sábado, 24 de noviembre de 2012

F22 - Party time! (II) (29 Junio 2002).


Los años no pasan en balde. Escribiendo estas líneas trato de estrujar las neuronas. Les pido que trabajen overtime y me dejen acceso a mi memoria a largo plazo. En ocasiones les echo un cable, mediante alguna foto u objeto guardado (como la famosa entrada de fútbol). Pero soy algo perezoso. Todavía no metí mano a mi baúl de sastre. Bueno, en mi caso más bien un baúl desastre, en forma de cajas de plástico duro, llenas de libros, papeles, fotos y recuerdos, apiladas en una esquina de mi habitación.

Decía que los años no pasan en balde. Todavía recuerdo que en mis primeros meses de vida de emigrante, una de las cosas que más echaba en falta era mi coche. Mi flamante Citroen ZX blanco, equipado con un buen equipo de música (con altavoces adelante y atrás) donde escuchaba mis grupos favoritos, sin preocuparme por el nivel de decibelios (así que ahora estoy algo tapia, claro). En cambio, actualmente no soporto ni los punteos en guitarra eléctrica de mi actual flatmate, que me llegan débiles a través de las finas paredes de mi habitación. Los años no perdonan, Jorge, me digo. A este paso voy a convertirme en uno de esos viejos gruñones y cascarrabias.

Pero hace una década todavía tenía la sangre joven. Iba de fiesta en fiesta, con ganas de divertirme, de contar mis batallas y escuchar la vida de otros,  de conocer gente de países para mí exóticos, como Nueva Zelanda, Canadá o Andorra (recuerdo guardar una lista de países de procedencia, de gente que conocí aquel año. Por ahí la tendré, en mis cajas desastre, entre fotos, mis poemas en inglés y recetas de postres escoceses). Fiestas llenas de risas, alcohol, chicas bonitas y algún que otro pesado. Pero por aquel entonces, hasta el pesado de turno me caía simpático. Fiestas donde cada uno llevaba lo que podía: una botella de vino, un paquete de seis latas de cerveza o una caja de cuarenta y ocho botellines. Bolsas y bolsas de patatas fritas y algún que otro cake (lo único sólido que nos metíamos al cuerpo). Como pueden ustedes observar, pura dieta mediterránea, en versión Scottish.

Así que decidí montar mi propia fiesta. Era fin de curso, qué mejor excusa para preparar mi primera party en el piso. Diseñé unas pequeñas invitaciones, sencillas, con el ordenador y las imprimí en el colegio (que me salía gratis). En ellas indicaba el lugar, día y hora del evento, con la nota informativa (e innecesaria) de que cada cual llevara su booze, junto con algún tipo de aperitivo. Las repartí entre los compañeros de clase, mis amigos del trabajo y otros conocidos. También redacté, con ayuda de Rachel, una nota aviso para los vecinos, advirtiéndoles de posibles ruidos y pidiendo disculpas por anticipado.

Me acerqué al Hard Rock Cafe, para darle la invitación a John en mano. Me recibió como siempre, con una sonrisa, un abrazo y dos besos (John es muy afectivo, muy latino para ser escocés). Me dijo que no se perdería mi fiesta por nada en este mundo. Ante su pregunta: “¿Tienes equipo de música?”, le dije que claro que sí, que tenía un cdplayer portátil de lo más mono. Color azul cielo. Tras su risotada, me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de la sección de sonido. No se pueden ustedes imaginar la cara que puse, cuando una hora antes del comienzo oficial de la party (que nunca es cuando empieza, pues los primeros llegan media hora tarde), veo aparecer a John con una furgoneta, cargando dos bafles tamaño discoteque, con su equipo de música, sintetizador y toda la parafernalia. Temí, de inmediato, acabar la fiesta en la comisaría del barrio, acusado de promotor de ruidos y escándalo público a altas horas de la madrugada. Ante mi perplejidad, me dijo que lo había cogido prestado del Hard Rock. Así era John, cortando el bacalao allí por donde iba.

Tras repartir las invitaciones, comprar alguna que otra lata de cerveza (incluida la favorita de John: Guinness draught) −pues no me parecía correcto no tener unas cuantas cervezas, frías y listas para los primeros invitados− comprar hielos en abundancia y algo de comida de picoteo, me lié la manta a la cabeza con el apartado “tapas”. Al fin y al cabo, soy español. Era mi fiesta. ¿Y qué anfitrión ibérico, que se precie, no ofrece unas sabrosas tapas a sus convidados? Puse todo mi empeño y dedicación, pero elegí la sencillez en lugar de la aparatosidad.  Taquitos de queso, paté, salmón ahumado en lonchas, crackers, choricito de pueblo al grill (la tapa favorita de John), la consabida tortilla de patata (cortada en cubitos) que me salió de órdago –perdonen la falta de modestia−, todo ello con rodajas de pan, pan (no de molde), patatas fritas, aros de cebolla, bolitas de queso de bolsa. A continuación llené la bañera de hielos, enterré en ellos las birras y allí fui metiendo toda la bebida que iban trayendo, a lo largo de la fiesta. Y es que en este país les da igual beber la cerveza  tibia o caliente, pero yo lo veo una aberración. La cerveza ha de estar fría, de lo contrario parece pis en lata, o en botella.

Sobra decir que el fiestorro fue todo un éxito. El piso (pequeño) abarrotado hasta la bandera. Gente de todo tipo y condición (estudiantes, trabajadores, vividores, etc) yendo de la cocina al living, del cuarto de baño a las habitaciones, uniéndose y mezclándose en el pasillo. Rachel (como ayudante de anfitrión) estuvo encantadora, como siempre (y en un momento de confidencia, en la cocina, con dos pintillas encima, me susurró al oído “Oh my God Jorge, Kelly´s breasts are not boobs, they are knockers!). Elie, también en su línea, se tomó un par de cervezas y se fue. Dijo que no era su fiesta, que era la mía (a pesar de que recibió su invitación, como todos). Imagino que se iría a buscar alguna que otra palabra, en su diccionario con pelos. Al final quedamos Rachel, Jennifer, John y yo. Charlando y riendo tranquilos.

 En aquella fiesta hubo risas, buena y potente música (dentro de los límites más o menos legales. Al menos no acabamos en la Police Station), ligoteos, confidencias, piropos a mis tapas (especialmente para la tortilla), borracheras simpáticas, viejas camaraderías y andamios de nuevas amistades. Pero también ocurrió algo muy especial. Algo que siempre John y yo nos recordamos mutuamente. En aquella fiesta se engendró una relación estupenda. En aquella fiesta surgió el amor verdadero. El amor entre dos maravillosas personas, el cual perdura hasta estos días. En aquella fiesta John comenzó a salir con Jennifer. Los cuales se convirtieron en mis mejores amigos en tierras escocesas.

Y años más tarde, yo recibiría una carta muy especial. Una carta donde se me invitaba a la Fiesta de Compromiso de mis amigos. La Engagement Party. Carta en la cual John volvía a recordarme donde empezó todo (en mi primera fiesta de piso) y en la que me advertía: “confírmanos si el día te viene bien, tu eres nuestro invitado especial. Si no te va bien, cambiaremos la fecha de la fiesta”.

Recuerdo las cálidas lágrimas corriéndome por las mejillas, tras leer esa pequeña cartulina. Así era John, así era Jenny. Así siguen siendo.

6 comentarios:

  1. Otra vez más me ha encantado ^^

    Amigos como John, pocos.

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  2. Me tienes enganchada perdía a tus historias, así que a darle a la tecla. XD

    Besos NikitaVV


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    1. Jaja, gracias Nikita maja. Uf, ahora complicado. Trabajo full time y estudio el finde :-(

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  3. Casi se me sale la lagrimilla tonta al final de la historia, que bonito!!

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