería, pasó junto a mí, sus ruedas salpicaron agua de un charco.

−¡Que te jodan, cabrón!  −grité en inglés, imitando el acento escocés chungo que oía a diario entre mis entrañables compañeros de dormitorio.

Recordé, de pronto, las palabras de Valentina. Acudieron a mi mente desde un cajoncito olvidado, al fondo de la memoria. Las mencionó la noche en la que nos conocimos, las tomé a broma, una exageración para darse importancia. Una tontería de una cría que resultó alcanzar los dieciocho, recién cumplidos.

−Si algún día desaparezco, busca a Meghan. No la llames por teléfono. Ellos lo escuchan todo.

Meghan era una vieja amiga, dijo. Inglesa, pero afincada en Edimburgo media vida. Periodista, y escritora de novela erótica. La ayudó durante los primeros días (cama, comida, un poco de dinero, y algún que otro abrazo), recién fugada del Centro de Acogida. Sin embargo, también se zafó de su empatía, de su cariño desinteresado, regresó al frío de las calles, a vagar desangelada, a robar fruta, magdalenas de colores, y esquivar borrachos.

−Quiero buscarme la vida sola, odio vivir de prestado… aunque Ellos me localicen… como susurran las voces… y un día aparezca muerta en una cuneta −dijo, en otra ocasión. Yo callaba, no la cuestionaba, ni le pedía explicaciones acerca de esos misteriosos personajes, que parecían habitar sólo en su cabecita.

Ignoro cómo logró subsistir hasta ahora, evitando a los guardias, sin llegar a sucumbir ante los Servicios Sociales, cómo logró continuar con vida en aquella ciudad hostil, bajo el barniz que embriaga a los turistas, ella, frágil como una muñeca desnuda. Quizás justo hasta hoy. Quizá yazca en una zanja, apaleada, violentada, su cabello de fuego cubriendo el rostro pálido, carente de vida, moteado de sangre, como tantas veces ella misma describía, a modo de morbosa premonición de niña traviesa, adicta a las novelas de Stephen King y los cuentos de vieja.  Pensé, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de norte a sur, pasando por el ecuador. El vello erguido; toque de guerra; corre o pelea.

−¡Jorge, déjate de boludeces, carajo! −me abronqué, rasgando el silencio de la noche. Sonreí ante la expresión utilizada. Tan uruguaya, tan propia de Valentina.

Alcancé el barrio de Leith sin caer víctima de ningún atraco. Todo un logro a aquellas horas intempestivas, atravesando los jardines de Links. Reí, imaginando el careto que pondría el yonqui de turno, al cachearme, navaja en ristre, y comprobar que su botín ascendía a cuatro libras, y cuarenta y ocho centavos. A lo justo  alcanzaría para la cucharita, el filtro de cigarrillo y un limón. De la dama blanca, olvídate.

El sonido del timbre alumbró aquella avenida repleta de casas adosadas. Giré la cabeza echando un vistazo atrás. No había un alma en la calle. Tampoco hubo respuesta. Insistí con un poco más de ahínco, convencido de que algún vecino llamaría a la policía, al ver a tal desarrapado incordiando en un vecindario pijo.

Justo me volvía, en retirada, cabizbajo, la puerta se abrió.

−¿Eres tú, Jorge?  −Valentina me la presentó en su día, cuando todavía vivía bajo el amparo de su cálida presencia  −¿Qué sucede? ¿Se trata de  Valentina? −lo preguntó a su manera, ojos muy abiertos, cejas alzadas, los labios torcidos. Meghan se volcaba con los demás, vivía miles de vidas.

Entonces, extasiado, no pude aguantar más, rompí a llorar.

Meghan me invitó a pasar. Tomamos un té con leche en la cocina. Ya sosegado, le relaté lo sucedido. Tras escucharme, sin interrumpir, sacó su móvil y marcó un par de números seguidos. El de su confidente, asesor, y me temo que amante, y el de la policía.

Tras unas pesquisas, y otro par de tés, recibimos la desoladora noticia.

Valentina se hallaba en la comisaría sita en la Plaza Gayfield, bajo custodia, más en calidad de protegida que de investigada. Estuvo ingresada, durante las previas cuarenta y ocho horas, en el Ala de Salud Mental del Royal Hospital, en Morningside, tras sufrir una crisis con visos de brote psicótico. La sorprendió un taxista camino de casa, tras el turno de noche. De pie, en mitad de la carretera, vestía una minifalda a cuadros escoceses, algo caída, sin medias, una blusa arrugada que en su día fue blanca, zapatillas viejas. Alrededor de su cuello colgaba un sostén negro, rasgado,  probablemente suyo. Y sujeto entre las manos un puñado de sobres, abiertos de forma tosca, arrugados, de aspecto ajado.

−Las 48 cartas que mi padre escondió, las 48 cartas que mi padre escondió… −balbucía; sus pupilas a miles de millas; una mezcolanza de lágrimas, sangre, mocos y saliva goteaba sobre el capó del taxi negro, enorme, de formas redondeadas y aspecto clásico.

−¿Cariño, estás bien?  −preguntó de forma estúpida, a la par que preocupada el taxista −¿Hablas inglés? −añadió el tipo, obeso, cráneo rasurado, brazos repletos de tatuajes azules, deslavados.

Entonces, ella encendió aquellos faros en plena noche de tormenta, que llenaban su rostro, chispeantes, ora malévolos, ora virginales, como la protagonista revoltosa de un manga nipón, los cuales atravesaron los ojos saltones del chofer, cuya papada compartía talla XXL con las ojeras.

 El conductor vio una muchacha indefensa, aterrada (la risita pícara escondida tras las cortinas), que dijo, en perfecto inglés:

−¡Ha sido Jorge!; ¡Jorge Ariz intentó matarme!

Fui localizado, detenido, y esposado por un par de policías descomunales, con cara de dieta vegetariana, uniforme oscuro y chaleco antipuñaladas; emplearon lenguaje educado y modales férreos: “desearíamos que nos aclarase un par de asuntos, Míster”· Me sentí manejado cual equipaje de clase turista, ninguneado, arrojado primero al interior de una furgoneta con rejas, después a un calabozo tétrico, de época victoriana, frente al cual mi añorado hostal se me antojó el Hilton.

El destino, burlón, me reveló el infierno: ¡bienvenido a tu Castillo de If, pringado!

 


sábado, 19 de octubre de 2024

F199 - Fundido a negro

 Estos días he recordado de nuevo al amigo Murphy. Aunque empiezo a tener dudas. Una cosa es que el maestro de las tostadas pasee por tu día y otra que seas gafe. En ciertas circunstancias brota la pregunta del millón de rupias: ¿estas cosillas sólo me suceden a mí?

Mejor les cuento, y ustedes deciden.

Con los años, como los coches, uno va necesitando revisiones y citas de mantenimiento. Y de vez en cuando, una ITV. Hoy tocaba comprobar el estado de los neumáticos y poner algún que otro parche: hoy tocaba pies. Visita al podólogo, como se autodenominan, los que adoran toquetear pies ajenos, para darse importancia.

Me  presento con antelación, los británicos me inculcaron aquello de la puntualidad, aunque aterricé con los deberes medio hechos; venir de fábrica sin gepese crea ciertos hábitos, acostumbras a ir sobrado de tiempo a cualquier evento o cita, por si te pierdes, por si no te ubicas, que dicen ahora los estiradillos de turno.

La singular pareja llega un poco después. Matrimonio japonés de mediana edad tirando a  prejubilación. Llama mi atención que él entre primero; ella, tras unos segundos eternos en posición de firmes, con cabeza gacha, cruza el umbral (a punto estuvo de cerrarse la puerta en su cara). Como si hubiera pedido permiso mentalmente. Ropa de excursión: él, pantalones de monte y cortavientos goretex de tonos apagados, y botas impregnadas de barro. Ella, más de lo mismo, pero sus botas apenas tienen lodo. Ambos portan gafas de montura metálica, un tanto pasadas de moda, o quizás vintage explorador. A pesar de la distancia física (sillas separadas) noto complicidad entre ellos, aquella que nace y crece durante toda una vida cercana. Gestos gemelos, conversación tranquila, idéntica postura al sentarse, la curiosidad compartida. Son viandantes del Camino de Santiago, no es necesario poseer una Licencia de Investigador Privado para percatarse. Dos caminantes, con barro en las botas, en la salita de espera del podólogo. Todo muy almodovariano, a pesar de los colores deslavados.

No puedo evitar observarles, a hurtadillas. Parapetado tras mi libro, lanzo ojeadas distraídas. Todo lo contemplan con curiosidad científica. Móviles en mano. Ella, dos terminales, que sujeta con una sola mano, emparejados, como si los aparatos estuvieran haciendo cositas amorosas. Él, alza el suyo, con desgana, trata de sonreír sin mucho éxito y dispara un par de selfis, con la pared −plagada de marcos: diplomas y fotos de pies retorcidos− de fondo. ¿Esto se considera kitsch? Ni idea.

Reparo en la mochila que acarrea la mujer. Apoyada sobre sus rodillas. Aspecto barato, de tienda de chinos. Tejido bicolor: azul y granate. Un escudo del F. C. Barcelona en la parte delantera. La lengüetilla que tira de la cremallera superior recubierta con una funda rojigualda. Cuántos sentimientos encontrados en tan poco espacio, pienso.

−Jorge, ya puedes pasar −dice la auxiliar, sonriendo tras la mascarilla.

Espero unos minutos, sentado en aquella butaca reclinable, descalzo, pies apoyados sobre un simpático papel decorado con dibujos de pinreles que se carcajean. Pura felicidad podal.

Música suave de fondo. Aire acondicionado que pelea contra este octubre tropical. Estoy cómodo, a pesar de que el desasosiego amenaza con tomar la plaza. No es fácil relajarse, observando objetos punzantes, utensilios que pueden rasgar la piel, herramientas que provocarían sangrado… instrumentos de potencial torturador sobre una servilleta de papel color verde urgencias, y botes con símbolos de contenido tóxico y radiactivo aquí y allá.

La podóloga comienza su labor, con aquellas grandes tijeras que parecen de podar cepas. Se muestra afable; conversamos sobre niños, trabajo, politicastros y vida.

De repente, la oscuridad.

Exagero, porque es mediodía y el ventanal de considerable tamaño. Mas el potente foco de trabajo se apaga, la música de fondo cesa, las luces del techo se unen a la sentada. El aparato de aire, tras un par de tosidas, cof, cof, enmudece. El piloto verde que indica actividad de la máquina con tornos, pulidores y otros instrumentos, parpadea comatoso y muere.

−¡Vaya por Dios! Disculpa, Jorge, voy a ver qué sucede −dice la doctora, y sale del cuarto.

Vi obras en la calle. Difícil no reparar en ellas cuando pulsas el portero automático. Polvo, ruido y olores diversos te dan la bienvenida. Dicen estar mejorando un paso de peatones. Aunque viendo el tamaño del socavón dudas si estarán horadando la entrada inaugural de metro en la pequeña ciudad norteña. Quizás un obrero se dejó llevar por el entusiasmo, radial en mano, y cortó el cable rojo…  y el verde, y el amarillo.

Si a ello añadimos que un vientecito con vocación de huracán y bautizado Kirk (suena a pistolero duro: Kirk Douglas) está haciendo de las suyas por todo el norte de España, lo del apagón empieza a tener más pretendientes que la hija de Amancio Ortega en sus años mozos.

Porque el apagón es general. El bar de abajo, el dentista del piso inferior, el bufete de abogados arriba. Todo el edificio fundido a negro, como en una película de misterio. Ruego que no desaparezcan clientes y pacientes, de uno en uno, cual víctimas en “Los diez negritos”, o “Los solitarios”.

Me envían para casa.” Lo lamento mucho, Jorge, esto va para largo”, dice la buena mujer tras realizar un par de llamadas. Acordamos una siguiente cita; cruzo los dedos tras la espalda, como cuando éramos chiquillos. No acepta ni un céntimo, detalle que agradezco.

El hall está vacío, ni rastro de los japoneses. Quizás requerían algún tipo de cura urgente y quedaron servidos. Así lo espero, ¡Buen Camino!, les deseo en un susurro.

Apenas una semana después. En otra ciudad, otra vida.

Día gris y triste. La tormenta dando sus últimos coletazos. Decido ir al cine, antaño refugio habitual. Hoy, los precios, Netflix y las infames películas españolas de subvención asegurada, hacen de mis visitas a la pantalla grande algo esporádico.

“Soy Nevenka”, dice la cartelera. Icíar Bollaín, la directora. Sonrío, recordando aquella película que me hizo soñar mil años ha. Cuando el cine patrio todavía podía sorprenderte. Film, quizás, germen inconsciente de mi futura escapada escocesa, quién sabe. “Hola, ¿estás sola?” rezaba el título. Ignoro si mi nostalgia se debe al contenido de la cinta o a los veintipocos años que yo lucía.

Me vengo arriba, “para dos días al año que vienes”, trato de convencerme, de callar la vocecita que susurra palabras incómodas, dieta, calorías, sal, michelines. En el mostrador, palomitas, chocolatinas, botellín de agua. Un festín cinéfilo.

La fila es interminable. El local, en restauración. Golpes y taladros de fondo. Me persiguen las obras en este país del ruido. Espero que la sala esté bien aislada.

−Aquí tiene. Sala dos, fila tres, butaca trece −dice la adolescente, su gesto concentrado impide brotar la sonrisa.

Tras picar el tique, es un decir pues la señora de la puerta se limitó a echar una ojeada, tras unas gruesas lentes, me dirijo a la doble puerta. Sala dos, reza un cartel junto a un folio, con el título multicolor del largometraje, pegado con celo.

Es una sala diminuta, los multicines se cargaron el invento. La magia se desangró, apuñalada por la avaricia. Única meta, amortizar el metro cuadrado. Apenas media docena de filas. La tercera por la mitad. Me acerco, miro hacia un lado, hacia otro, la numeración cada vez más absurda en los cines modernos. No consigo encontrar el maldito trece, nunca mejor dicho. Salgo un tanto azorado. Bajo la luz amarillenta del pasillo, con dedos temblorosos, extraigo la funda y me coloco las gafas de viejo. Compruebo los numeritos hechos diminutos a propósito, para confundirnos. Sala dos, fila tres, butaca trece. What the fuck!, no puedo evitar el juramento en voz alta. Nadie parece escucharlo.

−Señorita, por favor −digo a la mujer que “picó” la entrada. Me mira como a un extraterrestre recién aterrizado. Lo de señorita ya no se lleva, Jorge, me abronco.

Le comento el problemilla. Mire usted, quizás estoy algo torpe, no logro hallar mi asiento. En su defensa, debo indicar que en ningún momento me miró mal, ni insinuó que en efecto era un tipo de lo más torpe. Algo sospechaba la señora.

Entra con rapidez a la sala de juguete. El Cinexin lucía más glamur. Sigo sus pasos cual fiel escudero. Índice alzado, señala.

−Mire, ahí mismo, en la fila tres, a la izquierda, junto a la pared está su asien…

Silencio.

Me mira, ojos muy abiertos.

La miro, más curioso que enojado.

Fundido a negro.

Sale a la carrera, despavorida, con mi entrada en la mano, murmurando palabras sin sentido, quizás en alguna lengua muerta, hace aspavientos en dirección Taquillas.

Al cabo de un rato, regresa. La espero junto a la doble puerta, el cartón de palomitas en una mano, el agua en la otra, las chocolatinas derritiéndose en el bolsillo trasero.

Con gesto contrariado, serio, extiende su mano. El gesto invita a la imitación, así que extiendo la mía, sujetando precariamente el botellín helado bajo la axila.

−Lo lamento muchísimo, la butaca trece no existe −dice, depositando en mi mano un puñado de monedas que amenaza caer.

Da media vuelta y desaparece tras una puertecita que juraría no estaba cuando llegué… un eco de risa brujeril alcanza mis oídos, o tal vez se trate del sonido de una broca de taladro al penetrar la pared, y mi mente haga el resto.

“Se acerca el puto Halloween”, me digo, mientras acerco el cubilete al rostro y ataco a bocados las palomitas.

 



martes, 8 de octubre de 2024

F198 - Terribles noticias

 Existen malas noticias y noticias nefastas. Un martes cualquiera te levantas de la cama, desperezas rozando descoyuntar, acompañas el gesto con un sonoro e interminable bostezo, seguido del rascar de la nalga izquierda. Arrastras las pantuflas camino de la cocina, y  con ojos entreabiertos dispones el desayuno −tu mug preferida, café instantáneo, una magdalena revenida que sobrevivió a la última purga de bollería viciosa− ignorando lo que te aguarda.

Crees, ingenuo de ti, que es un día más, otro día de cole. ¿Hay algo más anodino que un martes laborable? Pero no. Es un día fatídico, un día para olvidar, un día que hubieras preferido permanecer agazapado, en posición fetal, bajo el duvet (otra palabra que acude a mi mente, sin ser invocada, trayendo sabor escocés) soñando con Ella o con otra cualquiera. Es el mejor sueño, te dices, vívido cual viaje astral, de los que no te importaría nunca despertar. Una muerte dulce, como de envenenamiento por tufo bodeguero, morir tranquilo bajo el edredón, sintiendo la tibieza que desprende su espalda, rozando tus fríos pies con los suyos, suaves, pequeños, cálidos, sanadores.

Hojeas la revista, mera distracción mientras la magdalena se empapa de café. Y no lo puedes creer. Un clic dentro de tu cerebro. ¿Qué fue eso? Algo viste, de refilón, algo llamó tu atención. ¿Lo leí bien? Regresas a la portada. La noticia ni  siquiera aparece en grandes letras, sino camuflada en una de las esquinas inferiores (los que manejan el cotarro no desean que estalle el pánico total). Abres los ojos tanto que las legañas desaparecen. La magdalena, detenida en el aire, quiebra y un trozo de considerable tamaño cae, cual bomba Little Boy, sobre tu taza favorita, creando un pequeño tsunami que deja pringada la superficie de la mesa; bendito hule, te dices. Trapo húmedo y resuelto.

Lees el titular tres veces, luego una cuarta vez. No logras asimilarlo, no quieres asimilarlo; tu cerebro trata de consolarte: es una broma, seguro que se trata de un ejemplar viejo, con fecha cercana al Día de los Inocentes. Luego recuerdas que la entrañable fecha ya no existe, que fue devorada por la modernidad, por la globalización y por la estupidez que todo lo envuelve en este siglo XXI. Titulares a diario podrían ser inocentadas, incluso en pleno mayo. Mas no lo son. Titulares absurdos y obscenos surgen de periódicos y noticieros día tras día. La estupidez se extiende como una gota de tinta negra en un vaso de agua.

Sin embargo, las líneas ante mis ojos no son bobada diaria, el titular arrinconado reza la peor de las noticias. El preámbulo del Fin del Mundo. El primer sello quebrado del Apocalipsis.

“El cambio climático y la especulación

 amenazan dos placeres cotidianos:

llega el Fin del chocolate y la cerveza”

 

Abro la revista, buscando la página de la infamia, dedos temblorosos, la magdalena desmigada flota sobre el café templado cual restos de un glaciar. Ataco el primer párrafo, ruego al Cielo que sea un malentendido, el trabajo de un becario embriagado, la broma de un periodista aburrido jugando a crear titulares escandalosos, una inocentada desubicada, quizás el experimento de una IA-L (Inteligencia Artificial más bien Lerda).

No lo es.

La noticia se muestra con argumento, coherencia, aporta detalles, números, porcentajes, estadísticas y gráficos, un croquis tenebroso. El maldito titular es verídico; encabezamiento a cara descubierta, sin máscara ni maquillaje alguno. No se trata de un clickbait, tan de moda como absurdo y frustrante (para quienes no hayan batallado con el idioma shakespeariano: una pequeña trampa, titular llamativo, polémico, a veces incluso ajeno a la verdad, en prensa digital; su único objetivo, que lo pinches y accedas a la noticia −plagada de publicidad− y, tras leerla, quedes igual porque no aporta nada. Lo dije, la estupidez se extiende, imparable.

Es el Fin del Mundo, pienso.

Nos engañaron con las películas “Mad Max”. Tras el Armagedón no habrá persecuciones con bugas molones y destartalados en busca de una garrafa de gasolina, habrá garrotazos por una onza de chocolate negro. Puñaladas por una lata de cerveza tibia.

Ahora comprendo la urgencia por el Brexit. Los hijos de la Gran Bretaña lo sabían. ¡Tanto MI1, MI5, MI6, MI33! Poseían información privilegiada. Los James Bond de turno hicieron los deberes como aplicadas colegialas. Conocían la cercana tragedia. Que la Humanidad perderá la chaveta, que nos mataremos por un chocolate a la taza. Les entró la prisa, debían cerrar fronteras y ponerse de inmediato a hacer acopio de barriles de cerveza y barritas Mars. En ello iba la vida de millones de británicos. Sin dichas viandas, la dieta isleña quedaría reducida a la ingesta de patatas fritas en bolsa o de chips grasientas envueltas en papel de periódico junto a una hedionda masa blanquecina  −rebozada con dos kilos de engrudo− a la cual denominan fish (pescado).

Es definitivo, nos vamos al carajo.

Muy de vez en cuando, veo el telediario. Guiado por la añoranza de tiempos pasados, cuando el noticiero era eso, un cúmulo de noticias, separadas en secciones, argumentadas. Ahora todo es un popurrí de imágenes horrendas. Un puré de tragedias con Bach de banda sonora, y algún silencio preñado de morbo.  No importa si se trata del estallido de un volcán, de un terremoto, una guerra o la madre de todos los atentados. Ellos crean su batido gráfico y sonoro para amedrentar. Jamás el miedo generó tanta riqueza.

Y lo consiguen.

Observo incrédulo el mundo, al otro lado de la pantalla, despatarrado en el sofá. Entonces sonrío de aquella manera que ustedes ya conocen. Una sonrisa ladeada, triste, a media asta. Una sonrisa de hasta luego Lucas. Sonrío porque sé que no me afectará la hambruna de chocolate ni la sed de birra. No me dará tiempo, no nos dará tiempo. Extiendes los dedos y puedes palpar el desastre total. El bueno de Ken Follet lo relata de maravilla en su novela: “Nunca”. Pura ficción, pura realidad.

Otras veces, me sorprendo deseando la alternativa, un meteorito grande, un cachas de gimnasio sideral, embrutecido a base de pesas y sustancias prohibidas (raya lo poético, un asteroide petado de esteroides); un meteorito con una fijación en su cerebro inexistente, un destino escrito con mayúsculas en su GPS, La Tierra.

Un pum gordísimo que nos ahorre sufrimiento, bochorno… todo lo demás.

Tan sólo espero que, como en la película “No mires arriba”, conozcamos la fecha de caducidad del yogur terrícola. Día, y hora aproximada, del impacto fatal, para así, emulando a los protagonistas, poder juntarnos cuatro amigos (siempre me sobraron dedos para contarlos) y disfrutar tranquilos del último atardecer: teléfonos móviles humeantes dentro de la chimenea, pantalla de televisor destrozada, el rúter ahorcado con su propia fibra óptica; y entonces sí… batallitas, música, risas, labios embadurnados en chocolate cual chiquillos, y la bañera repleta de latas de cerveza entre cubitos de hielo, como pequeños Titanic en busca de su destino, su iceberg.




 

miércoles, 25 de septiembre de 2024

F197 - En cada viaje muero (Bruselas) (y XIV)

 El fin de cada viaje, incluso mera escapada, es el final de una vida. El fin de esa personita que fuiste durante unos días. Imprimes el billete de vuelta y comienzas a morir. Subes al avión y tu latir cesa. Aquel Jorge en Bruselas deja de respirar, para comenzar a reconvertirse, poco a poco, en el otro Jorge que aterrizará en su ciudad de residencia. Entonces uno se enfunda el uniforme de a diario y regresa a su caparazón, a su ser cotidiano, a la persona que es cuando le envuelve la rutina.

Sonrío al preparar el equipaje. Es una sonrisa triste, una sonrisa de cerveza entre amigos tras un funeral. Siempre me sorprende lo sencillo que resulta hacer la maleta de regreso. Doblar pantalones usados, camisetas arrugadas, meter los gayumbos sucios en una bolsa de plástico. Todo apretujado. ¡Qué mas da si dejaré de existir! Es curioso, una vez en casa, en el castillo, dejo la maleta abandonada en cualquier esquina del cuarto, como si no me atreviera a abrirla, a deshacerla. Como si hacerlo fuese abrir un ataúd. Profanar una tumba. Así queda durante un tiempo. Hasta que reúno fuerzas y mi yo anterior, el rutinario, sabe que debe enfrentarse a la realidad, que debe abrir aquel cofre de ropas y acabar con el conjuro.

Antes de bajar a desayunar por última vez, en aquel hotel belga, dejo hecha la maleta. Son cuatro trapos estrujados. Coloco el tique de vuelo sobre ella. Nunca sobre la mesilla pues trae malos recuerdos (durante un viaje, en otra vida cuando no existían los móviles, olvidé un billete de avión en una mesita, junto a la cama, de un apartamento prestado, en mi querida Santa Cruz de Tenerife, y caí en la cuenta justo en el momento de escuchar el clinc, que emitieron las llaves al aterrizar sobre la base metálica del buzón, y un sudor frío recorrió mi espalda desde la rabadilla hasta los pelillos de la nuca).

Necesito verla por última vez.

Sé que no osaré despedirme. Sería absurdo, nuestras conversaciones nunca pasaron del “Hola, buenas noches, una cerveza por favor”. “¿Rubia, tostada, negra o casera?”. Entonces yo rellenaba la casilla de respuesta con el antojo nocturno. Pero ¿cómo te diriges a la mismísima Lisbeth Salander? ¿Qué le dices? ¿Cómo logras cerrar la boca para que no te entre algún bicho?

¡Es ella, joder, es ella! Murmuré, gracias a Dios en castellano, la primera noche. Aquella lejana noche lluviosa, tras el incidente de la sombra que me perseguía. O creí que así lo hacía.

Es Lisbeth Salander huida de las páginas de la novela.

Un rostro níveo, torturado por piercings aquí y allá;  cabello corto, salvaje, negro y brillante cual tinta derramada. Peinado rebelde, pseudo punki, sin llegar a lucir cresta. Camiseta negra, talla infantil, sobre su mínimo pecho reza un estampado: “FTP”, debajo una estrella roja de cinco puntas. “Fuck tha Police!”. Las fauces de un dragón asoman por su nuca, como si trepara la espalda. Rictus serio, profesional sin llegar a serlo. Engaña su baja estatura, parapetada tras el burladero en forma de barra, la sé capaz de saltarlo y sacar a golpes a un borracho de doble peso y mitad cerebro. Su mirada vuela, en cortos y rápidos brincos, sobre mi hombro, hacia la puerta, como si temiera la llegada del enemigo, quizás un miembro de aquella malvada banda de moteros.

El último atardecer, antes de marchar al aeropuerto, regresé a su escondite.

El deseo de inmortalizarla fue casi físico, quemaba los dedos; tomar una instantánea que diera fe, que probara que no había perdido la cabeza, que hallé a Salander tras la barra de un bar en un remoto pueblo de Bélgica. Pensé sacar el móvil del bolsillo, disparar una foto de aquella enorme jarra de cerveza cual guiri emocionado. Lo haría de tal forma que ella quedara retratada al fondo, a la derecha, de perfil, como si formara parte del decorado del bar. Una casualidad, mera coincidencia. Un accidente.

Su mirada, fría, negra y profunda como la pinta de Guinness que yo sujetaba, me lo impidió.

Deslicé el móvil dentro del bolsillo trasero, sin apenas haberlo extraído, cual pistolero que renuncia al duelo, y desliza el revólver en la cartuchera sin llegar a desenfundar, sabiéndose más lento que su oponente. Un pistolero que desea tomar el próximo güisqui, cabalgar otro atardecer, visitar un sábado más el burdel.

No es buena idea, Jorge. Pensé, visualizando mi cuerpo entre rejas o postrado en la camilla de una ambulancia.

Me limité a sonreírle, embobado, y abonar la consumición dándole las gracias, por última vez.

You´re welcome! −respondió, con un amago de sonrisa.

−Saludos a Mikael Blomkvist −dije, para mi cuello. De nuevo, en castellano. Sus ojos chispearon, como los de un personaje de manga. ¿Ha sido eso un fugaz guiño? ¿Junto a una sonrisa disfrazada?

Es ella.

Llegué con tiempo al aeropuerto. Siempre procuro hacerlo, a pesar de que el retorno resulta más sencillo. Deshacer el camino andado: easy peasy como decía el bueno de Stevie, antiguo compañero de piso en mi añorada Edimburgo.

Permanezco en ayunas durante horas, el día que vuelo me cuesta ingerir alimento alguno. Nada que ver con el miedo, tan sólo la incertidumbre de que todo vaya bien: no perder nada, equipaje, ruta, billete, avión, yo mismo. Apenas había comido un emparedado −adoro este vocablo en desuso, me recuerda tanto a mi madre que causa dolor pronunciarlo, un dolor agradable− antes de abandonar el hotel. El postre lo tuve claro en cuanto recorrí con la vista aquella barra de autoservicio, ya en el aeropuerto. Una buena porción de tiramisssúúú, tiramisssúúú, tiramisssúúú susurraba la vocecilla desde un sombrío rinconcito de mi cabeza. Una cerveza de trigo, y una ración de pastel italiano sería el homenaje.

No todos los días celebra uno su cumpleaños a doce mil metros de altura.

Ya en pleno vuelo, agarrado al reposabrazos durante una pequeña turbulencia, y rezando un par de avemarías por si acaso, un pensamiento asomó su peluda patita: si este tubo metálico con alas cayera en picado, y ni siquiera Nuestra Señora de Loreto pudiera salvarme, dejaría una curiosa lápida: día y mes idénticos, del amanecer al ocaso… Benditos eufemismos inventados por el hombre blanco. Cómo nos cuesta pensarlo, decirlo, escribirlo: del nacimiento a la muerte. Da cosilla.

La había visto dentro del avión. No es que llamara mi atención, pero la recuerdo. Una mujer de raza negra, alta, pelo rizado y voluminoso a los lados. Traje chaqueta gris oscuro, portátil en funda violeta. No soplará ya las cuarenta velas. Rostro serio, fiel reflejo de su estado de concentración. Ojos enormes, de marrón caoba. Sentí su zozobra como si fuera la mía. De hecho, es una zozobra que yo podría patentar. La noté tras recoger los equipajes, y después en la fila de espera para subir al autobús, ya en el aeropuerto de la ciudad española. Nerviosa mirada en derredor. Búsqueda de ayuda. Casi al borde de gritar: Please!!

Era algo evidente, para un observador que lo ha sufrido en sus carnes.

Aquella mujer no sabía decir siquiera “hola” en castellano.

Confieso que mi primer pensamiento fue ignorarla. Hacerme el longuis, que se decía en la prehistoria de mi infancia. El cansancio es egoísta. Deseas cerrar los ojos, ya de noche, poner la mente en blanco madridista y dejarte llevar por el ronroneo de las ruedas sobre el asfalto; confianza ciega en el chofer que incluso conoces de vista. Estas en casa.

Mas no pude.

Recordé al chico amable que me ayudó en aquel infierno de estación de tren. Aquel joven, con deje afrancesado en su inglés perfecto, quien se detuvo para atender a un desconocido con su libretita naranja entre las manos y el rostro alzado; un desconocido que mira nervioso las gigantes pantallas, un Paco Martínez Soria contemplando rascacielos. Recordé su empatía, su paciencia, incluso extrajo el teléfono móvil e indagó cual era la ruta que me convenía. Todo aquello vino de sopetón a mi mente agotada; un disparo a bocajarro; abrí los párpados que ya vencían. Yo era ella. El muchacho belga soy yo.

Can I help you? −le dije, según pusimos pie en el andén.

El brillo de aquellos ojos enormes fue su respuesta. Relajado el rictus, dejó de recordarme a la tía Viv del Príncipe de Bel-Air cuando echaba la bronca a Will. Su sonrisa confirmó algo que no requería confirmación.

Yes, thanks!

Le expliqué dónde nos encontrábamos, le hablé del metro, de autobuses urbanos, de taxis y tranvías. Todo en inglés con inclinación vallecana. Un inglés torpe, pusilánime, solícito de permiso para ser hablado. Siempre me sucede en España, ignoro el motivo. Como si el pisar suelo patrio (si puede hoy mencionarse tal palabro) inhibiera mi capacidad para usar el idioma de Shakespeare. Cual, si intentarlo me convirtiera en traidor, conchabado con el espíritu de Wellington, en aliado de la pérfida Albión.

Como si mi inglés muriera en cada retorno.




 

miércoles, 11 de septiembre de 2024

F196 - El espíritu Spaniards resiste (Bilbao, 7 sep. 2024)

 La sensación es idéntica. Como cuando bajas de la montaña rusa y tus pies tocan tierra firme. Un ligero mareo se apodera de ti. Tu mente queda dividida, guerra civil de sentimientos, das gracias al cielo por aterrizar en suelo firme, seguro, rutinario, al mismo tiempo, al otro lado de la trinchera, desearías permanecer para siempre allá arriba, tocando  las nubes con la punta de los dedos, rozándolas con el corazón. Yo siempre la llamé “re-entrada”, cuando tocaba aterrizar en casa, en Edimburgo, tras un corto viaje por la montaña rusa en España.

La sensación es idéntica, y la volví a experimentar después de separarme de ese puñado de amigos con los que estuve en la Quedada Spaniards 2024.

Algo conté en su día, creo recordar. Este rincón de letras apretujadas nació gracias a un foro de internet −ya desaparecido− denominado Spaniards. Aquel foro se convirtió en nuestro refugio, nuestro bar de barrio, nuestra patria chica, nuestra familia. Allá asomábamos para compartir sueños, nostalgias, para discutir, reír, despotricar, llorar; para buscar cobijo, calor humano cuando se torcía la vida; para tirarnos trastos a la cabeza, a veces al corazón. Allí nos juntábamos españoles variopintos que andábamos repartidos por medio mundo: Alemania, Reino Unido, Italia, Estados Unidos (¡va por ti, Bonnie!), China, Países Bajos, Rusia, Francia… imposible volcar todos los destinos tras un mustio cursor.

Descubrí aquel foro salvador como surgen estas cosas. Sin querer, navegando por los mares virtuales, un sábado tormentoso, aburrido en mi cuarto de Edimburgo, mientras los relámpagos interrumpían la oscuridad reinante, haciendo migas con el brillo de la pantalla, anunciando el trueno inmediato. El ulular del viento lo envolvía todo mientras la lluvia golpeaba, a ráfagas, el cristal de la ventana, desnuda, oscura, sin persiana.

Descubrí el foro por la puerta de atrás. Me explico. Buscando actividades cercanas (Edimburgo, Glasgow, Dundee), conciertos, festivales, excursiones… compañía. Entonces lo vi:  un anuncio llamó mi atención. En mitad de la pantalla de búsqueda de Google aparecía un escueto mensaje:

“Hola, me llamo María, soy española y llevo varios meses viviendo en Edimburgo. Busco alguien para tomar un café, una caña, charlar, reír, jugar a las damas, vivir. Por favor, absténganse almas tristes”.

Una sonrisa conquistó mi rostro… y ataqué con feroz ternura el teclado del vetusto ordenador.

Esperando y esperando y esperando respuesta, bajé a la cocina en busca y captura de avituallamiento  −una lata fría y amarilla Tennent´s, anacardos, chocolate−. El señor Ian, dueño de la casa, me saludó con aquella sonrisa triste que reflejaban sus ojos color acero, mientras preparaba su enésima taza de té, tachando mentalmente otro día más para su jubilación: ”Hi, George, it´s pouring down out there, isn´t it?

Cuando regresé junto al ordenador quise morir.

Hubo respuesta, sí. Muchas respuestas. Se acumulaban los mensajes a lo largo de la pantalla. Veía signos de exclamación rojos y gigantescos; señales de tráfico STOP y Dirección Prohibida; emoticonos que se desternillaban, panza arriba; corazones sangrantes y asaetados; ojos llorosos de carcajada; un perro tapaba sus ojos con la patita, muerto de vergüenza; secuencias de película mostrando bofetadas. Aquello era un popurrí de bochorno, cachondeo y bienvenida. Un sujeto parapetado tras el apodo badaloní , con su primer comentario, fue quien abrió la veda, quien abrió la caja de las risas, quien me recibió con los brazos abiertos.

Jamás lo olvidaré.

Ignorante de mí, “Foro” me sonaba al debate que teníamos en el colegio tras ver una de aquellas películas carentes de tiros, coches y risas (Cinefórum, lo llamaba el tutor para darse importancia), cometí el mayor de los errores. Un fallo de novato. Un tropezón de Primer Curso de Foros Virtuales, el Chateo y sus circunstancias. Escribí un mensaje personal a María-española-busco risas-residente en Edimburgo… dentro de “un hilo” (conversación pública), en lugar de emplear la pestañita: Mensaje Privado.

El jolgorio retumbó dentro del portátil.

Con el tiempo, averigüé qué significaba todo aquello de nicks, foros, avatares, trolls, hilos, baneos…). Aprendí las reglas del juego. Y todo cambió para siempre.

De vez en cuando, montábamos una Quedada en destinos dispares: Edimburgo, Dundee, Santander, Barcelona…

Una Quedada va más allá de compartir mesa y mantel, de lanzar mil y un brindis entrechocando copas: por nosotros, por quienes se fueron (deseo creer que el bueno de Ulyses alzó su jarra de cerveza celestial, entre nosotros), por los que no pudieron asistir, por aquellos que no logramos localizar, por otros que brindan tras una pantalla de ordenador. Una Quedada es una especie de prodigio, un logro alquimista, un conjuro a lo Harry Potter. De repente, aquellas conversaciones infinitas, aquellas discusiones hasta rozar el alba, incluso enfados, aquellas celebraciones −cerveza en mano− a través de la dichosa pantalla (Navidad, cumpleaños, Eurovisión, Sanqueremos), cobran vida, se hacen palpables; aquel nickname anónimo da paso a un rostro, una voz, un abrazo, una sonrisa. Mil veces trataste de imaginar el aspecto de quien se oculta bajo un “avatar” −foto de un paisaje, un animal; o una caricatura−, ahora lo contemplas incrédulo, y caes en la cuenta de que carece de importancia, La Conoces, aunque sea la primera vez que enfrentas su mirada.

Una Quedada es un bello milagro.

Todo es alegría, buen ambiente, un deseo común de compartir, contarlo todo, de recordar, averiguar qué sucedió realmente, quién dijo tal o cual cosa aquella vez, quién abrió “el hilo” que creó mayor polémica; un tiroteo de preguntas a bocajarro, entre vino y vino: ¿cuál fue tu troll favorito?, ¿qué fue de aquella chica que trabajaba en una plataforma petrolífera en el Mar del Norte? ¿Quién sabe dónde anda Eneko? ¿Es cierto que Gingercat regresó a Glasgow y conduce ambulancias? ¿Cómo fue tu retorno a España? ¿Añoras tu país de acogida? ¿Volverías a hacerlo?... ¿Cuántos miles de respuestas obtuvo el famoso hilo de La Colombiana?

Una Quedada es convertir algo virtual, etéreo, anónimo, en besos, abrazos, silencios y miradas. Risas y parloteadas interminables. Una Quedada es amar.

No asistimos muchos, pero los números presagiaban buenos momentos: siete en el séptimo día de septiembre; siete personas (más algún otro Spaniardito en gestación). Llegados para la ocasión de diversos puntos del mapa: Valencia, Bilbao, Santander, La Rioja, Barcelona, Países Bajos…

Hubo fotos, por supuesto que las hubo. Una buena colección. ¿Postureo disfrazado de para-el-recuerdo? Quizás. Imposible zanjar tal inusitado encuentro sin caer en la tentación del siglo XXI. Al menos, alejamos la ñoñería de modelar corazoncitos con las manos, o dedos en forma de uves victoriosas y demás parafernalia actual. ¡Y ojo con ciertos gestos! Como decía el buen Chiquito, cuidadín, pecadorrr. Cuidadín con esas uves, y su orientación, bajo contexto anglosajón. Leo en el periódico que un famoso dúo de cantantes británicos amenaza con volver a los escenarios. Hermanos, calaveras, irreconciliables. La foto muestra sus rostros, dos pares de ojos idos, como de yonquis psicópatas. La mano de uno forma una V dirigida al fotógrafo. El pie de foto es una errata con patas: “Los hermanos Smith saludan con la V de la victoria”… querido, más bien te están mandando al carajo. Esto no lo enseñan en la Academia de Idiomas.

El domingo amanece nublado. Un gris plomizo reclama su espacio en el cielo bilbaíno. Mi cuerpo cruje y pelea por salir del letargo en que se fundió bajo el níveo edredón la noche anterior. Agotado, tras la jornada festiva, donde un pequeño grupo de semidesconocidos logró hacerme sentir bien. El sirimiri, como si quisiera dejar rúbrica, me acompaña desde el hotel hasta la orilla de la ría. El paraguas lo dejé atrás, escondido en la mochila, supongo que mi otro yo escocés, burlón, me obligó a dejarlo: “It´s not raining, pal! It´s just  spitting!”

Subimos todos a bordo de aquel ancho barco, con la esperanza de que la lluvia nos diera una tregua, y poder disfrutar de las vistas en la cubierta de arriba. Y así fue, todo cambió en cuestión de minutos, como si alguien allá arriba tuviera señalado en su agenda esta fecha, esta travesía de despedida. Alguien que habría disfrutado como el que más de nuestra quedada. Alguien que ya alcanzó su Ítaca.

La cubierta interior del barco, abarrotada con una cuarentena de mujeres. Gritos, cánticos, risas, cava en cubitera de hielo. Desatadas, mejor quizás: desenlazadas. Mujeres de diversa edad, algunas cercanas a su luna de miel, otras rozando el tercer divorcio. La homenajeada, vaqueros deshilachados a estrenar, blusa blanca, chaleco con flecos, cartuchera y revólver a la cintura. Cabello largo y negro, coronado con una diadema en forma de Estatua de la Libertad. Por si cabía alguna duda, el disfraz lo remata una banda violeta cuya leyenda en blanco reza: “Hasta aquí llegaste, Burt Lancaster”. Una Despedida de Casada, pensé. “Si sale un mulato en tanga de cuero del camarote, juro que salto a la ría”.

Traspiés, como buen bilbaíno y hombre de mundo, hizo de guía, compartiendo con nosotros sus vastos conocimientos, descubriendo para todos un Bilbao pretérito, vislumbrando un Bilbao futuro. Así, entre muchas otras cosas, supimos cómo el amor de un gruista por una muchacha llamada Carola dio nombre a una enorme grúa que permanece orgullosa, alzada, roja pasión, testigo de un pasado imborrable, germen de la ciudad moderna y cosmopolita que acogió nuestra última Quedada Spaniards.

Muchas gracias, Traspiés, Galaxy, Diwali (+husband), Orxatis, Liutorable, de un tipo al que llaman Bodhi…, Fargo, quise decir.

Gracias, Bilbao.


                                    


 

viernes, 23 de agosto de 2024

F195 - Juventud, fotogénico tesoro (Bruselas, XIII)

 Amanezco de nuevo en Bruselas. Leyendo estas batallitas alguien podría creer que estuve semanas allí, incluso meses, pero sólo fueron unos pocos días. Quienes conocen este rincón de letras apretujadas saben que disfruto deshojando anécdotas, incluso salpicarlas con gotitas de ficción, más allá de relatar hechos verídicos y literales, lo cual resultaría más rápido, aséptico, más aburrido.

He de confesar que descubrí hace poco la existencia de los tours gratuitos. Es algo de lo más cómodo, incluso tentador. Llegas a una ciudad, prácticamente cualquiera en el mundo, buscas en sanguguel “Free Tour” y aparece una lista de grupos, gente que se dedica (supongo que bajo nómina del correspondiente ayuntamiento) a mostrar la ciudad, con sus monumentos, sus plazas, sus catedrales, explicando el trasfondo histórico, la arquitectura, todo aderezado con entrañables chascarrillos y anécdotas (aquí el carisma del tipo del paraguas −suelen llevar un paraguas o una bandera a modo de señal guía− marca la diferencia, como en cualquier ámbito de la vida). Y lo hacen sin cobrar un euro al visitante, por la feis.

Nunca fui de grupos guiados. Ni de tours organizados. Pagados ni gratuitos. Antaño porque no constaban en mi universo (mi viejo Nokia carecía de acceso a internet), después porque ignoraba su existencia, y  más tarde porque no me apetecía seguir como un borrego a un grupo de diversas nacionalidades −coreanos de palo fotográfico en ristre incluidos− escuchando las mil y una repetidas bromas del portador del paraguas.

Siempre fui un poco por libre.

Pero en ciertas ocasiones, la situación surge de la nada, como si saliera a escena tras la subida de un telón imaginario. Uno pasea entre la multitud, distraído, abriendo y cerrando casillas en la mente, sin saber muy bien dónde ir, reacio a buscar los lugares de moda −trendy, según los amantes de cubata en tarro de conservas−, los más visitados que muestra el tripadvaisor o cualquier otro portal de coleccionistas de likes y reseñas. Esos que gritan: ¡el mejor bar, el mejor restaurante, la mejor chocolatería!, luego acudes, tras seguir como oveja obediente al perro pastor en modo gepese que te indica cada recodo dónde girar, cada calle que cruzar, y llegas al popular sitio donde contemplas una fila de docenas de personas, ojos y pulgares sobre la pantallita −moldeando futura chepa−, sonrientes cual iluminados a la espera de la nave nodriza, con esa estúpida excitación de quien busca hacerse un selfi en el sitio de moda y subirlo ipso facto al feis, al insta, al miscompischat, o al SuPrimaDeCalahorra punto com. Cálzate dos mil kilómetros hasta Roma para lanzar, de espaldas, un maldito euro a la fuente de Trevi, con la mano izquierda, mientras el  pulgar derecho presiona el disparador.

Miras divertido la eterna cola, mientras observas que justo en frente hay otra chocolatería (bar, restaurante, tienda) con productos y servicio mejores, pero sin calderos desbordantes de laiks en un portal mágico… y virtual, es decir, irreal.

Decía que a veces surge sin más. La situación. La oportunidad. Y te dices, ¿Por qué no? ¿Quién se va a enterar? ¿A quién hago mal? Pero lo llevas a cabo de extranjis, a la aventura, de incógnito. Más gratis que gratuito. Vamos, que te juntas por el morro al grupito que acabas de descubrir a unos metros de ti, guardando una pequeña distancia, cual espía de novela barata, girándote para ver un escaparate o echar un vistazo a las nubes a ver si traen agua, cuando el tipo del paraguas te mira por segunda o tercera vez preguntándose de dónde has salido y por qué hay quince ovejas en su rebaño de catorce.

Sigo la estela del grupillo, como quien no quiere la cosa, sin alcanzarlo. Lo forman chavales jóvenes, precedidos por un treintañero espigado. Este guía no lleva paraguas en alto, es optimista, apenas llueve en Bruselas, se dice, ufano. Porta una especie de banderín, lo suficiente colorido para ser vislumbrado a cientos de metros, quizás a kilómetros. Los jovenzuelos, una mezcolanza de italianos y españoles, con algún polaco infiltrado, son un jolgorio andante; cascada de hormonas, belleza (ni granos les crecen a las nuevas generaciones), sensación de inmortalidad en el disco duro (todos hemos estado ahí). Una cuadrilla que exhala feromonas, sonrisas y buena vibra (como ellos dicen). Brotan carcajadas, miradas cómplices, besos robados (rebeldía frente a leyes absurdas), cachondeo multilingüe; pasan del guía como campeones olímpicos. Por todo ello les sigo. “Estos han de ir a algún sitio entretenido”, pienso. Nadie camina con tal espíritu erótico-festivo para visitar una catedral o un castillo donde se torturaba al enemigo hasta la muerte.

No me equivoco.

Al cabo de dos plazas, tres callejuelas, y cuatrocientas cuarenta y cuatro paradas técnicas para disparar fotos a diestro y siniestro, llegamos a destino. Una cervecería que aparece en las guías turísticas de medio mundo. Una cervecería repleta de grifos de los cuales brotan decenas de clases de néctar autóctono e internacional. Se suman otras tantas en botellas de distinto tamaño, color y grado. Un paraíso cervecero, donde un irlandés (o mis queridos amigos escoceses) montarían la tienda de campaña.

Está cerrada.

El oooohhhhhhhhhh se escucha desde Gante. No hay nada como una decepción adolescente en plan público del Got Talent. Temo un instante por la vida del portador del banderín colorido. Le observo esa sonrisa de modelo aficionado, sonrisa de: a mí qué me cuenta oiga, yo soy un mandao. Sonrisa de: majos, guapas, yo no sabía nada, os lo juro por las nueve bolas del Atomium.

El tipo tuvo suerte. La juventud actual no es violenta. Reina tal buen rollo que no es ni medio normal. Ni siquiera se pegan a las puertas de un bar. Habitan los mundos de Yuppi. Tanto Pikachu, elefante rosa, unicornio arcoíris y abracito amoroso, ha causado estragos. Antaño −imperaba Mazinger Z y Curro Jiménez− lo habrían linchado allí mismo, a pedradas, o como mínimo pasillo de collejas. Los mocetes generación ZZZ (o la que toque) se limitaron a ese oohhhhh de tragicomedia yanqui, y luego, como locos, se lanzaron a hacer selfis, formando con los dedos ñoños corazones, uves de una victoria permanente, y poniendo morritos caídos y caras tristes, como si fueran emoticonos con patas. Sólo les faltó el lagrimón desbordando, a lo Candy, Candy. “Esto se está yendo al carajo”, me dije. Nos extinguiremos en dos telediarios y medio. La actual muchachada es de regalar sonrisas, besos y abrazos, y una caladita de porrete al invasor, justo antes de ser degollada.

Tiro una foto con el móvil, de medio lado y mala gana. Esto del postureo es una epidemia contagiosa, que me desternillo del COVID y sucedáneos.

Doy media vuelta y me alejo de aquella nube de frustración de telenovela turca. Cabizbajo, a toque de retirada, miro la escena de soslayo, y juraría que el sujeto del banderín fosforito sonríe de forma zorruna, clava sus ojos en los míos, disfrutándolo, como si en el fondo el tipo hubiera conocido la clausura del local y se regodeara ante aquel extraño que se había unido a su rebaño de manera subrepticia, ilegal y delictiva, para disfrutar gratis de una actividad gratuita, ¡el muy sinvergüenza!

Giro una vez a la derecha, sin rumbo establecido, otra a la izquierda, cruzo la acera. Y lo veo. No lo puedo creer, he llegado a uno de los lugares icónicos de Bruselas, sin buscarlo en absoluto. Uno de aquellos de foto obligada −otra más− de esos que adornan las portadas de las guías turísticas. Al tiempo que voy acercándome, mi asombro crece. Lo puedo distinguir desde lejos, a pesar de la cantidad de gente que se amontona alrededor, todos, móvil en alto (la peste del siglo XXI)… y de espaldas al monumento.

Estoy a tiro de azadón.

La figurita (siempre supuse que sería mayor) viste una camiseta blanca. Una sonrisa brota en mi rostro. Lo sabía, era cuestión de tiempo. El bueno de Courtois lo ha logrado. Quizás amenazó al ayuntamiento de Bruselas con empadronarse en Lovaina tras jubilarse, incluso con emigrar y nacionalizarse luxemburgués. O tal vez sobornó al teniente de alcalde con un par de jamones de Guijuelo. Al final los mandamases cedieron, pensé. Han vestido, con la camiseta merengue del mejor equipo de Europa, la estatuilla que representa la capital del continente. El niño meón. Ahora entiendo el dicho popular: “Para saber beber (cerveza) hay que saber mear”. Y los belgas sobre cerveza tiene una licenciatura con máster incluido.

El Manneken Pis, de blanco madridista.

Me acerco, antaño mi ojo de halcón distinguía un desfile de hormigas desde las nubes, ahora a lo justo vería una manada de elefantes. Observo que el pipiolo de piedra porta un objeto alrededor del cuello. No alcanzo a distinguir de qué se trata. El halcón peina canas. Me arrimo un poco más, ya soltando codazos como si estuviera en un concierto punki ochentero ¿Qué demonios es eso? ¿Un fonendoscopio? La escultura viste una camisola (blanca) de enfermero, a modo de homenaje a quienes tanto dieron en los tiempos oscuros, y siguen haciéndolo. Guardo unos segundos de silencio mental, como muestra privada de respeto.

Pido a una joven que me fotografíe, y me alejo en busca de una cerveza.

Querido Courtois, ¡hay que seguir currándoselo!


                                                


viernes, 2 de agosto de 2024

F194 - Murphy , Seinfeld , Matrix y Poli Díaz , popurrí veraniego

Hay momentos en que Murphy está en racha, y sabedor de su fortuna, exhibe ufano las consecuencias de su retorcida ley.

Pueblo costero cantábrico, de esos con renombre, en el que viven cuatro vecinos, tres gatos y un perro durante tres cuartas partes del año, pero en la cuarta parte, la del calorcito, la población se dispara a tropecientos mil, incluidos perros, humanos y gatos. ¿Y cómo llegan todos estos extras al pueblo de marras? Eso es, por carretera, en sus vehículos particulares. Coches, motos, autocaravanas, furgonetas, cualquier cosa metálica sobre ruedas. ¿Y cuántos aparcamientos hay en el pueblo? Equilicuá. No cuadra el cálculo ni metiéndolo con cuña a golpes de mazo.

Perdón, el bueno de Jack (destripas un día a uno y ya te llaman El Destripador) me da un toque sobre el hombro: “Por partes, Jorge, vayamos por partes. Y, ante todo, por orden”.

Comencemos desde el principio, con el tal Murphy.

Primer lanzamiento de tostada untada con mantequilla: es veranito, calor desde primera hora de la mañana, como traído por Amazon Prime. Plan, una escapada al norte, a la playa, aprovechando unos días de esos que paras de trabajar y aún así te siguen pagando. Faltaría. Víspera del viaje, todo preparado, el coche revisado, la maleta hecha (mentalmente), las reservas del hotel cruzaron el Rubicón, es decir, ya no hay vuelta atrás, no se pueden cancelar sin perder todo el dinero… Primeros síntomas serios, cabeza, cervicales, dolor muscular en plan profesional, una nausea por aquí, un veo borroso por allá, algún mareo de siéntate y agárrate a la silla, por si las moscas. Pastillazo, mucho líquido, y a vivir, que son dos días. El bicho mutante ataca por segunda vez, que uno sepa. Strike uno, que dicen los yanquis en ese juego de bostezo, bate, bostezo, bola, bostezo.

No voy a relatar los maravillosos días de asueto, bajo el yugo del bicho caprichoso, −horas entre las paredes del hotel (jamás imaginé ver un partido de bádminton sin pistola ni amenaza mediante), paseos de viejo, sábanas empapadas en sudor, litros de agua plastificada que llegó fría y tornó en caldo…− pues no es cuestión de deprimir al personal.

Dos días más tarde, o quizás tres, metidos ya en harina.

Me siento algo mejor, cojo el coche y me acerco al pueblo de marras. Ese con más renombre.

Murphy lanza la segunda tostada al aire (sabiendo, el muy cabrón, que caerá del lado de la mantequilla, también). Doy un número indefinido (X) de vueltas buscando estacionamiento. Como decíamos en mates, X tiende a infinito. El listo que ingenió aquello de pintar de azul el suelo público está en las Bahamas, puro Cohiba Behike en una mano y mulata (o mulato) en la otra, carcajeándose a mandíbula batiente. Money, money, money. Sus ojos haciendo chiribitas como los del Tío Gilito. El muy. En fin, aparco. Me dirijo a la maquinita y sorpresa, sorpresa, la Gemio sonríe bajando las escaleras. Tras meter matrícula, minutos, etc. el cacharro dice que nanay. Vehículo no aceptado. Ignoro la razón, supongo que mi pobre coche está en la lista negra de los prejubilados, casi como su dueño. Me cisco en la maquinita, en el Murphy, en Bruselas, en el de las Bahamas y en todos sus muertos más frescos, que diría mi admirado Reverte. Strike dos, vuelta a empezar. El puto Murphy se descojona vivo.

Murphy, concentrado, baraja las tostadas como si fueran naipes. Elije la tercera, la unta bien de mantequilla, un dedo de grosor. Tapiemos arterias, piensa desde el más allá. Incluso le añade mermelada de frambuesa, ya con mala leche. Y la lanza al aire… cien por cien seguro de que caerá por el lado pringoso por tercera vez.

Tras sacar el vehículo, bajo un sol con la ruletita girada hasta el tope, ya sudo como pollo en tráiler camino del matadero. No sé si debido al virus, al calor acumulado, a la mala uva que llevo encima o aquel estadounidense y sus tostadas.

Lo decido, me voy de este maldito pueblo. Busco algún restaurante de carretera y como tranquilo a la sombra. Por supuesto, Míster Murphy se está tirando por los suelos, casi ni respirar puede, de la risa, el joputa.

Giro a la derecha, una callejuela de un solo sentido, la única opción posible. Y… no me lo puedo creer. Freno. La trasera, cruzada, de un coche largo invade medio carril. Al otro lado coches estacionados. Imposible pasar. Voy a meter la marcha atrás… tarde, dos coches más acaban de llegar tras el mío. Estoy atrapado. La tostada arruinada. Strike tres. Eliminado.

Un tipo, visiblemente alterado, se acerca a grandes zancadas. La mirada fija en mi parabrisas. Hace aspavientos. No sé muy bien qué intenciones trae. Muy alto, fuerte, camisa blanca abierta, pantalones cortos. Barba poblada, a medio camino entre talibán y hípster. Decido apearme. No me gusta la idea de “enfrentarme” al gigante, sentado tras el volante, a través de la ventanilla bajada. Sin siquiera, un Buenos días, me cuenta su vida, obra, milagros y algún sueño de infancia. Sin orden ni concierto. Este muchacho faltó a clase cuando explicaron el uso de la coma, el punto y seguido, y el punto y aparte. Está enojado. ¡Él tiene prioridad!, ¡prioridad, de toda la vida de Dios!

Aclaro el tinglado.

Dos coches, de considerable longitud, intentando ocupar el mismo espacio y tiempo. Tipo Matrix, pero a lo garrulo. Uno realizaba la maniobra de aparcar marcha atrás (el gigante enfadado), cuando otro llegó por detrás  (el listo de turno) y metió el morro, por la cara (valga la redundancia). Quedando la mitad de cada vehículo ocupando medio aparcamiento y la otra mitad parte de la calzada, creando un tapón de tráfico. No puedo evitar el recuerdo del episodio de Seinfeld en el cual ocurre idéntica situación. Incluso cuando llega la Policía de Nueva York, ambos agentes comienzan a discutir dando la razón a uno u otro conductor.

La vida es pura comedia.

Nuestros dos chóferes encarados, treinta y muchos o cuarenta y pocos, sus caras rozándose, cual caprichosos y millonarios futbolistas durante un pique. Los cuernos amagando chocar, pero sin llegar a ello. Gritos −el gigante− ya llamó a la Guardia Civil, asegura; sonrisa burlona −el listo (grueso, camisa amplia y chillona, pelo desaliñado sin embargo limpio, gafas de montura metálica, pintas de genio informático, un Bill Gates entrado en carnes)−. Público en la acera (una acuarela de bañadores, tablas de surf, flotadores gigantescos en forma de flamenco, unicornio, dragón), en la calzada (un abogado ofreciendo mediación in situ), las ventanas (un abuelo sin camisa: “¡Cuarenta y cinco minutos llevan con la misma cantinela, los idiotas, cuarenta y cinco minutos!”). Las respectivas esposas (de los enfrentados), o novias, amantes, o compañeras, copilotos o lo qué diablos fueran, móvil en mano, grabando y narrando la escena, cada cual desde su esquina del ring. Ignoro si para su insta, su feis o como prueba gráfica para un hipotético juicio que nunca existirá (el juez lo desestimaría  por imbecilidad manifiesta, y compartida, de ambos ciudadanos participantes).

Al menos corre la brisa, trato de consolarme. Allí, de pie, escuchando a dos merluzos decir cosas de merluzos. Encarados, con ojos saltones, oliéndose el aliento uno al otro (¿Gazpacho? ¿Pulpo al ajillo? ¿Gintonic mañanero?).

La conductora del coche que me sigue. Joven, tatuada, piercing en el labio, top que podría ser bikini. Le resumo la situación. Trato de poner en palabras esta obra de estúpido arte callejero, tan nuestro, tan ibérico. Contiene su indignación, muestra signos de que una mano educada meció su cuna. Algo que es de agradecer, a estas alturas del teatrillo.

−Oye, por favor, voy corriendo a recoger a la hija de una amiga, que sale ahora de una actividad aquí al lado. Dejo las llaves puestas, por si llega la Guardia Civil.

−No te preocupes −respondo.

Como si la Benemérita no tuviera cosas más importantes que acudir a la disputa de un espacio de zona azul, entre dos trogloditas en pantalón corto. Me digo.

Al cabo de un par de minutos, regresa, sofocada, con la cría de la mano.

El abuelo descamisado me observa desde su atalaya, hace gestos, vocea en mi dirección:

−¡Ve a por el tractor y llévatelos por delante! ¡Par de mamarrachos! ¡Cuarenta y cinco minutos llevan así!

Giro sobre mí mismo, en busca de algún mozo labriego. No hay nadie detrás. Se ha dirigido a mí. Sorprendido, le respondo al buen hombre que carezco de vehículo agrícola y de la maña para su manejo. Pero que gustoso probaría los mandos de una retroexcavadora. El viejo ríe, mostrando su dentadura con más bajas que los últimos de Filipinas.

Me sorprende mi calma. Ignoro si se debe al calor, al bicho ya en horas bajas, al modo vacaciones activado, o a la edad. Confieso, no sin cierto sonrojo, que una parte de mí desea con fervor que aquellos dos gañanes se líen a mamporros. Uno siempre disfrutó de un buen combate de boxeo. Incluso mejor, un enfrentamiento uno contra dos: habría pagado hasta el último euro que llevaba encima por que hubiera saltado, desde el otro lado Matrix, el  Potro de Vallecas. El mismísimo Poli Díaz vestido de controlador OTA, uniforme azulón sin mangas, pantalón corto, corbata aflojada, gorra de plato hacia atrás… y los guantes puestos. Yo mismo hubiera dado un toque de claxon, a modo de campanada.

¡Dong, dong! Primer asalto.

−¡Vamos, Poli; mételes bien a los dos! −gritaría alguien.

−¡Menos fotos y más dinero! −respondería el Campeón, al ver a la marabunta acercarse cámara en mano.

La vida es puro sueño.




domingo, 21 de julio de 2024

F193 - De gabachos, abrazos y amenazas pseudoliterarias

 En ocasiones veo… fechas. No puedo evitarlo. Acuden a visitarme sin pedir permiso. Tan sólo aparecen y dicen: “Hola, ¿recuerdas lo que sucedió tal día como hoy hace equis años?”. Tampoco ayuda el hecho de que acostumbre a registrar ciertos acontecimientos, anécdotas y rutinas en diarios, libretas y papeles huérfanos. Mi vida son papeles dentro de cajas de plástico.

Hace poco se cumplió una de esas fechas. Una que pertenece a la categoría: aniversarios dolorosos. No todas iban a ser veinte de febrero, con su pinta de Guinness y sonrisa melancólica.

Tocaba visita a la pequeña capital norteña. Aquella de la que huí hace tantísimos años. Cosas de la vida, de las cuales algo conté en su día. Tocaba ver a la familia, disfrutar de las sobrinas, recordar los orígenes, meter tradición por vena. Tocaba Logroño. La dichosa fecha, mera excusa, día del santo patrón cuando, según cuentan los que saben de batallas y banderas, las gentes de la ciudad resistieron al acoso de los franceses. Allá por 1521, el Sitio de Logroño.  Como cada año, hubo salvas de cañonazos, pasacalles, dulzainas, mercado renacentista, representación de la batalla (con jovial abucheo al gabacho), juegos de época para niños, bailes, disfraces y desfiles. Mas todo aquello no pudo borrar de mi mente el numerito del calendario. Habían transcurrido ya unos cuantos años…

La felicidad era nuestro sustento. Apenas unos meses antes habíamos retornado de Escocia. Sí, en plural. Marina y yo. Con voraz apetito. Nos íbamos a comer el mundo, juntos, empezando por las patas de España. Unos meses rellenos de esperanza, salpimentados con ese amor que todavía hace cosquillas en las entrañas, aderezados de ilusión. Planes que eran sueños, sueños que fueron planes. Unos meses de hoteles, maletas, distancia y besos con lágrimas sobre andenes. Unos meses utópicos, cuando aún crees en duendecillos que se esconden, tras los arbustos del jardín, para dar un susto al rey Baltasar.

Tras escuchar que regresaba después de trece años por Edimburgo, un amigo dijo que me preparase para la sorpresa. “No vas a reconocer el país, de hecho, no lo reconoce ni la madre que lo trajo al mundo”, fueron sus palabras. Y añadió, “para bien y para mal”. Esto último parapetado tras la copa de vino. Quizás para esconder una sonrisa cínica… o el sonrojo.

Y aquel día, precisamente en aquella fatídica fecha, pude comprobarlo…

Salgo a la calle sin ser consciente de ello. No recuerdo haber abierto la puerta del portal, algo curioso porque siempre he de buscar el botoncito. Además, la puerta es de hierro forjado, pesa tres toneladas y media. Empujarla, deja huella. Ha sido una noche queda, noche eterna. Uno tras otro, todos los números del reloj fosforescente pasaron revista frente a mis ojos. Quizás uno me la jugó, cruzó veloz, cómplice del agotamiento. Renuncié a la ducha, la canjeé por un rápido aseo, tratando de no romper el silencio de la madrugada. Temía despertarla.

Fue nuestra última noche.

El olor de los adoquines recién regados dice: “¡Buenos días!”. La brisa mediterránea,  ya cálida y húmeda y salina a pesar de la temprana hora, me acaricia el rostro. Siento alivio, liberación. Ya está, se acabó. Todo ha terminado. Siento un alivio que rezuma incongruencia pues gruesas lágrimas anegan mis pestañas. Cuesta el abrir los ojos. Los vehículos aparcados, el barrendero, las señales, todo aparece borroso, como si me hallara bajo el quicio de la puerta que comunica con un mundo paralelo.

Camino por la acera, cuesta abajo, por la sencilla razón de que la gravedad tira de mí. Incapaz de subir en el otro sentido. Me dirijo a la parada del metro, de ahí iré a la zona de la estación de Sants. Todavía es pronto, el tren sale en unas horas, así que deambularé por los alrededores y buscaré un bar donde ahogar (alcoholizar) las penas. Suena a tópico, me digo, sabiéndome incapaz de digerir un café, ni siquiera una taza de chocolate caliente. La brisa pega la camiseta contra mi piel. Porta partículas de sal que, arrastradas desde el mar, buscan unirse a sus hermanas en mi sudor, en mis lágrimas, en mis heridas.

Todo terminó con un abrazo. Un abrazo en el rellano de las escaleras. Vestido yo, ella en camisón. Un abrazo que supo a final. Un abrazo sentido, pleno, en el que te das cuenta de que jamás volverás a sentir la tibieza de su cuerpo. Que nunca tendrás sus ojos a escasos centímetros de los tuyos. Que jamás volverás a nadar en su mirada. Ese tipo de abrazo.

¡Putas lágrimas, no logro enfocar las dichosas líneas de colores en el metro!

Recuerdo sus consejos, cuando pisé por primera vez Barcelona. Consejos para un riojanico en la gran ciudad. Consejos que se graban a fuego, llevándolos al extremo. Mantén los ojos bien abiertos cuando bajes al metro. No pierdas de vista la maleta. Guarda cartera y móvil en los bolsillos delanteros. Mantén la mochila hacia delante. No permitas que nadie se te acerque demasiado. No entres al trapo de conversaciones o preguntas absurdas. Consejos para niños pequeños. Consejos para pueblerino. “Estate atento, cariño, que tú eres muy despistado”. Quizás no fueron sus palabras exactas, quizá ni siquiera las instrucciones. Pero así transcribe mi cerebro los recuerdos.

Entro en el establecimiento, cansado de vagar por las aceras que van llenándose de gente. Con la mochilita, y la maletita cuyas ruedas hacen: trrrrr, trak, trrrrr, trak, sobre los surcos del pavimento. El bar está casi desierto, un par de parejas en sendas mesas, cafés, tazas de chocolate y bollería diversa. Un señor gordo, en la esquina de la barra, disfruta una copa de licor mientras hojea el diario Sport. El día despereza entre bostezos.

El camarero es un tipo entrado en años, pero de aspecto impecable. Mediana estatura, enjuto, moreno. Cabello espeso, peinado hacia atrás, un solitario mechón blanquecino rompe su negrura, sobre la sien izquierda. Polo blanco nuclear, de anuncio televisivo, planchado con primor, adornado por un ribete rojigualdo (sólo tres barritas) alrededor del cuello y de las mangas recortadas. Un clásico, a la par que temerario. Le pido un puñado de melindros para excusar la cerveza. Ni se inmuta, ni siquiera levanta la vista. Como si hubiera pedido primero un chocolate a la taza donde ahogar los bizcochos. No ve nada, lo ha visto ya todo detrás de la barra.

La estación de Sants es enorme, como todo en esta ciudad. Maletas rodantes, niños gritones, parejas enamoradas, mochileros guiris con sonrisa de iluminados y cabellos largos, solitarios, cuello alzado mirando las gigantescas pantallas, japoneses de cámara y palo. Yo con mi maletita azul y sus ruedecitas. Yo con mi mochilita azul hacia delante, todavía emparanoiado, pero distraído. Mi mente está en ese planeta donde a veces busca refugio. No sucede a menudo, gracias a Dios. Pero a veces, durante unos segundos, me sorprendo mirando a Saturno, incluso a Plutón (a pesar de que a éste lo sacaron, los listos de turno, de la lista planetaria).

Estoy en una de esas fases… y no la veo venir.

Allí está, de repente, a mi vera. Aparece por el ángulo muerto. Mi vista periférica suspende el examen. Un cero. Para septiembre.

Mi mente, a través de los ojos, debió de tomar una fotografía de aquella mujer. Los rasgos los vi tras reaccionar. Primero fue sólo sombra. Lo digo porque mi reacción fue tan rápida, tan intrépida, que casi resultó instantánea. Sin tiempo a “observar” aquella persona. Una reacción nacida del miedo a lo desconocido. No dejes que nadie se te acerque demasiado. Consejos para niños pequeños. Una chica joven pero no cría. Baja estatura. De tez morena que no negra. Cabello largo, rubio oxigenado. Ojos oscuros, bajo cejas de considerable tamaño, sin vello, como coloreadas con rotulador. Tejanos ceñidos, sandalias que lucen dedos finos, uñas de diferente color, un anillo rodea el dedo medio. Hermosos dedos que a punto estuve de machacar.

−¿Me regala dos euritos, guapo? −dijo, su acento había cruzado un océano. Mas no pude identificarlo. Todavía no tenía Netflix con sus series de narcos.

Como he dicho, reaccioné de puro susto. Mis manos ni siquiera esperaron órdenes del cerebro, tan sólo se lanzaron a sus quehaceres. Agarré el asa de la maleta y la traje hacia mí. Un movimiento brusco a la par que eficaz. Pero no fue un movimiento perfecto. La chica dio un respingón hacia atrás. Un pequeño salto, a su vez sorprendida. Las ruedas de la maleta pasaron a milímetros de sus hermosos dedos multicolor. Entonces sucedió lo inesperado. Entonces nació una frase que más de una futura pesadilla traería.

−¡Si alcansa a golpearme le cortan el pie, pendejo!

Eso dijo aquella mujer mirándome a los ojos. Luego giró sobre si misma y se alejó.

Ignoro qué fue lo que más me aterró, si fue su mirada, que buscaba detrás de mis pupilas; su  voz, educada −ese usted intrínseco− y dulce,  pero fría y oscura y húmeda, como un canto rodado en el fondo de una poza profunda; la original crudeza de la frase; o quizás, el uso de la tercera persona del plural en aquella amenaza sin filtro, que implicaba un “ellos” oculto y desconocido.

Cabía otra posibilidad, que la doña fuera entusiasta lectora de Stephen King, y se hubiera inspirado en el personaje coprotagonista de “Misery” para ilustrar su amenaza. Descripción tan cruda, que incluso “los señores de Hollywood” tuvieron que modificar para la versión filmada.

Esta última la descarté de inmediato. No tenía pinta de mucho leer. Su amenaza lucía el sello de autenticidad… y eso acojonaba.