No tenía dinero. Mejor dicho, no
tenía suficiente dinero. Por mucho que presumiera ante April (recuerden, la
señora de la agencia). No me llegaba. Llenaba hojas de mi libreta con cuentas.
Seguía sin alcanzarme. Ignoro cómo se las apaña el resto de la gente. Yo soy un
desastre para eso. Nunca me salen las cuentas. Pues eso. Tocaba mover ficha. Le
di mi palabra a April. Y yo cumplo mi palabra.
Aquí no celebran la Semana Santa.
Son algo herejes, ya saben ustedes. Pero los colegios gozan de vacaciones por
esas fechas. Se inventan un nombre. Cualquier nombre. Middle Term Break, por ejemplo. Y se quedan tan frescos. Hay varios
breaks de este tipo durante el curso
académico. Así, aprovechando que teníamos uno de estos parones en el cole, me
puse a buscar un segundo trabajo. Tenía dos semanas de vacaciones. Debía
aprovecharlas ganando un extra.
Acudí al Jobcentre. Esta vez yo solito. Incluso realicé la llamada de
teléfono, consiguiendo una cita, sin problemas. El trabajo era en uno de los Burguer King de la ciudad. No quiero dar
datos más concretos. El trabajo tenía un título muy bonito y rimbombante. Tan ostentoso
que ni lo recuerdo. Pero traducido al cristiano: limpia-retretes. Era el
encargado − ¿o debería de decir, privilegiado? – de recoger y limpiar la zona
de descanso del staff. Aquello
incluía los baños.
Incluso para un trabajo de ese
nivel, hay que seguir los trámites. Rellené la solicitud (application form), pasé una interview
(donde me hicieron pruebas de matemáticas. Supongo en caso de que me
ascendieran a atender la caja). Obviamente me callé que sólo iba a trabajar
durante dos semanas (poco a poco iba espabilando. No se puede ir de bocazas
todo el tiempo).
No recuerdo exactamente el horario.
Sé que era muy temprano. Antes de las 7 de la mañana. Y por 2 o 3 horas diarias.
Así que me pegaba un madrugón, me abrigaba. Y caminata. No tenía dinero para el
bus. Así que a andar tocaba. Más de una hora desde mi zona. De noche. Con
viento, lluvia o lo que tocase. Así llegaba todo despejadito. A la vuelta sí
cogía el autobús. No era plan de agotarme, pues a la tarde acudía a lavar
platos al gimnasio. Yo seguía haciendo números
en mi cabeza. Todo estaba bajo control.
El primer día fue horroroso.
Empecé por la zona común de
descanso. Cajas de pizza por los suelos. Manchas de tomate en las paredes.
Restos de queso y sustancias diversas en mesas y sofás. Suelos pegajosos. Allí
no habían limpiado en décadas. Y allí estaba Jorgito, el privilegiado. ¡Toma
ya, kas manzana! (que decíamos en mis tiempos mozos). Me armé de paciencia,
guantes, bolsa gigante negra. Y a la faena.
Luego entré a los baños (de los
chicos). Una bocanada de aire pestilente me golpeó de lleno. Como un puñetazo.
Me tiré hacia atrás. Salí al pasillo a respirar. Sentí nauseas. Hice un segundo
intento, esta vez conteniendo la respiración. Misión de reconocimiento. El
suelo estaba casi negro. La taza con restos de excrementos “humanos” resecos.
Sospechosas manchas de color marrón en las paredes (sólo un par de ellas,
afortunadamente).
Subí a hablar con la manager. “Necesito apoyo logístico”. “Pardon?”. “Que
necesito lejía, un delantal de plástico o algo, más pares de guantes, una
fregona”. Una vez que reuní todo bajé al bunker otra vez. Me armé de valor.
Guantes, delantal de plástico, lejía de 5 litros en mano, fregona, trapos. Y me
lancé a la batalla. Recuerdo tener que salir continuamente tras unos pocos segundos. Lo juro.
Entraba durante unos instantes. Tiraba un chorro de lejía. Y salía a coger
aire. Entraba otra vez y limpiaba. Así
poco a poco. Salí colocado, a causa de los vapores de la lejía. Luego hice lo mismo con el de
las ladies. Estaba algo mejor. Pero
tampoco como para tirar cohetes.
El primer día fue lo peor. Quitar
lo gordo, digamos. El segundo día y consecutivos fue limpiar sobre limpio. O al
menos, sobre una suciedad aceptable. El tercer día pasó algo curioso. Estaba
limpiando el baño de las chicas (staff,
recordemos). Una chica quería usar el toilet.
Así que hice una pausa, dejándola entrar. Esperé afuera, en el pasillo. Al cabo
de unos minutos (sin haber escuchado el correr del agua del lavamanos, ni el
ruido tremendo que emitía el secamanos… saquen ustedes mismos las conclusiones
que gusten) la chica salió. Era alta. Obesa. Feucha. Tendría unos 24 años. Ojos
saltones. Papada. Al salir me miró. La boca abierta. Los ojos que se salían de
la cara. Como si estuviera contemplando a un extraterrestre, recién salido de
una bola de luz. O algo por el estilo. Le sonreí y pensé “Sí bonita sí. Lo he limpiado yo solito. ¿A que te ha gustado?”. Aquella
muchachota no había meado en un lugar tan limpio en toda su vida.
Un día la manager, cuando yo
estaba fichando, me dijo sonriendo: “George,
I love you!” y me dio dos besos. Se lo juro. Imagino que se había dado una vuelta
para cambiar de agua al canario.
En el Burguer no era el único
español. Recuerdo que había un chico de Cádiz. Muy salao. Muy currante. Alto,
flaco y moreno. “Aquí estoy quillo, que
me tienen trabahando como un mono”. Era un chaval que animaba el lugar.
Cotilleabamos y nos reíamos en español. Además siempre me daba comida extra, al
acabar mi turno. Se fue antes que yo. Volvía a Cádiz. Estaba harto de tanto
viento y tanta lluvia. Antes de irse me dijo: “Quillo, tú no te dehe que abussen de ti ehh. ¡Que no mentere sho!”. Me
dio pena que se fuera. Se acabaron las risas. Se acabó el extra de comida.
No me pagaron. Sí, como lo leen,
no me habían pagado.
Era un trabajo con salario semanal (algo habitual por
estos lares). Estuve esperando como un loco que llegara el viernes. Para
cobrar. Comprobé la cuenta varias veces. Nada. Ningún ingreso. Me contaban que
había problemas. Que mi NIN (número de Seguridad Social) era provisional. Que
el banco esto. Que el banco lo otro. Seguí trabajando. Cada día – aprovechando
que tenía acceso al almacén – me llevaba 2 o 3 barritas de chocolate (tipo Mars). No era robar, era cobrarme un
extra por peligrosidad y malos olores. Rachel se escandalizaba cuando se lo
contaba (a Rachel le contaba todo). Pero bíen que se comía su chocolatina, la
muy jodida. A John también se lo conté. Y me dijo que tuviera cuidado. Hay
cámaras por todos sitios. Ni me paré a pensar en ello. Si me vieron imagino que
les daría lo mismo. Barato les seguía saliendo.
Un día me planté.
Hice mi sentada personal. Llegué a la hora habitual. Pero no me cambié de ropa. Me senté en la zona de descanso. Cogí el periódico. Me senté en el sofá. Los pies encima de la mesa (¡para algo era yo quien la limpiaba todos los días!). Y a leer. Vino el supervisor. ¿Había algún problema? Sí. Un pequeño problema. No me pagáis. No trabajo. Así de sencillo. Yo si trabajo, cobro. Si no cobro, no trabajo. Ni un minuto más. Se lo dije tranquilo. Usando un poco el inglés de los pieles rojas. No quería malos-entendidos. Fue a llamar a la manager. Me hicieron presentarme en la oficina. Repetí las mismas frases. Serio. Tranquilo (al menos todo lo tranquilo que podía estar). “No te preocupes George. Yo personalmente te voy a adelantar 100 libras en cash, cuando acabes tu turno. Te lo prometo. Y lo del banco te lo soluciono lo antes posible”. Hice mi turno. Y me fui con 100 libras en el bolsillo. A los pocos días recibí el resto de dinero en mi cuenta.
Hice mi sentada personal. Llegué a la hora habitual. Pero no me cambié de ropa. Me senté en la zona de descanso. Cogí el periódico. Me senté en el sofá. Los pies encima de la mesa (¡para algo era yo quien la limpiaba todos los días!). Y a leer. Vino el supervisor. ¿Había algún problema? Sí. Un pequeño problema. No me pagáis. No trabajo. Así de sencillo. Yo si trabajo, cobro. Si no cobro, no trabajo. Ni un minuto más. Se lo dije tranquilo. Usando un poco el inglés de los pieles rojas. No quería malos-entendidos. Fue a llamar a la manager. Me hicieron presentarme en la oficina. Repetí las mismas frases. Serio. Tranquilo (al menos todo lo tranquilo que podía estar). “No te preocupes George. Yo personalmente te voy a adelantar 100 libras en cash, cuando acabes tu turno. Te lo prometo. Y lo del banco te lo soluciono lo antes posible”. Hice mi turno. Y me fui con 100 libras en el bolsillo. A los pocos días recibí el resto de dinero en mi cuenta.
Luego el curso proseguía, dije
que lo sentía en el alma (que dejaba el trabajo de mis sueños), y ahí les
abandoné. Con sus hamburguesas, sus chips
y sus toilets.
Estuve una temporada contando la
batallita, sobre todo cuando salíamos de copas. Le decía a John. “John, ¡nunca salgas con una chica que esté
trabajando en un Burguer King! ¡Que son unas cochinas!”. Y John se tiraba por los suelos, de la risa.
Ups, y sin lavarse las manos cocinaban? que ascoooo!!!
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