jueves, 1 de noviembre de 2012

14- Limpiando mierda (literalmente). (Abril 2002).


No tenía dinero. Mejor dicho, no tenía suficiente dinero. Por mucho que presumiera ante April (recuerden, la señora de la agencia). No me llegaba. Llenaba hojas de mi libreta con cuentas. Seguía sin alcanzarme. Ignoro cómo se las apaña el resto de la gente. Yo soy un desastre para eso. Nunca me salen las cuentas. Pues eso. Tocaba mover ficha. Le di mi palabra a April. Y yo cumplo mi palabra.

Aquí no celebran la Semana Santa. Son algo herejes, ya saben ustedes. Pero los colegios gozan de vacaciones por esas fechas. Se inventan un nombre. Cualquier nombre. Middle Term Break, por ejemplo. Y se quedan tan frescos. Hay varios breaks de este tipo durante el curso académico. Así, aprovechando que teníamos uno de estos parones en el cole, me puse a buscar un segundo trabajo. Tenía dos semanas de vacaciones. Debía aprovecharlas ganando un extra.

Acudí al Jobcentre. Esta vez yo solito. Incluso realicé la llamada de teléfono, consiguiendo una cita, sin problemas. El trabajo era en uno de los Burguer King de la ciudad. No quiero dar datos más concretos. El trabajo tenía un título muy bonito y rimbombante. Tan ostentoso que ni lo recuerdo. Pero traducido al cristiano: limpia-retretes. Era el encargado − ¿o debería de decir, privilegiado? – de recoger y limpiar la zona de descanso del staff. Aquello incluía los baños.

Incluso para un trabajo de ese nivel, hay que seguir los trámites. Rellené la solicitud (application form), pasé una interview (donde me hicieron pruebas de matemáticas. Supongo en caso de que me ascendieran a atender la caja). Obviamente me callé que sólo iba a trabajar durante dos semanas (poco a poco iba espabilando. No se puede ir de bocazas todo el tiempo).

No recuerdo exactamente el horario. Sé que era muy temprano. Antes de las 7 de la mañana. Y por 2 o 3 horas diarias. Así que me pegaba un madrugón, me abrigaba. Y caminata. No tenía dinero para el bus. Así que a andar tocaba. Más de una hora desde mi zona. De noche. Con viento, lluvia o lo que tocase. Así llegaba todo despejadito. A la vuelta sí cogía el autobús. No era plan de agotarme, pues a la tarde acudía a lavar platos al gimnasio. Yo seguía haciendo números  en mi cabeza. Todo estaba bajo control.

El primer día fue horroroso.

Empecé por la zona común de descanso. Cajas de pizza por los suelos. Manchas de tomate en las paredes. Restos de queso y sustancias diversas en mesas y sofás. Suelos pegajosos. Allí no habían limpiado en décadas. Y allí estaba Jorgito, el privilegiado. ¡Toma ya, kas manzana! (que decíamos en mis tiempos mozos). Me armé de paciencia, guantes, bolsa gigante negra. Y a la faena.

Luego entré a los baños (de los chicos). Una bocanada de aire pestilente me golpeó de lleno. Como un puñetazo. Me tiré hacia atrás. Salí al pasillo a respirar. Sentí nauseas. Hice un segundo intento, esta vez conteniendo la respiración. Misión de reconocimiento. El suelo estaba casi negro. La taza con restos de excrementos “humanos” resecos. Sospechosas manchas de color marrón en las paredes (sólo un par de ellas, afortunadamente).

Subí a hablar con la manager. “Necesito apoyo logístico”. “Pardon?”. “Que necesito lejía, un delantal de plástico o algo, más pares de guantes, una fregona”. Una vez que reuní todo bajé al bunker otra vez. Me armé de valor. Guantes, delantal de plástico, lejía de 5 litros en mano, fregona, trapos. Y me lancé a la batalla. Recuerdo tener que salir continuamente tras unos pocos segundos. Lo juro. Entraba durante unos instantes. Tiraba un chorro de lejía. Y salía a coger aire.  Entraba otra vez y limpiaba. Así poco a poco. Salí colocado, a causa de los vapores de la lejía. Luego hice lo mismo con el de las ladies. Estaba algo mejor. Pero tampoco como para tirar cohetes.

El primer día fue lo peor. Quitar lo gordo, digamos. El segundo día y consecutivos fue limpiar sobre limpio. O al menos, sobre una suciedad aceptable. El tercer día pasó algo curioso. Estaba limpiando el baño de las chicas (staff, recordemos). Una chica quería usar el toilet. Así que hice una pausa, dejándola entrar. Esperé afuera, en el pasillo. Al cabo de unos minutos (sin haber escuchado el correr del agua del lavamanos, ni el ruido tremendo que emitía el secamanos… saquen ustedes mismos las conclusiones que gusten) la chica salió. Era alta. Obesa. Feucha. Tendría unos 24 años. Ojos saltones. Papada. Al salir me miró. La boca abierta. Los ojos que se salían de la cara. Como si estuviera contemplando a un extraterrestre, recién salido de una bola de luz. O algo por el estilo. Le sonreí y pensé “Sí bonita sí. Lo he limpiado yo solito. ¿A que te ha gustado?”. Aquella muchachota no había meado en un lugar tan limpio en toda su vida.

Un día la manager, cuando yo estaba fichando, me dijo sonriendo: “George, I love you!” y me dio dos besos. Se lo juro. Imagino que se había dado una vuelta para cambiar de agua al canario.

En el Burguer no era el único español. Recuerdo que había un chico de Cádiz. Muy salao. Muy currante. Alto, flaco y moreno. “Aquí estoy quillo, que me tienen trabahando como un mono”. Era un chaval que animaba el lugar. Cotilleabamos y nos reíamos en español. Además siempre me daba comida extra, al acabar mi turno. Se fue antes que yo. Volvía a Cádiz. Estaba harto de tanto viento y tanta lluvia. Antes de irse me dijo: “Quillo, tú no te dehe que abussen de ti ehh. ¡Que no mentere sho!”. Me dio pena que se fuera. Se acabaron las risas. Se acabó el extra de comida.

No me pagaron. Sí, como lo leen, no me habían pagado. 

Era un trabajo con salario semanal (algo habitual por estos lares). Estuve esperando como un loco que llegara el viernes. Para cobrar. Comprobé la cuenta varias veces. Nada. Ningún ingreso. Me contaban que había problemas. Que mi NIN (número de Seguridad Social) era provisional. Que el banco esto. Que el banco lo otro. Seguí trabajando. Cada día – aprovechando que tenía acceso al almacén – me llevaba 2 o 3 barritas de chocolate (tipo Mars). No era robar, era cobrarme un extra por peligrosidad y malos olores. Rachel se escandalizaba cuando se lo contaba (a Rachel le contaba todo). Pero bíen que se comía su chocolatina, la muy jodida. A John también se lo conté. Y me dijo que tuviera cuidado. Hay cámaras por todos sitios. Ni me paré a pensar en ello. Si me vieron imagino que les daría lo mismo. Barato les seguía saliendo.

Un día me planté.

Hice mi sentada personal. Llegué a la hora habitual. Pero no me cambié de ropa. Me senté en la zona de descanso. Cogí el periódico. Me senté en el sofá. Los pies encima de la mesa (¡para algo era yo quien la limpiaba todos los días!). Y a leer. Vino el supervisor. ¿Había algún problema? Sí. Un pequeño problema. No me pagáis. No trabajo. Así de sencillo. Yo si trabajo, cobro. Si no cobro, no trabajo. Ni un minuto más. Se lo dije tranquilo. Usando un poco el inglés de los pieles rojas. No quería malos-entendidos. Fue a llamar a la manager. Me hicieron presentarme en la oficina. Repetí las mismas frases. Serio. Tranquilo (al menos todo lo tranquilo que podía estar). “No te preocupes George. Yo personalmente te voy a adelantar 100 libras en cash, cuando acabes tu turno. Te lo prometo. Y lo del banco te lo soluciono lo antes posible”. Hice mi turno. Y me fui con 100 libras en el bolsillo. A los pocos días recibí el resto de dinero en mi cuenta.

Luego el curso proseguía, dije que lo sentía en el alma (que dejaba el trabajo de mis sueños), y ahí les abandoné. Con sus hamburguesas, sus chips y sus toilets.

Estuve una temporada contando la batallita, sobre todo cuando salíamos de copas. Le decía a John. “John, ¡nunca salgas con una chica que esté trabajando en un Burguer King! ¡Que son unas cochinas!”.  Y John se tiraba por los suelos, de la risa.

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